Friday, May 20, 2005

Sortilegio de Otoño - Joseph von Eichendorff

Presento aquí lo que es para mi el cuento o relato corto más bello que he leído jamás, perteneciente como no, al Romanticismo alemán, tan querido por quien hace esta página. Es un cuento de ensueño, de una belleza melancólica, con una atmosfera mágica y de leyenda, con una historia misteriosa de un amor perdido...

Es decir, toda la belleza sublime del Romanticismo la podrémos encontrar aquí.
Su autor es uno de los grandes de este movimiento europeo, Joseph von Eichendorff, de familia católica de Baviera (Lubowitz, 1788-Neisse, 1857) escribió una novela romántica llamada "Presentimiento y presente" en 1810, siendo más famosa su obra poética, que sirvió como letra para numerosos lieder o canciones de compositores como Hugo Wolff, Hans Pfitzner o Richard Strauss, maestros en este género y grandes músicos románticos.

Recomiendo pues vivamente la lectura de este cuento, y ya que puede ser incómodo de leer en la pantalla del ordenador, no dejéis de imprimirlo para leerlo tranquila y relajadamente, sentados en un cómodo sillón junto a una ventana durante el crepúsculo de la tarde y si puede ser acompañado de una bella sinfonía romántica...
Merece ser disfrutado con toda plenitud y sumergirse en él con toda profundidad.


¡Que lo disfrutéis!




SORTILEGIO DE OTOÑO por JOSEPH von EICHENDORFF


El caballero Ubaldo, una tranquila tarde de otoño mientras cazaba, se encontró alejado de los suyos, y cabalgaba por los montes desiertos y boscosos cuando vio venir hacia él a un hombre vestido con ropas extrañas. El desconocido no advirtió la presencia del caballero hasta que estuvo delante de él. Ubaldo vio con estupor que vestía un jubón magnífico y muy adornado pero descolorido y pasado de moda. Su rostro era hermoso, aunque pálido, y estaba cubierto por una barba tupida y descuidada.

Los dos se saludaron sorprendidos y Ubaldo explicó que, por desgracia, se encontraba perdido. El sol se había ocultado detrás de los montes y aquel lugar se encontraba lejos de cualquier sitio habitado. El desconocido ofreció entonces al caballero pasar la noche en su compañía. Al día, añadió, le indicaría la única manera de salir de aquellos bosques. Ubaldo aceptó y lo siguió a través de los desiertos desfiladeros. Pronto llegaron a un elevado risco a cuyo pie se encontraba una espaciosa cueva, en medio de la cual había una piedra y sobre la piedra un crucifijo de madera. Al fondo estaba situada una yacija de hojas secas. Ubaldo ató su caballo a la entrada y, mientras, el huésped trajo en silencio pan y vino.

Después de haberse sentado, el caballero, a quien no le parecían las ropas del desconocido propias de un ermitaño, no pudo por más que preguntarle quién era y qué lo había llevado hasta allí.
-No indagues quién soy -respondió secamente el ermitaño, y su rostro se volvió sombrío y severo. Entonces Ubaldo notó que el ermitaño escuchaba con atención y se sumía en profundas meditaciones cuando empezó a contarle algunos viajes y gestas gloriosas que había realizado en su juventud. Finalmente Ubaldo, cansado, se acostó en la yacija que le había ofrecido su huésped y se durmió pronto, mientras el ermitaño se sentaba en el suelo a la entrada de la cueva. A la mitad de la noche el caballero, turbado por agitados sueños, se despertó sobresaltado y se incorporó. Afuera, la luna bañaba con su clara luz el silencioso perfil de los montes. Delante de la caverna vio al desconocido paseando intranquilo de aquí para allá bajo los grandes árboles.

Cantaba con voz profunda una canción de la que Ubaldo sólo consiguió entender estas palabras:
Me arrastra fuera de la cueva el temor. Me llaman viejas melodías. Dulce pecado, déjame O póstrame en el suelo Frente al embrujo de esta canción, Ocultándome en las entrañas de la tierra. ¡Dios! Querría suplicarte con fervor, Mas las imágenes del mundo siempre Se interponen entre nosotros, Y el rumor de los bosques Me llena de terror el alma. ¡Severo Dios, te temo! ¡Oh, rompe también mis cadenas! Para salvar a todos los hombres Sufriste tú una amarga muerte. Estoy perdido ante las puertas del infierno. ¡Qué desamparado estoy! ¡Jesús, ayúdame en mi angustia! Al terminar su canción se sentó sobre una roca y pareció murmurar una imperceptible oración, semejante a una confusa fórmula mágica. El rumor del riachuelo cercano a las montañas y el leve silbido de los abetos se unieron en una misma melodía, y Ubaldo, vencido por el sueño, cayó de nuevo sobre su lecho. Apenas brillaron los primeros rayos de la mañana a través de las copas de los árboles, cuando el ermitaño se presentó ante el caballero para mostrarle el camino hacia los desfiladeros.

