Tuesday, March 28, 2006

San Juan Capistrano, el "santo de Europa"

San Juan de Capistrano
(28 de Marzo)
por Alberto Martín Artajo



Los cuarenta años de vida activa del fraile franciscano Juan de Capistrano transcurrieron casi exactamente en la primera mitad del siglo XV, puesto que ingresa en la Orden a los treinta años de su edad, en 1416, y muere a los setenta, en 1456. Si recordamos que en este medio siglo se dan en Europa sucesos tan importantes como el nacimiento de la casa de Austria, el concilio, luego declarado cismático, de Basilea y la batalla de Belgrado contra los turcos, y añadimos después que en todos estos acontecimientos Juan de Capistrano es, más que partícipe, protagonista, se estimará justo que le califiquemos como el santo de Europa.
Juan de Capistrano, ya en su persona, parecía predestinado a su misión europea, pues, más que de una sola nación, era representativo de toda Europa.
Es europeo el hombre: italiano de nación, porque la villa de Capistrano, donde nace, está situada en los Abruzzos, del Reino de Nápoles; francés, si no por familia, como algunos autores creen, a lo menos por adopción, pues su padre era gentilhombre del duque de Anjou, Luis I; por la estirpe procedía de Alemania, según las «Acta Sanctorum» de los Bolandos, que sigo fundamentalmente en este escrito; por ciudadanía, hablando lenguaje de hoy, podría decirse español, al menos durante un tiempo, como súbdito del rey de Nápoles, cuando lo era Alfonso V de Aragón; por sus estudios y vida seglar, ciudadano de Perusa, a la sazón ciudad pontificia; húngaro también, pues los magyares lo tienen por héroe nacional y le han alzado una estatua en Budapest, y por su muerte, en fin, balcánico, pues falleció en Illok, de la Eslovenia.
En cuanto al santo, esto es, el hombre que se santificó en el apostolado, era, si cabe, aún más europeo, ya que se pasó la vida recorriendo Europa de punta a punta. A pie o en cabalgadura hizo y deshizo caminos; por el norte, desde Flandes hasta Polonia; por el sur, desde España, aunque su paso por nuestra patria fuera fugaz, hasta Servia.
La fama de su santidad fue también universal. Corría de una a otra nación y en todas partes se le conocía con el nombre de «padre devoto» y «varón santo». Fue popular en toda Italia, en Austria, en Alemania, en Hungría, en Bohemia, en Borgoña y en Flandes, visitando no una, sino varias veces todas las grandes ciudades europeas.

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Fue también intensamente europea la época del Santo. El año culminante de su vida, aunque ya en avanzada senectud, es el mismo que abre la Edad Moderna de la historia de Europa: aquel 1453 en que los turcos toman Constantinopla, amenazando seriamente la existencia misma de la cristiandad.
Divide esta trágica fecha en dos períodos, aunque muy desiguales, la vida de nuestro andariego fraile; pero llena ambos períodos un mismo afán: la salvación de esa cristiandad en peligro. Peligro, en la primera fase, para la unidad católica de Europa, por la descristianización del pueblo, las discordias intestinas de los príncipes y los brotes crecientes de herejía y de cisma; peligro, en la segunda, por la embestida de los ejércitos del Islam. Por eso dedica el Santo su primer apostolado a reconciliar entre sí y con la Sede Apostólica a los príncipes, a restaurar el espíritu cristiano del pueblo, debelar herejías, cortar el paso al cisma y reformar la Orden franciscana, y consagra sus últimos años a predicar, con la palabra y con el ejemplo, la cruzada contra el turco; con el ejemplo, también, porque el buen fraile en persona toma parte decisiva en la famosa batalla de Belgrado, de julio del 56, en que es derrotado el ejército de Mohamed II, que ya remontaba el Danubio con la ambición de dominar el occidente europeo.

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Dotó Dios a Juan de Capistrano de prendas singularmente adecuadas a su misión de universalidad. Para ganarse al pueblo, no importa en qué nación, poseía las cualidades que suele el pueblo cristiano pedir a sus santos. Ya fraile y anciano, según nos lo describen sus coetáneos, era de figura ascética: pequeño, magro, enjuto, consumido, apenas piel y huesos, y su gesto austero, pero a la vez dulce y caritativo. Vibraba su palabra en la predicación de las verdades eternas; pero hablaba, sobre todo, con el semblante luminoso y encendido; con los ojos centelleantes, magnéticos; con el ademán sobrio y a la vez cálido y acogedor. Esto explica que en sus correrías trasalpinas, predicando las más de las veces en latín, aun antes de que el intérprete hubiera traducido sus palabras, ya andaban sus oyentes pidiendo a gritos confesión y prometiendo cambiar de vida, y muchos rompían en llanto y hacían hogueras con los objetos de sus vanidades: dados, naipes, afeites y arreos de lujo, y otros le pedían ser admitidos a la vida religiosa: por un solo sermón, al decir de un cronista, 120 escolares, en Leipzig, y, por otro, 130, en Cracovia, tomaron hábitos. Llegado a una villa predicaba por las plazas, porque en los templos no había cabida para la muchedumbre que le seguía. Hablaba durante dos o tres horas sin que la gente desfalleciera y siempre fustigando la corrupción de costumbres e incitando a penitencia; terminada la predicación visitaba sin descanso a los enfermos, haciendo innúmeras curaciones prodigiosas.
No sólo por su celo apostólico era hombre santo, sino también por su vida de oración y por su penitencia, que no en vano tuvo por maestro de espíritu y por su mejor amigo al gran San Bernardino de Siena. Dormía dos horas, comía apenas, y andaba con frecuencia enfermo, renqueaba siempre, padecía del estómago y estaba mal de la vista. Pero a todas sus flaquezas se sobreponía su espíritu gigante.
A tan extraordinarias dotes para el apostolado popular unía Capistrano otras nada corrientes cualidades que le hacían apto para la diplomacia, arte que ejerció con acierto a lo largo de toda su vida. Era sabio y prudente en juicio y en palabra; había sido en su mocedad un buen jurisconsulto y probado dotes de gobierno cuando ejerció autoridad de juez en Perusa. Era, además, hombre muy docto en las ciencias sagradas y escritor fecundo: sus manuscritos, coleccionados en el siglo XVIII por el P. Antonio Sessa, de Palermo, suman diecisiete grandes volúmenes. Siempre fue muy dócil a la Sede Apostólica y entre sus muchos escritos canónicos sobresalen los que dedica a la defensa de las prerrogativas pontificias.
Por gozar de tales prendas fue elevado en la Orden, por dos veces, al cargo de vicario general de la observancia, lo que le permitió emprender la reforma de muchos monasterios y extenderlos por toda Europa, y cuatro Papas –Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III– le confiaron misiones delicadas: la detracción de los Fraticelli, la lucha en Moravia contra la herejía hussita, las negociaciones para la incorporación de los griegos a la Iglesia Romana, la vigilancia de los judíos, la contención del cisma de Basilea, etc. etc.

