En el bosque próximo a Chantilly se erguía el castillo del señor de Pontarmé; éste tenía una hija que era amada por el apuesto Lautrec al que la joven correspondía. Podría haber sido sólo una historia de amor si el señor de Pontarmé hubiera aceptado los hechos. Pero desgraciadamente dijo:
—Hija mía, necesitas un esposo rico y poderoso; Lautrec es el caballero más pobre que hay sobre la tierra, ya que no posée ni un cuarto.
—Padre, yo amo a Lautrec y lo amaré siempre —respondió la joven.
El señor no pudo hacerle cambiar de idea, dijera lo que dijera. A la desesperada, furioso por verla oponerse a su voluntad, llamó al carcelero e hizo que la encerraran en una mazmorra del castillo, húmeda y en la que la luz del día no penetraba jamás.
Al tener conocimiento de la desaparición de su amada, el apuesto Lautrec, desesperado, marchó a Tierra Santa como cruzado. Pasó el tiempo. El señor de Pontarmé iba de vez en cuando a ver a su hija. Cada vez le preguntaba si quería cambiar de amor y cada vez ella le repetía que antes preferiría morir. En realidad, iba debilitándose consumida por las enfermedades y los parásitos. Pero el señor, como ella, seguía imperturbable. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder.
Siete años después, el caballero Lautrec regresó de Jerusalén. Mientras cabalgaba pensativo por la ruta de Saint-Denis, se cruzó con un cortejo fúnebre. Era la hija del señor de Pontarmé que acababa de morir y era conducida a su tumba.
Terrible fue su dolor y más terrible aún su ira, tanto que hizo huir a los presentes, nobles y clérigos. Lautrec se quedó solo ante el ataúd, llorando lágrimas amargas por su amor perdido para siempre. Después de un momento de desesperación, abrió el ataúd, rompió el sudario de lino con la ayuda de un puñal de oro. Se inclinó hacia la muerta y la besó con toda su ternura. Entonces, ¡oh, milagro! la joven abrió los ojos, sonrió, se incorporó y se lanzó a sus brazos, resucitada por el amor.
Todos los que habían venido para el entierro y que miraban desde lejos, levantaron gozosamente los brazos hacia el cielo. Y los sacerdotes se alegraron y gritaron:
—En lugar de enterrarla, vamos a casarla.
FIN
(Traducción de Esperanza Cobos Castro. http://www.relatosfranceses.com)
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