Ubaldo montó alegre su caballo y su extraño guía cabalgó en silencio junto a él. Pronto alcanzaron la cima del monte, y contemplaron la deslumbrante llanura que aparecía súbitamente a sus pies con sus torrentes, ciudades y fortalezas en la hermosa luz de la mañana. El ermitaño pareció especialmente sorprendido:
-¡Ah, qué hermoso es el mundo! -exclamó turbado, cubrió su rostro con ambas manos y se apresuró a adentrarse de nuevo en los bosques. Ubaldo, moviendo la cabeza, tomó el conocido camino que conducía a su castillo. La curiosidad lo empujó de nuevo a buscar aquellas soledades, y, aunque con esfuerzo, consiguió encontrar la cueva, donde el ermitaño lo recibió esta vez sombrío y silencioso. Ubaldo, por el canto nocturno del ermitaño en el primer encuentro, supo que éste quería sinceramente expiar graves pecados, pero le pareció que su espíritu luchaba en vano contra el enemigo, pues en su conducta no existía la alegre confianza de un alma verdaderamente sumisa a la voluntad de Dios, y, con frecuencia, cuando conversaban sentados uno junto al otro, irrumpía una contenida ansiedad terrenal con una fuerza terrible en los extraviados y llameantes ojos de aquel hombre, transformando su fisonomía y dándole un cierto aire salvaje. Esto impulsó al piadoso caballero a hacer más frecuentes sus visitas para ayudar con todas sus fuerzas a aquel espíritu vacilante. Sin embargo, el ermitaño calló su nombre y su vida anterior durante todo aquel tiempo, y parecía temeroso de su pasado.


Pero, con cada visita se tornaba más apacible y confiado. Así, finalmente consiguió el buen caballero convencerlo para que lo acompañara a su castillo.
Ya había anochecido cuando llegaron a la fortaleza. El caballero Ubaldo ordenó encender un hermoso fuego en la chimenea e hizo traer el mejor vino de cuantos tenía. Era la primera vez que el ermitaño parecía encontrarse a gusto. Observaba muy atentamente una espada y otras armas que, colgadas en la pared, reflejaban los destellos de la lumbre, y luego contemplaba silenciosamente al caballero. -Vos sois feliz -dijo-, y veo vuestra firme y gallarda figura con verdadero temor y profundo respeto; vivís sin que os conmueva la alegría ni el dolor, y domináis con serena tranquilidad la vida, al igual que un navegante que sabe manejar el timón, y no se deja confundir con el maravilloso canto de las sirenas. Junto a vos me he sentido muchas veces como un necio cobarde o como un loco. Hay personas embriagadas de vida. ¡Qué terrible es volver de nuevo a la sobriedad! Ubaldo, que no quería desaprovechar aquel desacostumbrado comportamiento de su huésped, le insistió con entusiasmo para que le revelara la historia de su vida.

El ermitaño se quedó pensativo.
-Si me prometéis -dijo finalmente- mantener eternamente en secreto lo que voy a contaros y me permitís omitir los nombres, lo haré. El caballero levantó la mano en señal de juramento y llamó a continuación a su mujer, de cuyo silencio respondía, para que participase junto con él de la historia tan ansiosamente esperada. Ésta apareció con un niño en sus brazos y llevando a otro de la mano. Era alta y de hermosa figura en su floreciente juventud, silenciosa y dulce como el crepúsculo, reflejando en los encantadores niños su propia belleza. El huésped se sintió profundamente confundido al verla. Abrió bruscamente la ventana y, pensativo, detuvo su mirada unos instantes en el bosque oscurecido. Tranquilizado, volvió junto a ellos, se sentaron alrededor del fuego y empezó a hablar de la siguiente manera: «El tibio sol del otoño se levantaba sobre la niebla azul que cubría los valles cercanos a mi castillo. La música había callado, la fiesta terminaba y los animados invitados se dispersaban. Era una fiesta de despedida que yo ofrecía a mi más querido amigo, que aquel día, con su hueste, se había armado de la Santa Cruz para unirse al ejército cristiano en la conquista de Tierra Santa.

Desde nuestra más temprana juventud era esta empresa nuestra única meta, el único deseo y la única esperanza de nuestros sueños de adolescencia. Aún hoy recuerdo con indescriptible nostalgia aquel tiempo tranquilo como la mañana, cuando, sentados bajo los altos tilos de mi castillo, seguíamos con la imaginación las nubes navegantes hacia aquella tierra bendita, donde Godofredo y otros héroes vivían y combatían en el claro esplendor de la gloria. Pero, ¡qué pronto cambió todo en mí!
»Una doncella, flor de toda belleza, que había visto muy poco y de la cual, sin que ella lo supiera, estaba perdidamente enamorado, me retenía en la cárcel silenciosa de estas montañas. Sí, yo era lo bastante fuerte para luchar, pero no tuve el valor de alejarme, y dejé marchar solo al amigo. »También la doncella había participado en la fiesta y yo había sucumbido al esplendor de su hermosura. Al alba, cuando ella iba a despedirse y yo la ayudaba a montar en su caballo, tuve el valor de confesarle que, si era su voluntad, renunciaría a mi empresa. Ella no dijo nada y me miró fijamente, casi con horror, y salió al galope.»