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Su fama de virtud y de ciencia no libró al Santo de contradicción. Túvola Capistrano, y la que más puede afligir a un corazón magnánimo y sensible: la que proviene de parte de los afines. Algunos minoristas «conventuales», y el más sobresaliente de ellos, el sajón Matías Doering, descontentos de la reforma de los «observantes» que el Santo llevaba al interior de los conventos, se opusieron a sus innovaciones, acusando al vicario de inquieto y revoltoso, y otros, celosos acaso de su inmensa popularidad, le imputaban ambición de honra y vanagloria; injustísima acusación hecha a un hombre que por dos veces había declinado la mitra episcopal: la de Chieti, que le brindó el papa Martín V, ya en 1428, a quien contestó, por cierto, que no quería verse «encarcelado» en el episcopado, y la de Aquila, su diócesis natal, que le ofreció, más tarde, Eugenio IV.
Tampoco le faltaron críticas por parte de personas más autorizadas, tales como el cardenal español Carvajal y aun el propio Piccolomini, en razón de las cuales, sin duda, hubo más tarde dificultades para su canonización, que no culminó hasta 1690, siendo Pontífice Alejandro VIII.
Pero, huelga decirlo, el mayor número de sus detractores y los más violentos se encontraban en las filas de los enemigos del Pontificado, sea entre los políticos laicistas de la época, como aquel Jorge de Podebrad, que pertinazmente le cerró las puertas de la Bohemia, sea entre los herejes, como el arzobispo de Praga Rokytzana, cabeza de los hussitas, o bien entre los judíos, como aquellos de las comunidades italianas que llamaban al de Capistrano «el nuevo Amán» perseguidor del pueblo elegido.

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Las grandes empresas apostólicas de San Juan de Capistrano al servicio de la Europa cristiana podrían resumirse en estas seis: restauración de la vida cristiana del pueblo mediante la predicación; reforma de la Orden franciscana implantando la observancia; impugnación de la herejía hussita, que resultó ser el primer brote de la gran apostasía luterana; represión de los abusos del judaísmo, que se hallaba enquistado en los pueblos cristianos; contención del cisma incubado en el concilio de Basilea, que minaba la autoridad del Papado, y cruzada contra el turco, que amagaba contra la cristiandad.
Dejando a un lado, como menos propias de una hagiografía, aquellas empresas del Santo que presentan un tinte político o diplomático, me detendré en las que ofrecen un carácter enteramente apostólico y misionero.


Por aquel tiempo, la Orden de los frailes menores, más o menos recluida hasta entonces en el interior de sus conventos, se echó a peregrinar por pueblos y ciudades, predicando en calles y plazas las verdades eternas y excitando a la reforma de las costumbres. Esta empresa no fue obra de un hombre solo, fue obra de un equipo de hombres excepcionales, a cuya cabeza figuraba el gran San Bernardino de Siena y en el que formaron en seguida otros dos santos: Juan de Capistrano y Jacobo de la Marca; dos beatos: Alberto de Sarteano y Mateo de Girgento, y los egregios minoristas Miguel de Carcano y Roberto de Lecce, por no citar sino las figuras más descollantes. Fue la época clásica de los grandes predicadores peregrinos y el origen de las misiones populares.
Cada uno de estos grandes misioneros, acompañado de un grupo de seis u ocho frailes de su Orden, tomó por un camino y corrió por su cuenta su aventura apostólica. Pero la mayor parte de ellos se mantuvieron en los límites de la península italiana, en la que consiguieron una verdadera renovación de la vida moral y religiosa de su pueblo. Mérito singular de Capistrano es haber acometido por sí solo, más allá de los Alpes, lo que sus hermanos de Orden hicieron en el interior de Italia, consiguiendo él resultados pariguales en los principados alemanes, en Polonia, en Moravia y hasta en la Saboya, en la Borgoña y en Flandes.
Grandes fueron los frutos de este vasto e intenso movimiento religioso. El pueblo cambiaba de vida, corrigiendo innúmeros abusos: el juego, el lujo, la embriaguez, la usura, el concubinato, la profanación de las fiestas, y los príncipes, los consejeros de las ciudades y los jueces se veían compelidos a usar de su autoridad con equidad y clemencia.
Cierto que no todos estos frutos fueron durables, acaso por no guardar proporción con estas misiones populares extraordinarias la cura pastoral ordinaria llamada a mantener el fervor despertado por aquéllas; pero también puede tenerse por cierto lo que el mismo Capistrano habría de escribir después, refiriéndose a la predicación de sus hermanos de Orden en Italia: «Si no hubiera sobrevivido la predicación, la fe católica habría venido a menos y pocos la hubieran conservado».

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Importante aportación del capistranense a la renovación religiosa y moral de su tiempo, en sus cuarenta años de actividad apostólica, fue su labor como cabeza del movimiento por la observancia en lucha contra el conventualismo, empresa que repercutió no sólo en favor de su Orden, sino también en la reforma misma de toda la Iglesia. San Juan sembró la Europa central de nuevos conventos franciscanos y, mediante la reforma de los antiguos, devolvió su primitivo celo a la Orden a la sazón más popular e importante de la Iglesia católica. Y no fue pequeño servicio a la cohesión europea haber tejido por toda la haz de la Europa de entonces esta apretada red de conventos que unían en santa familia a los frailes observantes de todas las naciones.