Oyendo estas palabras, Ubaldo y su mujer se miraron sin ocultar su asombro. Pero el huésped no lo advirtió y siguió su relato:
«Todos se habían ido. Los rayos del sol, a través de las altas ventanas ojivales, entraban en los salones vacíos, donde sólo resonaban mis pasos. Permanecí largo tiempo asomado al mirador; del silencioso bosque llegaban los acompasados golpes de las hachas de los leñadores. Tan grande era mi soledad, que, en un momento, se apoderó de mí una indescriptible ansiedad. No pude soportarlo: monté sobre mi caballo y salí de caza para aliviar mi oprimido corazón. »Erré durante mucho tiempo y, finalmente, me encontré perdido en un paraje desconocido entre las montañas. Cabalgaba pensativo, con mi halcón en la mano a través de un prado maravilloso que acariciaban los oblicuos rayos del sol poniente. Las nubes otoñales se movían ligeras en el aire azul y sobre las montañas se oían los cantos de adiós de los pájaros migratorios. »De repente llegó a mis oídos el sonido de varios cuernos de caza que parecían responderse unos a otros desde las cimas.

Algunas voces los acompañaban con un canto. Hasta entonces, ninguna melodía me había conmovido de tal manera, y, aún hoy, recuerdo algunas de sus estrofas, que llegaban a mí a través del viento:
Por lo alto, en bandadas amarillas y rojas Se van los pájaros volando. Los pensamientos vagan sin consuelo ¡Ay de mí, que no encuentran refugio! Y las oscuras quejas de los cuernos, Golpean el corazón solitario. ¿Ves el perfil de los azules montes Que se yergue a lo lejos sobre los bosques, Y los arroyos que en el valle silencioso, Se alejan susurrantes? Nubes, arroyos, pájaros ruidosos: Todo se junta allá a lo lejos. Mis rizos de oro ondean Y florece mi joven cuerpo dulcemente. Pronto sucumbe la belleza; Igual que el esplendor se apaga del verano Debe la juventud inclinar sus flores. Callan alrededor todos los cuernos. Esbeltos brazos para abrazar, Y roja boca para el dulce beso, El cobijo del blanco seno, Y el cálido saludo de amor, Te ofrece el eco de los cuernos de caza. Dulce amor, ven, antes de que callen. »Yo estaba confundido con aquella melodía que había conmovido mi corazón.

Mi halcón, tan pronto como oyó las primeras notas, se intranquilizó, para después desaparecer en el aire y no volver más. Yo, sin embargo, incapaz de resistir, seguí oyendo aquella seductora melodía que confusa, unas veces se alejaba y, otras, llevada por el viento, parecía acercarse.
»Finalmente salí del bosque y divisé delante de mí, sobre la cumbre de una montaña, un majestuoso castillo. Desde arriba hasta el bosque, sonreía un bellísimo jardín, repleto de todos los colores, que rodeaba al castillo como un anillo mágico. Todos los árboles y los setos, encendidos por los tonos violentos del otoño, aparecían purpúreos, amarillos oro y rojos fuego. Altos áster, las últimas estrellas del verano, brillaban allí con múltiples destellos. El sol poniente derramaba sus últimos rayos sobre aquella deliciosa altura, reflejando sus deslumbrantes llamas en las ventanas y en las fuentes. »Me di cuenta entonces de que el sonido de los cuernos de caza que había escuchado poco antes provenía de este jardín. Vi con espanto, en medio de tanta magnificencia, bajo los emparrados, a la doncella de mis sueños, que paseaba cantando la misma melodía. Al verme calló, pero los cuernos de caza seguían sonando. Hermosos muchachos, vestidos de seda, se acercaron a mí y me ayudaron a desmontar. »Pasé a través del arco ligero y dorado de la cancela, directo hacia la explanada del jardín, donde se encontraba mi amada y caí a sus pies, vencido por tanta belleza.

Llevaba un vestido rojo oscuro; largos velos transparentes cubrían sus rizos dorados, que una diadema de piedras preciosas sujetaba sobre la frente.
»Me ayudó a levantarme amorosamente y, con voz entrecortada por el amor y el dolor, me dijo: »-¡Cuánto te amo, hermoso e infeliz joven! Desde hace mucho tiempo te amo, y cuando el otoño inicia su fiesta misteriosa despierta mi deseo con nueva e irresistible fuerza. ¡Infeliz! ¿Cómo has llegado a la esfera de mi canción? Déjame y vete. »Al oír estas palabras fui presa de un gran temblor y le supliqué que me hablara y se explicase. Pero ella no respondió, y recorrimos silenciosos, uno al lado del otro, el jardín. »Mientras tanto, había oscurecido y el aspecto de la doncella se había tornado grave y majestuoso. »-Debes saber -dijo- que tu amigo de la infancia, el cual hoy se ha despedido de ti, es un traidor. He sido obligada a ser su prometida. Sólo por celos te ha ocultado su amor. No ha partido hacia Palestina: mañana vendrá para llevarme a un castillo lejano donde estaré eternamente oculta a la mirada de todos. Ahora debo irme. Sólo nos volveremos a ver si él muere. »Dicho esto, me besó en los labios y desapareció en las oscuras galerías. Una gema de su diadema heló mi vista, y su beso estremeció mis venas con un tembloroso deleite. »Medité con terror las espantosas palabras que, al despedirse, había vertido como un veneno en mi sangre. Vagué pensativo mucho tiempo por los solitarios senderos. Finalmente, cansado, me eché sobre los escalones de piedra de la puerta del castillo.


Los cuernos de caza sonaban todavía, y me dormí combatido por extraños pensamientos. »Cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Las puertas y las ventanas del castillo estaban cerradas, y el jardín, silencioso. En aquella soledad, con los nuevos y hermosos colores de la mañana, se despertaban en mi corazón la imagen de mi amada y todo el sortilegio de la víspera, y yo me sentía feliz sabiéndome amado y correspondido. A veces, al recordar aquellas terribles palabras, quería huir lejos de allí, pero aquel beso ardía aún en mis labios y no podía hacerlo. »El aire era cálido, casi sofocante, como si el verano quisiera volver sobre sus propios pasos. Recorrí el bosque cercano para distraerme con la caza. De improviso vislumbré en la copa de un árbol un pájaro con un plumaje tan maravilloso como jamás lo había visto. Cuando tensé el arco para lanzar la flecha, voló hacia otro árbol. Lo perseguí ávidamente, pero el pájaro seguía saltando de copa en copa, mientras sus alas doradas reflejaban la luz del sol. »Así, fui a parar a un estrecho valle, flanqueado por escarpados riscos. Allí no llegaba la fría brisa y todo estaba todavía verde y florido como en el verano. Del centro del valle salía un canto embriagador. Sorprendido, aparté las ramas de los tupidos matorrales y mis ojos se cegaron ante el hechizo que se manifestó delante de mí. »En medio de las altas rocas había un apacible lago circundado de hiedra y juncos. Muchas doncellas bañaban sus hermosos miembros en las tibias ondas. Entre ellas se encontraba mi hermosísima amada sin velos, que, silenciosa, mientras las otras cantaban, miraba fijamente el agua, que cubría sus tobillos, como encantada y absorta en su propia belleza reflejada en el agua.

Permanecí durante un tiempo mirando de lejos, inmóvil y tembloroso. De golpe, el hermoso grupo salió del agua, y me apresuré para no ser descubierto.
»Me refugié en lo más profundo del bosque para apaciguar las llamas que abrasaban mi corazón. Pero cuanto más lejos huía tanto más viva se agitaba delante de mis ojos la visión de aquellos miembros juveniles. »La noche me alcanzó en el bosque. El cielo se había oscurecido y una tremenda tormenta apareció sobre los montes. "Sólo nos volveremos a ver si él muere", repetía para mí, mientras huía como si me persiguieran fantasmas. »A veces me parecía oír a mi flanco estrépito de caballos, pero yo huía de toda mirada humana y de todo rumor que pareciera acercarse. Al cabo, cuando llegué a una cima, vi a lo lejos el castillo de mi amada. Los cuernos de caza sonaban como siempre, el esplendor de las luces irradiaba como una tenue luz de luna a través de las ventanas, iluminando alrededor mágicamente los árboles y las flores cercanas, mientras todo el resto del paraje luchaba en la tormenta y la oscuridad.

«Finalmente, incapaz casi de dominar mis facultades, escalé una alta roca, a cuyos pies pasaba un ruidoso torrente. Llegado a la cima divisé una sombra oscura que, sentada sobre una piedra, silenciosa e inmóvil, parecía ella misma también de piedra. Rasgadas nubes huían por el cielo. Una luna color sangre apareció por un instante, reconocí entonces a mi amigo, el prometido de mi amada. «Apenas me vio, se levantó apresuradamente. Temblé de arriba abajo. Entonces le vi empuñar su espada. Colérico, me lancé contra él y lo agarré. Luchamos unos instantes y luego lo despeñé. »De repente el silencio se hizo terrible. Sólo el torrente rugió más fuerte como si sepultase eternamente mi pasado en medio del fragor de sus ondas turbulentas. »Me alejé velozmente de aquel horrible lugar. Entonces me pareció oír a mis espaldas una carcajada aguda y perversa que venía de las copas de los árboles. Al mismo tiempo creí ver en la confusión de mis sentidos, al pájaro que poco antes había perseguido. Me precipité lleno de espanto, a través del bosque, y salté el muro del jardín. Con todas mis fuerzas llamé a las puertas del castillo: »-¡Abre -gritaba fuera de mí-, ¡abre, he matado al hermano de mi corazón! ¡Ahora eres mía en la tierra y en el infierno! »La puerta se abrió y la doncella, más hermosa que nunca, se echó contra mi pecho, destrozado por tantas tormentas, y me cubrió de ardientes besos. »No os hablaré de la magnificencia de las salas, de la fragancia de exóticas y maravillosas flores, entre las cuales cantaban hermosas doncellas, de los torrentes de luz y de música, del placer salvaje e inefable que gusté entre los brazos de la doncella.» En este punto, el ermitaño dejó de hablar. Fuera se oía una extraña canción. Eran pocas notas: ora semejaban una voz humana, ora la voz aguda de un clarinete, cuando el viento soplaba sobre los lejanos montes, encogiendo el corazón. -Tranquilizaos -dijo el caballero-. Estamos acostumbrados a esto desde hace tiempo. Se dice que en los bosques vecinos existe un sortilegio. Muchas veces, en las noches de otoño, esta música llega hasta nuestro castillo. Pero igual que se acerca, se aleja y no nos preocupamos de ello. Sin embargo, un estremecimiento sobrecogió el corazón de Ubaldo y sólo con esfuerzo consiguió dominarse.