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Pasemos ya a relatar la participación personal del Santo en la cruzada contra el turco, recordando primero lo más esencial de este histórico suceso.
Corría el año 1453, último del pontificado de Nicolás V, cuando Mohamed II conquista Constantinopla, somete la Tracia al señorío turco, afianza en el Asia Menor el imperio del Islam sobre las ruinas de la Iglesia oriental y amenaza a la suerte de la cristiandad en Occidente.
Grave momento para el mundo católico y aun para la propia Iglesia. Porque si bien desde un siglo antes pisaban los turcos tierra europea y tenían sojuzgada una parte de la península balcánica, mientras quedó a sus espaldas la fortaleza de Constantinopla, Europa no se sintió verdaderamente amenazada de dominación y por eso desoyó el llamamiento a cruzada del papa Eugenio IV, ya en 1444. Pero ahora, cuando cayó la capital del viejo Imperio bizantino, toda la cristiandad comprendió que había perdido mucho más que una plaza fortificada.
Consciente del peligro, el papa Nicolás V, cuatro meses después de aquel nefasto día, publica una bula contra los turcos, que enciende en Occidente el antiguo entusiasmo de las cruzadas. En ella amonesta el Pontífice a hacer la paz entre sí, bajo pena de excomunión, a las potencias cristianas y singularmente a los Estados italianos, que, al decir de un cronista, «se despedazaban como canes»: Milán contra Venecia, Génova contra Nápoles... La paz en Italia se consiguió en parte, pero no la alianza para la cruzada.
San Juan toma la decisión de marchar a la amenazada Hungría ante el temor de que su gobierno pactara un acuerdo con los turcos, como lo hicieron, poco después, con escándalo de todos, los venecianos. Por el camino predicó la cruzada en Nuremberg, ciudad libre del Imperio y bien armada; en Viena, donde levantó unos cientos de universitarios que tomaron la cruz, y en Neusdtadt, corte del emperador.
Sobreviene entonces la muerte del papa Nicolás y en la elección del nuevo Pontífice la Providencia, valiéndose de un juego de factores dentro del conclave, al parecer ajenos a esta inquietud, suscita la elección del pontífice español Calixto III, que luego probó ser la figura indicada para hacer frente a una situación de tan tremendo riesgo.

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Capistrano, que desde la Estiria había escrito al Papa incitándole a que confirmase la bula de cruzada, marcha a Györ a fin de asistir a la dieta imperial de Hungría, expresamente convocada para tratar de la guerra contra el turco. Aquí las cosas de la cruzada iban mejor, porque el país se sentía directamente amenazado por el sultán y ponían espanto las noticias que llegaban de Servia sobre los atropellos de la soldadesca turca. Juan de Hunyades, el caudillo húngaro, traza un plan que el de Capistrano comunica al Papa, pidiéndole su apoyo. San Juan se aplica durante los meses siguientes a deshacer enemistades entre los caudillos y se reúne en Budapest con Hunyades y con el cardenal español Juan de Carvajal, nombrado legado del Papa para la cruzada en Alemania y en Hungría, de cuyas manos recibe el Santo el breve pontificio que le concede toda clase de facultades para predicar la bula. Los tres Juanes: el legado, el caudillo y el fraile llevarán de ahora en adelante la preparación de la cruzada.
Estando reunida la dieta húngara en Budapest, corría el mes de febrero, se recibe la terrible noticia de que Mohamed II se acercaba ya con un poderoso ejército hacia las fronteras del sur de Hungría. Hunyades acude a Belgrado. A partir de este momento cifra el de Capistrano todas sus ilusiones en marchar con el ejército cristiano al encuentro de los infieles, sacrificando en la lucha, si es preciso, su propia vida. Parte para el sur y recorre en predicación todas las regiones meridionales de Hungría, llamando al pueblo a cruzada, hasta que recibe el mensaje apremiante de Juan de Hunyades de que suspenda inmediatamente la predicación y reuniendo los cruzados que pueda los conduzca aprisa a Belgrado.
Es fascinante el relato que hace de la batalla de Neudorfehervar uno de los frailes compañeros del Santo, fray Juan de Tagliacozzo, testigo presencial del suceso. Él describe con expresivos pormenores la llegada del ejército turco, su bien abastecido y pertrechado campamento de tierra, con más de doscientos cañones, y camellos y búfalos, la fuerte flota turca sobre las aguas del Danubio, el asedio de la amurallada ciudad, la tremenda desproporción de las fuerzas en presencia –sólo los genízaros eran cincuenta mil–, que hace vacilar al propio Juan de Hunyades, el gran luchador de años contra el turco, hasta el punto de pensar en una retirada, y las provocaciones del sultán, que anunciaba a gritos que había de celebrar en Budapest el próximo Ramadán. Describe, asimismo, la batalla naval sobre el Danubio, que, contra toda previsión, ganan los cruzados, el asalto de la ciudadela por los genízaros, que obliga a los caudillos militares a iniciar la evacuación de la ciudad, y, por último, la increíble y casi milagrosa victoria obtenida por los defensores, con la retirada final del ejército turco en derrota.
La intervención del Santo en la batalla fue decisiva y sin ella la ciudad de Belgrado hubiera caído sin remedio en manos de los turcos. Él aportó la legión popular de cruzados, que sostuvieron lo más duro de la lucha, y enardeció con su palabra y con su ejemplo no sólo a ese ejército popular, sino también a los naturales, poniendo en tensión su resistencia.
Juan de Capistrano salvó a Belgrado por tres veces: la primera, cuando indujo a Hunyades a lanzar su escuadra contra la flota turca; la segunda, durante el asedio de la ciudad, cuando se negó a la propuesta de evacuarla, y la tercera, en la hora del asalto turco, cuando, al dar por perdida la plaza, los caudillos militares Hunyades y Szilágyi intentaron abandonarla, juzgando la situación insostenible y él se aferró a la resistencia.