Ya no se oía la música. El huésped, sentado, callaba, perdido en profundos pensamientos. Su espíritu vagaba lejos. Después de una larga pausa volvió en sí y retomó su narración, aunque no con la calma de antes:
»Observé que, a veces, la doncella, en medio de todo aquel esplendor, caía en una invencible melancolía cuando veía desde el castillo que el otoño iba a despedirse. Pero bastaba un sueño profundo para que se calmase, y su rostro maravilloso, el jardín y todo el paraje me parecían, a la mañana, frescos y como recién creados. »Una vez, mientras estaba junto a ella asomado a la ventana, noté que mi amada estaba más triste y silenciosa que de costumbre. Fuera, en el jardín, el viento del invierno jugaba con las hojas caídas. Advertí que mientras miraba el paisaje palidecía y temblaba. Todas sus damas se habían ido, las canciones de los cuernos de caza sonaban aquel día en una lejanía infinita, hasta que, finalmente, callaron. Los ojos de mi amada habían perdido su esplendor, casi hasta apagarse. El sol se ocultó detrás de los montes, e iluminó con un último fulgor el jardín y los valles. De repente, la doncella me apretó entre sus brazos y comenzó una extraña canción, que yo no había oído hasta entonces y resonaba en toda la estancia con melancólicos acordes. Yo escuchaba embelesado. Era como si aquella melodía me empujase hacia abajo junto con el ocaso. Mis ojos se cerraron involuntariamente: Caí adormecido y soñé. »Cuando desperté ya era de noche.

Un gran silencio reinaba en todo el castillo y la luna brillaba muy clara. Mi amada dormía a mi lado sobre un lecho de seda. La observé con asombro: estaba pálida, como muerta. Sus rizos caían desordenadamente como enredados por el viento, sobre su rostro y su pecho. Todo lo demás, a mi alrededor, permanecía intacto; igual que cuando me había dormido. Me parecía, sin embargo, como si hubiera pasado mucho tiempo. Me acerqué a la ventana abierta. Todo lo de fuera me pareció distinto de lo que siempre había visto. El rumor de los árboles era misterioso. De repente vi junto a la muralla del castillo a dos hombres que murmuraban frases oscuras, y se inclinaban curvándose el uno hacia el otro como si quisieran tejer una tela de araña. No entendí nada de lo que hablaban: sólo oía de vez en cuando pronunciar mi nombre. Me volví a mirar la imagen de la doncella que palidecía aún más en la claridad de la luna. Me pareció una estatua de piedra, hermosa, pero fría como la muerte e inmóvil. Sobre su plácido seno brillaba una piedra similar al ojo del basilisco y su boca estaba extrañamente desfigurada.
»Entonces se apoderó de mí un terror como nunca había sentido. Huí de la alcoba y me precipité a través de los desiertos salones, donde todo el esplendor se había apagado. Cuando salí del castillo vi a los dos desconocidos dejar lo que estaban haciendo y quedarse rígidos y silenciosos como estatuas. Había al pie del monte un lago solitario, a cuyo alrededor algunas doncellas con túnicas blancas como la nieve cantaban maravillosamente, a la vez que parecían entretenidas en extender sobre el prado extrañas telas de araña a la luz de la luna. Aquella visión y aquel canto aumentaron mi terror. Salté aprisa el muro del jardín. Las nubes pasaban rápidas por el cielo, las hojas de los árboles susurraban a mis espaldas, y corrí sin aliento. »Poco a poco la noche se fue haciendo más callada y tibia; los ruiseñores cantaban entre los arbustos.

Abajo, en el fondo del valle, se oían voces humanas, y viejos y olvidados recuerdos volvieron a amanecer en mi corazón apagado, mientras, ante mí, se levantaba sobre las montañas una hermosa alba de primavera.
»-¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? -exclamé con asombro. No sabía qué me había pasado-. El otoño y el invierno han transcurrido. La primavera ilumina nuevamente el mundo. Dios mío, ¿dónde he permanecido tanto tiempo? »Finalmente alcancé la cima de la última montaña. Salía un sol espléndido. Un estremecimiento de placer recorrió la tierra; brillaron los torrentes y los castillos; los tranquilos y alegres hombres preparaban sus trabajos cotidianos; incontables alondras volaban jubilosas. Caí de rodillas y lloré amargamente mi vida perdida. »No comprendí, y aún hoy no lo comprendo, cómo había sucedido todo. Me propuse no bajar más al alegre e inocente mundo con este corazón lleno de pecados y de desenfrenada ansiedad. Decidí sepultarme vivo en un lugar desolado, invocar el perdón del cielo y no volver a ver las casas de los hombres antes de haber lavado con lágrimas de cálido arrepentimiento mis pecados, lo único que en mi pasado era claro para mí. »Así viví todo un año hasta que me encontré con vos. Cada día elevaba ardientes plegarias y a veces me pareció haber superado todo y haber encontrado la gracia de Dios, pero era una falsa ilusión que luego desaparecía. Sólo cuando el otoño extendía de nuevo su maravillosa red de colores sobre el monte y el valle, llegaban de nuevo del bosque cantos muy conocidos.


Penetraban en mi soledad, y oscuras voces respondían dentro de mí. El sonido de las campanas de la lejana catedral me espanta cuando, en las claras mañanas de domingo, vuela sobre las montañas y llega hasta mí como si buscara en mi pecho el antiguo y callado reino del Dios de la infancia, que ya no existe. Sabed que en el corazón de los hombres hay un reino encantado y oscuro, en el cual brillan cristales, rubíes y todas las piedras preciosas de las profundidades con amorosa y estremecedora mirada, y tú no sabes de dónde vienen ni adónde van. La belleza de la vida terrenal se filtra resplandeciendo como en el crepúsculo y las invisibles fuentes, arremolinándose, murmuran melancólicas, todo te arrastra hacia abajo, eternamente hacia abajo.»
-¡Pobre Raimundo! -exclamó el caballero Ubaldo, que había escuchado con profunda emoción al ermitaño, absorto e inmerso en su relato. -¡Por Dios! ¿Quién sois que conocéis mi nombre? -preguntó el ermitaño levantándose como herido por un rayo. -Dios mío -respondió el caballero abrazando con afecto al tembloroso ermitaño-. ¿Es que no me reconoces? Yo soy tu viejo y fiel hermano de armas, Ubaldo, y ésta es tu Berta, a la que amabas en secreto y a la que ayudaste a montar a caballo después de la fiesta en el castillo. El tiempo y una vida venturosa han desdibujado nuestro aspecto de entonces. Te he reconocido sólo cuando comenzaste a relatar tu historia. Jamás he estado en un paraje como el que tú describes y nunca he luchado contigo en el acantilado. Inmediatamente después de aquella fiesta salí para Palestina, donde combatí varios años, y, a mi vuelta, la hermosa Berta se convirtió en mi esposa. Ella tampoco te ha visto jamás después de aquella fiesta, y todo lo que has contado es una vana fantasía. Un malvado sortilegio, que despierta cada otoño y desaparece después, te ha tenido, mi pobre Raimundo, encadenado con juegos engañosos durante muchos años.

Los días han sido meses para ti. Cuando volví de Tierra Santa nadie supo decirme dónde estabas y todos te creíamos perdido.
A causa de su alegría, Ubaldo no se dio cuenta de que su amigo temblaba cada vez más fuertemente a cada una de sus palabras. Raimundo les miraba a él y a su esposa con ojos extraviados. De repente reconoció a su amigo y a la amada de su juventud, iluminados por la crepitante llama de la chimenea. -¡Perdido, todo perdido! -exclamó trágicamente. Se separó de los brazos de Ubaldo y huyó velozmente en la noche hacia el bosque. -Sí, todo está perdido, y mi amor y toda mi vida no son más que una larga ilusión -decía para sí mientras corría, hasta que las luces del castillo de Ubaldo desaparecieron a sus espaldas. Involuntariamente, se había dirigido hacia su propio castillo, al que llegó cuando amanecía. Había amanecido de nuevo un claro día de otoño, como aquel de muchos años antes, cuando se había marchado del castillo. El recuerdo de aquel tiempo y el dolor por el perdido esplendor de la gloria de su juventud se apoderaron de toda su alma. Los altos tilos del jardín susurraban como antaño, pero la desolación reinaba por todos lados y el viento silbaba a través de los arcos en ruinas. Entró en el jardín. Estaba desierto y destruido. Sólo algunas flores tardías brillaban acá y allá sobre la hierba amarillenta. Sobre una rama un pájaro cantaba una maravillosa canción que llenaba el corazón de una gran nostalgia. Era la misma melodía que oyera junto a las ventanas del castillo de Ubaldo. Con terror reconoció también al hermoso y dorado pájaro del bosque encantado. Asomado a una ventana del castillo había un hombre alto, pálido y manchado de sangre.

Era la imagen de Ubaldo.
Horrorizado, Raimundo alejó la mirada de esa visión y fijó los ojos en la claridad de la mañana. De repente, vio avanzar por el valle a la hermosa doncella a lomos de un brioso corcel. Estaba en la flor de su juventud. Plateados hilos del verano flotaban a sus espaldas; la gema de su diadema arrojaba desde su frente rayos de verde oro sobre la llanura. Raimundo, enloquecido, salió del jardín y persiguió a la dulce figura, precedido del extraño canto del pájaro. A medida que avanzaba, la canción se transformaba en la vieja melodía del cuerno de caza, que en otro tiempo le sedujera. Mis rizos de oro ondean Y florece mi joven cuerpo dulcemente, oyó, como si fuera un eco en la lejanía... Y los arroyos que en el valle silencioso, Se alejan susurrantes. Su castillo, las montañas, y el mundo entero, todo se hundió a sus espaldas. Y el cálido saludo de amor, Te ofrece el eco de los cuernos de caza. ¡Dulce amor, ven antes de que callen! resonó una vez más. Vencido por la locura, el pobre Raimundo siguió tras la melodía por lo profundo del bosque. Desde entonces nadie lo ha vuelto a ver.