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Dominado el Santo por una confianza sobrenatural en la victoria, condujo a la batalla a los cruzados con ardor y coraje sobrehumanos. Cuenta el cronista allí presente cómo, durante la acción naval, ganó el fraile capitán una altura visible a todos los combatientes y desplegando la bandera cruzada y agitando la cruz, vuelto el semblante al cielo, gritaba sin descanso el nombre de Jesús, que era el lema de sus cruzados. Y cómo, durante los días del asedio, vivía en el campamento con los suyos, sosteniendo su espíritu religioso como única moral de guerra. Y cómo, en fin, en el asalto de la ciudadela, corría de una a otra parte de la muralla, cuando la infantería turca escalaba ya el foso, gritando él a lo más granado de los defensores: «Valientes húngaros, ayudad a la cristiandad».
Jamás esgrimió armas el de Capistrano; las suyas eran espirituales. El campamento de los cruzados, más que un cuartel militar, parecía una concentración religiosa. Él mismo daba ejemplo. En diecisiete días durmió siete horas, no se mudó de ropa y comía sólo sopas de pan con vino. Él y sus frailes celebraban a diario la misa y predicaban, y los combatientes en gran número recibían los sacramentos. «Tenemos por capitán un santo y no podemos hacer cosa mal hecha», decían entre sí sus gentes. «Si pensamos en el botín y en la rapiña seremos vencidos.» Y todos le obedecían «como novicios». El fraile tenía sobre sus cruzados, al decir de los testigos, mayor poder que hubiera tenido sobre ellos el propio rey de Hungría.


En la lucha secular de la Europa cristiana contra el islamismo, la victoria cruzada de Belgrado es un hecho importante, pero no debe exagerarse su trascendencia. Como tampoco la del heroico episodio de la intervención del Santo en ese hecho de armas, aunque el triunfo fuera mérito suyo incontestable. Pero en éste como en los anteriores sucesos de su vida, importa más que los hechos mismos y más que su trascendencia en el campo militar, en el político y aun en el religioso, el valor ejemplar de su propia conducta; su santidad y su heroísmo puestos al servicio de tan noble causa: la unidad cristiana de Europa. En este terreno presentamos a nuestro héroe a la admiración de nuestros contemporáneos y le proponemos como ejemplo.
La cristiandad había seguido angustiada la lucha y de entonces viene la tradición del rezo del Ángelus al toque de campana del mediodía; la «campana del turco», que mandó el Papa tañer en todas las iglesias de Europa para que el pueblo cristiano sostuviera con su oración a los cruzados.
Cuando, una semana después de la victoria, el cardenal legado, el español Carvajal, entró con un ejército verdadero en la ciudad liberada, era la gran ilusión del capistranense proseguir la guerra y anunciaba en público que para la fiesta de la Navidad celebraría misa en la iglesia del Santo Sepulcro. No eran estos, sin embargo, los planes de la cristiandad, ni hubiera podido tampoco emprenderlos nuestro Santo, pues la peste, terrible compañera de la guerra, pocos días después de la victoria, tomó posesión de su cuerpo y lo entregó en brazos de la muerte, aunque ese pobre cuerpo parecía entonces, al decir de un coetáneo, la muerte misma: un esqueleto sin carne y sin sangre, unos pocos huesos cubiertos de piel. Sólo el rostro, sereno y sonriente, expresaba la interior satisfacción de una misión histórica cumplida.
Con la vida de nuestro héroe debe terminar también este relato. Séame permitido, sin embargo, insistir en una conclusión piadosa: a Juan de Capistrano puede, en justicia, llamársele el Santo de Europa. (...) Sea, pues, Juan de Capistrano nuestro intercesor cuando pidamos a Dios por la unidad europea.


Alberto Martín Artajo, (ex Ministro de Asuntos Exteriores de España), San Juan de Capistrano, en Año Cristiano, Tomo I, Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 695-705.

Thursday, March 16, 2006

G. K. Chesterton

Chesterton: una misión única
Rosa Clara Elena


Fue una figura solitaria y originalísima en las letras universales. Su vastísima obra se convirtió en un auténtico frente que compensaría no poco un arte y una filosofía corroídas por el mal, el error y la fealdad. Chesterton paseó con su capa y su inmensa humanidad por las calles, los salones, las tabernas y las aulas no sólo de Inglaterra, sino de muchos otros parajes del mundo para plantar la simiente del catolicismo, enseñando a pensar con sentido común y humor. Poeta, narrador, ensayista, periodista, historiador, biógrafo, filósofo, dibujante, conferencista…fue el más completo y brillante apologista del catolicismo en un siglo que elaboró sistemáticamente un discurso demoledor contra la Iglesia y la fe católicas.

Gilbert Keith Chesterton nació el 29 de mayo de 1874 en Kensington (Londres). Era el segundo de los tres hijos de Edward Chesterton y Marie Louise Grosjean. Aunque bautizado y formado según la religión anglicana, desde muy pequeño Chesterton demostró admiración hacia lo católico, especialmente hacia la persona de la Santísima Virgen. Como confesaba años después: "Apenas puedo recordar un tiempo en que la imagen de Nuestra Señora no se levante bien concretamente en mi espíritu […]. En cuanto recordaba a la Iglesia Católica la recordaba a Ella; cuando intentaba olvidar a la Iglesia Católica, intentaba olvidarla a Ella".
Chesterton quedaría profundamente marcado por la calidad de su infancia, enriquecida por el talento artístico de su padre, un enamorado del Medioevo y la cultura gótica, que se dedicó a formar a sus hijos con invenciones suyas de toda clase: teatros de marionetas, iluminaciones medievales, estampas antiguas… Toda la obra de Chesterton está imbuida de aquella sana imaginación, de la delicadeza y la sensibilidad de su hogar; tanto, que volvería una y otra vez a lo largo de su vida "al guiñol de la infancia", especialmente a uno de motivo medieval, cuyas figuras, hechas también por su padre, representaron simbólicamente los principios y nobles sentimientos que defendería luego: pues, en el escenario infantil concurrían un Castillo, una Dama, un Enemigo y un Héroe; alegoría también de una batalla espiritual en la que Chesterton entró desde muy joven.