FIN

Thursday, May 19, 2005

Enrique Gil y Carrasco, un romántico del Bierzo



Enrique Gil y Carrasco fue un gran escritor romántico español, nacido en Villafranca del Bierzo. Se hizo célebre en su época por sus poemas; el primero de ellos, "Una gota de rocío", fue leído en público por su amigo Espronceda, a raíz de lo cual empezaría a ser un reconocido poeta romántico. Pero hubo otro género que estaba en auge en esa época y en el cual Gil y Carrasco destacó también, aunque hoy no sea su faceta más famosa, como tampoco lo es la de poeta; nos estamos refiriendo a los artículos costumbristas, entre los que destacan la leyenda popular de "El lago de Carucedo" u otros como "Los montañes de León", todos ellos muestra de su amor por la tradición y cultura popular de su región natal, el Bierzo. Pero todo lo dicho queda hoy eclipsado ante su gran obra, "El señor de Bembibre", reconocida como tal ya después de su muerte, siendo una pieza importantísima en el género romántico de novelas de caballería, que experimentan un resurgir durante el siglo XIX.
En toda su obra se desprende un apasionamiento profundo, una belleza melancólica e interiorista genial, una exaltación de los valores cristianos y caballerescos, influencia de Chateaubriand y su gran obra "El genio del cristianismo" donde se hace una apología de las virtudes morales y artísticas del catolicismo, y por último su obra transpira un amor y sensibilidad hacia la naturaleza típica del romanticismo, recreándose en los paisajes pátrios.

No dejéis de visitar la página web dedicada a Enrique Gil y Carrasco, de donde he extraído la imágen y las poesías. http://perso.wanadoo.es/jlpv/




Selección poética

Una gota de rocío

Gota de humilde rocío
delicada,
sobre las aguas del río
columpiada.
La brisa de la mañana
blandamente,
como lágrima temprana
transparente,
mece tu bello arrebol
vaporoso
ente los rayos del sol
cariñoso.
¿Eres, di, rico diamante
del Golconda
que en cabellera flotante
dulce y blonda
trajo una Sílfide indiana
por la noche,
y colgó en hoja liviana
como un broche?
¿Eres lágrima perdida
que mujer
olvidada y abatida
vertió ayer?
¿Eres alma de algún niño
que murió
y que el materno cariño
demandó?
¿O el gemido de expirante
juventud
que traga pura y radiante
el ataúd?
¿Eres tímida plegaria
que alzó al viento
una virgen solitaria
en un convento?
¿O de amarga despedida
el triste adiós,
lazo de un alma partida,
¡ay!, entre dos?
Quizá tu frágil belleza,
quizá tus dulces colores,
tus cambiantes y pureza,
y tu esbelta gentileza,
tus fantásticos albores,
son imágenes risueñas
de contento y de ventura,
son citas de una hermosura,
son las tintas halagüeñas
de alguna mañana pura.
Que acaso bella te alzaste
entre el cantar de las aves
y magnífica ostentaste
tu púrpura y oro suaves,
y con ellos te ensalzaste;
que acaso en cuna de flores
viste la lumbre de día,
y blando soplo de amores
te llevó una noche umbría
en sus alas de colores.
Y en la rama sus pendida
de un almendro floreciente
oíste trova perdida,
en el perfumado ambiente
por los ecos repetida.
Ruiseñor enamorado
cantaba encima de ti,
y junto al tronco arrugado
oíste un beso robado
a unos labios de rubí.
Misterios y colores y armonías
encierras en tu seno, dulce ser,
vago reflejo de las glorias mías,
tímida perla que naciste ayer.
Pero es tan frágil tu existencia hermosa
y tu espléndida gala tan fugaz
que es un vapor tu púrpura vistosa
que quiebra el ala de un insecto audaz.
Mañana ¿qué será de tus encantos,
de tus bellos matices, pobre flor?
No habrá pesares para ti, ni llantos,
ni más recuerdo que mi triste amor.
Si tu vida fue un soplo de ventura,
si reflejaste el celestial azul,
no caigas, no, sobre esta tierra impura
desde tu verde tronco de abedul.
Pídele al sol que con su rayo ardiente
disipe por los aires tu vivir
o a un pájaro de pluma reluciente
que recoja en su pico tu zafir.
Que no naciste tú para este suelo,
para trocar en lodo tu beldad;
tú, más baja que espíritu del cielo,
más alta que la humana vanidad.
Quédate ahí pendiente de tu rama
cual blanco mensajero de oración,
que sólo verte la esperanza inflama
y alienta al quebrantado corazón.
Quizá al pasar un ángel solitario
te cubrirá con su ala virginal…
Si caes envolverá frío sudario
tu forma vaporosa y celestial.