Además es notable en Chesterton la actitud siempre presente en su vida, como en aquel teatro, del humilde "segundo plano", de espectador, en un estado de "asombro perpetuo" frente al universo, asombro que le permitiría llegar a la Verdad. La armonía y originalidad de sus padres fueron también terreno propicio para el niño que años después sería un lúcido defensor de la familia, con aquella manera muy suya de ahondar en los tesoros inmensos y el
verdadero colorido del hogar. (Así lo haría en obras como Lo que está mal en el mundo, La Superstición del Divorcio, Herejes, El Hombre que sabía vivir, Brave New Family –traducida al español como El amor o la Fuerza del Sino–). Luego de hacer sus estudios secundarios en el colegio de San Pablo de Hammersmith (allí ganaría un premio literario prestigioso con un poema sobre San Francisco Javier), Chesterton ingresa en una escuela de arte, La Slade School de Londres (1893), donde comienza la carrera de pintura, carrera que deja inconclusa para dedicarse de lleno al periodismo y la literatura. Pero toda su obra está llena de la plasticidad del pintor, y por todas sus páginas encontramos las pinceladas de imponentes descripciones, de un hombre admirado por el mosaico del universo y sus colores.

Por estos años Chesterton es un joven delgado, pensativo, lento en sus maneras, pero de una velocidad mental inesperada. Así lo demostraría en las típicas sociedades y clubes ingleses que comienza a frecuentar en los albores del novecientos, donde ya se hacía notar por sus ideas diametralmente opuestas a las que flotaban entonces. Y Chesterton será de esos pocos escritores cristianos que impusieron un verdadero respeto intelectual, porque su catolicismo –entonces en gestación–, su capacidad para discutir las filosofías imperantes (pesimismo, nihilismo, materialismo, darwinismo…) venía llena de un talento poético y una
inteligencia que descolocaba siempre a su auditorio y a sus lectores. Venía directamente, además, contra todo relativismo de pensamiento. Recuerda, por ejemplo, un diálogo muy representativo de aquellos antros del arte: "Una especie de teósofo me dijo: ‘El bien y el mal, la verdad y la mentira, la locura y la cordura, sólo son aspectos del mismo movimiento ascendente del Universo’. Ya en esa época se me ocurrió preguntar: ‘Suponiendo que no haya diferencia entre el bien y el mal, o entre la verdad y la mentira, ¿cuál es la
diferencia entre ascendente y descendente?’".


Matrimonio y primeras obras

En un famoso barrio de intelectuales –Bedford Park–, en 1896, Chesterton se enamora de Frances Blogg, la mujer que poco después se convertiría en su esposa y que estimuló admirablemente el caudal artístico de su marido. Era una mujer tan discreta como brillante, e inspiró a Chesterton hermosos textos sobre el amor y el matrimonio, llenos de verdadera delicadeza. Anglicana también Frances, fue, no obstante, la que hizo que Chesterton estudiase seriamente el cristianismo, y también contribuyó por ello a su conversión (conversión que llevaron a cabo los dos, aunque en momentos distintos). La primera obra de Chesterton es un grupo de poemas e ilustraciones, bajo el título Greybeards at Play (Juego para Barbicanos), publicada en 1900, donde ya se revelaría su humor tonificante y su deseo
permanente de transmitir el gozo por la realidad gratuita de la vida. Su segundo libro, El Caballero Indómito y otros poemas (1901), más profundo e incisivo, llamó la atención de la crítica. Allí publicaba uno de sus más famosos poemas: Al niño que no ha nacido.

La carrera de Chesterton se comprende bien si se considera que toda su vida se dedicó a contrarrestar el pesimismo ateo y cuantas teorías se dedicaron a mirar con frialdad la existencia. Puede decirse que el eje de su obra es "machacar" o "patalear", como él mismo decía, contra el olvido de Dios. Mediante sus primeras obras, nos dice, "quería expresar, aunque no supiera hacerlo, que ningún hombre sabe lo optimista que es, aun llamándose pesimista, porque no ha medido realmente la gratitud de su deuda hacia lo que le ha creado y
le ha permitido ser algo. En el fondo de nuestro pensamiento, existía una llamarada o estallido de sorpresa ante nuestra propia existencia. El objeto de la vida artística y espiritual era sacar a la superficie esta sumergida aurora maravillosa". Ciertamente no es este el espíritu del arte moderno, y por eso podemos hablar de una soledad en Chesterton, soledad que gana mérito porque nadie, como él entonces, se encargó de "sacar una aurora maravillosa", sino, al contrario, elaborar deformaciones, pesadillas o abstracciones
incomprensibles de la realidad.

La pluma distinta y ardiente de Chesterton levanta inmediatamente una gran admiración. Desde que comenzó a escribir en el famoso Daily News, el periódico dobló la tirada. Entre 1903 y 1908, escribe varias obras de enorme calidad: la biografía de un poeta victoriano, Robert Browing (1903); un ensayo que desató una gran polémica, Herejes (1905), donde Chesterton "contiende amistosamente", pero siempre implacable, con Bernard Shaw, Nietzsche, H.G.Wells, entre otros muchos pensadores y filosofías anticatólicas. En 1906
publica una joya de la literatura inglesa: Vida de Dickens, una de las más finas y profundas interpretaciones del célebre escritor (muchos años después escribiría otra brillante biografía literaria Robert Louis Stevenson).

En 1908 aparece la novela más famosa de Chesterton: El Hombre que fue Jueves, novela que tiene la virtud de combinar con genialidad la aventura y la filosofía. Chesterton denuncia allí, en diálogos de antología, el daño inmenso que puede acarrear un arte, especialmente literario, contaminado de mala filosofía, de mala filosofía –en muchos casos– talentosamente presentada (¿Qué diría de Harry Potter, de las obras de Gabriel García Márquez, Humberto Eco, C.J. Cela, etc., etc?).


Ortodoxia

Solamente en dos semanas, y casi al mismo tiempo que El Hombre que fue Jueves, Chesterton escribía una obra crucial en su carrera; con ella muchos se convirtieron al catolicismo: Ortodoxia. Esta obra surgía por el "desafío" que le había hecho un crítico a raíz de la publicación de Herejes, recriminándole que era muy fácil eso de discutir todas las filosofías y los autores sin definir clara y acabadamente la propia. Chesterton no se hizo rogar: trazó una increíble autobiografía de un alma que ha buscado y hallado la Verdad por los caminos más inesperados: "si a alguien le interesa [dice en las primeras páginas] saber cómo las flores del campo o las palabras leídas en un autobús, los accidentes de la política, o los tráfagos de la juventud confluyeron en mí, bajo una ley determinada, para producir una convicción de ortodoxia cristiana, ése, confío yo, leerá con agrado estas páginas". Y quizá lo más asombroso de Ortodoxia sea la enorme riqueza de datos y hechos dispares que Chesterton reúne y analiza, a la vez con profundísima lucidez y hondura afectiva, hasta dar con el catolicismo. Su método es ciertamente inusual, porque –nos dice– así como un hombre para defender la supremacía de la civilización sobre la barbarie, pudiera comenzar por cualquier "punta" o circunstancia, "tengo nevera", "hay policías", puesto que en sí misma la civilización integra cosas evidentes y razonables; del mismo modo, el catolicismo explica tan completamente los hechos de la vida humana que, dice, "le da igual para defenderlo comenzar por una calabaza o un taxi".

Chesterton estudia diversas filosofías de la historia: materialismo, subjetivismo, determinismo, panteísmo… ninguna explica aceptablemente el relieve y la complejidad de la existencia. Y dirá Chesterton que quienes lo "arrinconaron" cada vez más hacia la Iglesia fueron precisamente aquellos agnósticos que le suscitaron "dudas más profundas que las suyas". Uno de los hechos que analiza de acuerdo a los que atacan el catolicismo, es la cantidad de acusaciones contradictorias que ha recibido la Iglesia: o era demasiado pomposa o demasiado austera, terrorífica o prometedora de una felicidad sin fin, se obstinaba en que la gente debía tener muchos hijos o no debía tenerlos en absoluto: fecundidad y celibato... Sólo el pecado original, concluye Chesterton, explica el porqué de una proposición compleja, sólo el catecismo satisface esa misma complejidad del alma humana; sólo la aceptación de grandes misterios, y no el desgaste racional por comprenderlo todo, nos sitúa en la realidad: "el cristianismo planta la simiente del dogma en la más pura sombra, y por eso le es dable crecer". Únicamente la ortodoxia católica hace feliz al hombre: "es como los muros puestos alrededor de un precipicio donde puede jugar un corro de niños". Sólo la cruz en su
intersección contradictoria de líneas es libre, extiende sus cuatro brazos hacia el infinito, mientras el círculo –símbolo de las religiones orientales– está esclavizado en su única línea, la serpiente que se muerde la cola.

Sólo el cristianismo con el misterio "escandaloso de la cruz" propone una solución cuerda y verdadera. Chesterton nos enseña, pues, a desconfiar de las explicaciones aparentemente "coherentes", lineales, que dejan un cúmulo de hechos sin explicar. El don de la existencia, las maravillas del universo son las primeras punciones ante las que Chesterton descubre a Dios; ahonda en el sentimiento de sorpresa y gratitud que le produce cada cosa: "en el asombro hay un elemento positivo de plegaria"; ahonda también en el afecto que experimentaba ante los obsequios de Dios: "yo me sentí enamorado perdido del universo", mientras el filósofo moderno lo estudiaba para metérselo en la cabeza, pero sin enamorarse de él, sin medir un instante su valor real. Este valor –con más razón luego de la Redención– es noblemente descripto a través de una comparación: así como Robinson Crusoe en su isla atesora pequeños utensilios, especialmente porque han sido rescatados de un naufragio, el
hombre debería pensar que no sólo pudo "no ser", sino que ha "vuelto a ser", ha sido salvado de un gran naufragio; de ahí que todas las cosas deban apreciarse doblemente, como Crusoe aprecia sus despojos.


El Hombre que sabía vivir

Decía el notable escritor francés, Paul Claudel, que Chesterton tuvo la misión de "rehacer una imaginación y una sensibilidad católicas, marchitadas hace cuatro siglos". Y otro gran escritor, el padre Leonardo Castellani, decía que esta misión chestertoniana consistió en "reír, fantasear, disputar, tirarse en el pasto y hacer pininos, cantar las verdades más gordas a la tiesa Inglaterra, denigrar copiosamente a los políticos, banqueros, cientistas y literatos, embromar a sus enemigos y creer en la Iglesia Católica Romana; pero la gracia está en que esto último es lo que le da poder para lo primero". La gracia es también que Chesterton cultivó su imaginación fundado y al servicio del catecismo. Hay, como dice Castellani, una actitud en Chesterton –eminentemente católica– que desconcertó siempre a sus contemporáneos: el júbilo. Pero como el suyo era un júbilo que estaba junto a una inteligencia colosal, Chesterton se encargó de arrancar considerablemente el prejuicio entre científicos e intelectuales que une la fe a la estrechez mental y la fe a la tristeza. En este sentido, el tema de su mejor novela, El Hombre que sabía Vivir (1912), es un reproche "jocoso" al mundo moderno por su profunda tristeza, su pasmosa falta de diversiones auténticas y simples, su frialdad, su tremenda indiferencia hacia las cosas esenciales y hacia el espectáculo tan rico de la creación, su incapacidad para enamorarse de nada; un reproche muy hondo a toda
la "mitología y jerga científica" (léase evolucionismo y la ciencia que se jacta de prescindir de Dios), que en el fondo es estéril y aburrida, tan profusa como somnífera. Por esto, dirá Chesterton –una verdad gorda a la "tiesa filosofía"– que el verdadero problema práctico que la filosofía debe resolver es enseñar a gozar de las cosas, y, lo más difícil, saber conservar ese goce. Es también esta obra –en gran medida autobiográfica– un llamamiento vigoroso al matrimonio, al amor verdadero entre hombre y mujer, a la conservación de su encanto, a la conquista perenne, a la delicadeza y a la hombría. Nunca se insistirá suficientemente en
aquellos rasgos inequívocos que atraviesan la obra y la vida de Chesterton: una profunda delicadeza y caballerosidad; delicadeza, ciertamente, hacia la mujer, pero que extiende hacia todas las cosas.


La conversión al catolicismo

Chesterton confesaba en su Autobiografía que un pequeño "catecismo de un penique" le dijo todo lo que la ciencia, la filosofía pagana y el mundo no habían sabido ni balbucir. Le dijo lo que él de algún modo siempre había enseñado, que el orgullo y la desesperación eran un pecado, y que la forma más feliz de estar en el mundo era "resolviéndose a ser humilde".
El ingreso de Chesterton en el seno de la Iglesia Católica se produjo recién en 1922. Detrás de este paso estaban el escritor católico Hilaire Belloc, con quien Chesterton desde 1900 mantenía estrecha amistad; un sacerdote con quien también tuvo una larga y fecunda amistad, el padre O’Connor, inspirador de los cuentos más famosos de Chesterton (las historias detectivesco-filosóficas del padre Brown) y con quien haría su confesión general. No obstante, por encima de todo e hincada en su alma, fue, como se ha señalado antes, una antigua devoción hacia la Santísima Virgen la que lo llevó definitivamente hacia la Iglesia Católica; motivo, además, de una de sus mejores venas poéticas (le dedicó un precioso poema a sus dolores, La Reina de las Siete Espadas). Y en su obra Por qué me convertí al catolicismo, Chesterton nos dice: "Creo poder asegurar que lo primero en atraerme del catolicismo fue, en realidad, lo que debía haberme apartado de él […]. Recuerdo especialmente dos casos en que las inculpaciones de dos autores serios hicieron que me
pareciera deseable precisamente lo condenado. En el primero, mencionaban […] con temblor y estremecimiento, una espantosa blasfemia que habían encontrado en un místico católico hablando de la Santísima Virgen: ‘Todas las demás criaturas lo deben todo a Dios, pero a ella Dios mismo tiene que estarle agradecido’. Yo, por el contrario, me estremecí como si oyera un trompetazo y dije casi en alta voz: ‘¡Qué magnífico es esto!’. Me pareció como si el milagro de la encarnación […] apenas pudiera expresarse mejor ni más claramente".

La víspera de su confesión, Chesterton se paseaba con su pequeño catecismo por el jardín de su casa, como un niño, mascullando cosas y con una felicidad apenas contenida. Decía después que el día de su primera comunión "fue el más feliz de su vida". Cuando se le preguntaba qué lo había movido a dar aquel paso, contestaba: "la Iglesia Católica es la única que realmente borra los pecados". Y si pensamos en el mejor personaje que ha creado Chesterton, un humilde sacerdote que resuelve casos policiales, el padre Brown, se comprende hasta qué punto se sentía atraído por el misterio único de la confesión; pues creó un curita aparentemente sin carisma, pero que ocultaba un conocimiento profundo del alma humana. Chesterton quiso resaltar así en un personaje: la peculiar sabiduría que viene de un confesionario y el poder de un sacerdote al deshacer los pecados (en dos de los mejores cuentos, Las Pisadas Misteriosas y El Martillo de Dios, el sacerdote confiesa a los delincuentes). Esto era inédito en la narrativa policial, y por eso estos cuentos, como tantas obras de Chesterton, poseen las cualidades entremezcladas que raramente se encontrará en otro escritor: arte imaginativo y poético de gran calidad y verdadera fe.


El final de una batalla

Como fruto de la conversión, merecen especial atención tres obras maestras: El Hombre Eterno (1925), Santo Tomás de Aquino (1935) y la Autobiografía (1936). La primera, aunque menos difundida que Ortodoxia, es para muchos críticos la mejor obra de Chesterton. Allí reflexiona Sobre la criatura llamada hombre y Sobre el hombre llamado Cristo. Es un compendio de la historia del Humanidad, en la que interviene el misterio único de Dios encarnado, y del origen de la Iglesia Católica y del Cristianismo; todo observado como por primera vez y desde ángulos completamente nuevos. Chesterton logra que el lector vea las cosas a la luz del sentido común y la lógica, y no según las teorías que aparentemente dan una explicación satisfactoria del origen del cosmos, del hombre y de la religión: "Muchas modernas historias de la humanidad empiezan con la palabra evolución. Y es que hay un no sé qué de blando, de suave, de gradual, de tranquilizador en la palabra y aun en la idea. Desde luego, no es una palabra práctica ni una idea aprovechable. Nadie puede imaginar cómo la nada pudo evolucionar hasta convertirse en algo […]. Es mucho más lógico empezar diciendo: ‘En el principio creó Dios el cielo y la tierra’[…]. La palabra ‘evolución’ parece tener cierta tendencia a sustituir la de ‘explicación’[…]. Un hecho no es más o menos inteligible, según la velocidad con que se cumple […]. La hechicera griega pudo convertir a los marineros en cerdos con sólo un toquecito de su varita mágica. Pero ver a un marino amigo nuestro convirtiéndose paulatinamente en cerdo no sería mucho más tranquilizador." Es precisa mucha más fe para ver andar el mundo por sí solo, naciendo desde la gran explosión o la "madre roca", es necesaria mucha más fe para creer en la teoría de Einstein, que dejar entrar en todos los procesos una inteligencia. O, si no, se caerá en la fábula de Teilhard de Chardin que nos dice que la "madre roca" piensa, que la materia piensa. El hombre ha demostrado que cuando no acepta la inteligencia divina en la Creación, se obliga a dar alguna inteligencia a la materia, aun cayendo en el absurdo.

Chesterton hace además un extraordinario estudio de las profundas diferencias entre las religiones y la única religión verdadera; su análisis no parte de una asociación que une las religiones según un criterio fácil y evidente; las considera por lo que cada una espiritualmente significa, estudiando el verdadero origen y sentido de cada una de ellas. Para esto divide su estudio en "cuatro epígrafes": Dios, los dioses, los demonios, los filósofos. La Iglesia Católica, dice Chesterton, "es de tal modo única, que es casi imposible dar una prueba sensible de ello, pues el pueblo quiere ser convencido por vía de analogía: y no hay caso análogo en este asunto". Idea que surgía nuevamente en la Autobiografía: la teología católica "es la única
que no sólo ha pensado, sino que ha pensado sobre todo. Que casi todas las demás teologías o filosofías contienen una verdad, no lo niego, al contrario, eso es lo que afirmo, y eso de lo que me quejo. Sé que todos los demás sistemas o sectas se contentan con seguir una verdad, teológica o teosófica, ética o metafísica; y cuanto más reclaman de ser universales, tanto más significa que meramente cogen algo y lo aplican a todo".

Sobre la última biografía de Chesterton, Santo Tomás de Aquino, son reveladoras las palabras del especialista por excelencia en el tomismo, el teólogo francés Etienne Gilson: "Chesterton desespera a cualquiera. Llevo estudiando a Santo Tomás toda mi vida y nunca hubiera sido capaz de escribir un libro como éste.[…] Considero, sin parangón alguno, que es el mejor libro que se ha escrito sobre Santo Tomás. Sólo un genio podía hacer algo así. Todo el mundo admitirá sin ninguna duda que es un libro inteligente, pero pocos lectores que hayan pasado veinte o treinta años estudiando a Santo Tomás de Aquino y hayan publicado dos o tres volúmenes sobre el tema, podrán darse cuenta que la chispa de Chesterton ha dejado su erudición a ras del suelo. Adivinó todo lo que ellos intentaban expresar torpemente con fórmulas académicas. Chesterton era uno de los pensadores más profundos que han existido. Era profundo porque tenía razón, y no podía dejar de tenerla; pero tampoco podía dejar de ser modesto y amable; por eso se consideraba uno de tantos, se disculpaba de tener razón y se hacía perdonar la profundidad con el ingenio".

La Autobiografía es una obra peculiarísima. En su último capítulo, por ejemplo, hace una defensa magistral del catolicismo sirviéndose sólo de "un diente de león". Encontraremos al mejor Chesterton, agradecido y conmocionado ante Dios por la existencia: "Un hombre no se hace viejo sin que lo fastidien; pero yo he envejecido sin aburrirme. La existencia es todavía una cosa extraña para mí, y como a extranjero, le doy la bienvenida. Para empezar, pongo el principio de todos mis impulsos intelectuales ante la autoridad a la que he venido al final, y he descubierto que estaba ahí antes de que yo la pusiera. Me encuentro ratificado en mi realización de este milagro que es estar en vida; no de un modo vago y literario, como el que usan los escépticos, sino en un sentido definido y dogmático: de haber recibido la vida por el que sólo puede hacer los milagros".

Desgastado por una batalla ininterrumpida, heroica en muchos casos, sin quejarse nunca, Chesterton fallecía el 14 de junio de 1936, a los sesenta y dos años. Dejaba todos sus bienes a la Iglesia Católica, y, sobre todo, el bien invalorable de una obra que ha sido reunida actualmente en casi cuarenta volúmenes. Una obra que contiene no sólo todos los géneros posibles, sino todos los temas posibles. El papa Pío XI gran admirador de Chesterton y a quien había conocido personalmente en Roma, decía en un telegrama dirigido al pueblo de Inglaterra, con motivo de la muerte del escritor: "Santo Padre profundamente apenado muerte de Gilbert Keith Chesterton, devoto hijo Santa Iglesia, dotado defensor de la Fe Católica".


(Extraído de la revista Tradición Católica)

Dos poemas de Rudyard Kipling

Rudyard Kipling


Si...

SI LOGRAS CONSERVAR INTACTA TU FIRMEZA,
CUANDO TODOS VACILAN Y TACHAN TU ENTEREZA,
SI A PESAR DE ESAS DUDAS, MANTIENES TUS CREENCIAS,
SIN QUE TE DEBILITEN EXTRAÑAS SUGERENCIAS.

SI SABES ESPERAR, Y FIEL A LA VERDAD, REACIO A LA MENTIRA,
EL ODIO DE LOS OTROS TE SIENTA INDIFERENTE,
SIN CREERTE POR ELLO, MUY SABIO O MUY VALIENTE.

SI SUEÑAS, SIN POR ELLO RENDIRTE ANTE TU ENSUEÑO,
SI PIENSAS, MAS DE TU PENSAMIENTO SIGUES DUEÑO.
SI TRIUNFOS O DESASTRES, NO MENGUAN TUS ARDORES,
Y POR IGUAL LOS TRATAS COMO DOS IMPOSTORES
SI SOPORTAS OIR LA VERDAD DEFORMADA,
CUAL TRAMPA DE NECIOS, POR MALVADOS USADA.
O MIRAR HECHO TRIZAS DE TU VIDA EL IDEAL,
Y CON GASTADOS UTILES, RECOMENZAR IGUAL.

SI TODA LA VICTORIA CONQUISTADA,
TE ATREVES A ARRIESGAR EN UNA AUDAZ JUGADA,
Y AUN PERDIENDO, SIN QUEJAS, NI TRISTEZAS,
CON NUEVO BRIO REINICIAR PUEDES TU EMPRESA.

SI ENTREGADO A LA LUCHA, CON NERVIO Y CORAZON,
AUN DESFALLECIDO, PERSISTES EN LA ACCION,
Y EXTRAES ENERGIAS, CANSADO Y VACILANTE,
DE HEROICA VOLUNTAD, QUE TE ORDENA ¡ADELANTE!.

SI HASTA EL PUEBLO TE ACERCAS SIN PERDER TU VIRTUD,
Y CON REYES ALTERNAS SIN CAMBIAR DE ACTITUD,
SI NO LOGRAN TURBARTE NI AMIGO, NI ENEMIGO,
PERO EN JUSTA MEDIDA, PUEDEN CONTAR CONTIGO.

SI ALCANZAS A LLENAR, EL MINUTO SERENO,
DE SESENTA SEGUNDOS QUE TE LLEVEN AL CIELO...,
LO QUE EXISTE EN EL MUNDO, EN TUS MANOS TENDRAS,
Y ADEMÁS HIJO MIO: ¡ UN HOMBRE TU SERAS !



NO DESISTAS

Cuando vayan mal las cosas

como a veces suelen ir,

cuando ofrezca tu camino

solo cuestas que subir,

cuando tengas poco haber

pero mucho que pagar,

y precises sonreír

aun teniendo que llorar,

cuando ya el dolor te agobie

y no puedas ya sufrir,

descansar acaso debes

¡pero nunca desistir!

Tras las sombras de la duda

ya plateadas, ya sombrías,

pude bien surgir el triunfo

no el fracaso que temías,

y no es dable a tu ignorancia

figúrate cuan cercano,

pueda estar el bien que anhelas

y que juzgas tan lejano.

Lucha, pues por mas que tengas

en la brega que sufrir,

cuando todo esté peor,

más debemos insistir.