La campana de la oración


Trémulo son
vibra en el viento…
¿Es el acento
de la oración?
¿Es que suspira
la brisa pura,
que se retira
por la espesura?
¿Es que cantan las aves a lo lejos
con voz sentida al apagado sol,
bañadas en los últimos reflejos
de su encendido y bello tornasol?
¿Es el blando ruido de las alas
de los genios del día y de la luz,
que van a desplegar sus ricas galas
a otro país de gloria y juventud?
¿Es la voz destemplada del torrente,
que trueca su mugido bramador
en un himno dulcísimo y doliente,
himno de paz, de religión, de amor?
No, que esa voz misteriosa,
como el crepúsculo vaga,
cual la niebla vaporosa,
solitaria y melodiosa,
como la voz de una maga;
Es más que el leve murmullo
del aura que se despide
y besa el tierno capullo
y un instante , más le pide
con melancólico arrullo.
Es más que el triste cantar
de los pájaros pintados,
que contemplan admirados
nube rojiza empañar
del sol los rayos dorados.
Es más que la voz sonora
que es escapa del torrente
y en himno tímido llora
el muerto sol de occidente,
y aguarda el sol de la aurora.
Es más blanda y delicada
que la confusa armonía
del ala tornasolada
del espíritu del día,
en los aires agitada;
Que es la voz de la campana,
voz de la alegría y tristeza,
de alegría en la mañana,
triste en la noche cercana,
sepulcro de la belleza.
Voz que dulce y apagada
en la oscuridad solloza,
O que rica y acerada
corre los vientos alada
y entre misterios se goza;
Que tal vez recuerda el alma
despertada por su son
horas de plácida calma,
en que, solitaria palma,
florecida el corazón.
Y entonces las oraciones
de la infancia bulliciosa
pasan en blanca visiones
cual aéreas ilusiones,
por el alma pesarosa.
Y las dulces confianzas
de solícita amistad,
las doradas esperanzas,
abandono y bien-andanzas
de la venturosa edad.
Y las pláticas de amor
entre flores y verdura,
que cantaba el ruiseñor
y embellecía el pudor
de conturbada hermosura.
Todo en los ecos se mece
del misteriosos metal,
pero confuso aparece
y sin contornos se ofrece
como vapor matinal.
Que son harto delicados
Aquellos suaves placeres
en que yacen apiñados
ensueños idolatrados
con semblante de mujeres.
Porque en otro pensamiento
se miran sobrenadar,
y siguen su movimiento,
cual marchan al sol den viento,
las escuadras por el mar.
Pensamiento, sí, infinito,
que vaga por el espacio,
pensamiento de proscripto,
en las cabañas escrito,
y en la frente del palacio.
Las músicas de la vida,
el silencio del no ser,
y la amarga despedida,
y la queja dolorida
de las hojas al caer.
La idea consoladora
de otro mundo de virtud,
y la madre que nos llora
y que, aún muertos, nos adora
contemplando el ataúd.
La imagen de la doncella
que su fe nos dio al pasar,
y que tal vez nuestra huella
busca en moribunda estrella
con distraído pensar;
Y el ánima desatada
que va a llamar congojosa
a la puerta nacarada
de la mansión perfumada,
donde el querubín reposa;
Y Dios y la majestad,
y el son de las arpas de oro
en la mística Ciudad,
y aquel inefable coro
por toda una eternidad!!
Ideas son que oscurecen
las memorias infantiles,
y ante quienes desaparecen
y en humo se desvanecen
los delirios juveniles.
Encumbrada en gigante campanario,
desde allí enseñorea al huracán,
soberana de un mundo solitario
de grave y melancólico ademán.
¿Por qué, di, tanto gozo en la mañana?
Por que al oscurecer tanto pesar?
¿Por qué en tus ecos, lánguida campana,
haces así mi corazón rodar?
¡Ay! Cantas la esperanza en la alborada,
la fe sencilla del primer amor,
y en la noche las sombras de la nada,
desengaños y dudas y dolor.
Tal vez eres escala luminosa
por do se sube a la espléndida región:
tal vez eres la senda tenebrosa
que guía al ignorado panteón.
Paréceme en las noches mas oscuras
oír entre tus ecos de metal
unas palabras tímidas y puras,
perdidas en tu acento funeral.
Palabras de abandono y confianza,
blando perfume de inocencia y paz,
ideas de fantástica esperanza,
memorias de dulcísima amistad.
Memorias, sí, del malogrado amigo,
del malogrado amigo que perdí,
que repartía su placer conmigo,
y descargaba su amargura en mí.
Que desplegó mi corazón de niño,
como el alba las hojas de la flor,
y suavizó con maternal cariño
mis ideas de luto y de dolor.
¿Quién sabe si abandona su morada
cuando vas a cantar la última luz,
y cruzando la bóveda estrellada
mezcla a tu son el son de su laúd?
¿Quién sabe si hay un punto en el espacio,
de entrambos mundos eternal confín,
más alto que la cresta del palacio,
y postrer escalón del serafín?
……………………………………………
Tú eres campana, el punto misterioso;
sobre la tierra levantado estás,
y tú sin duda al celestial reposo
del espíritu amigo servirás.
Lanza tu voz, desplégala sonora,
pues que en ella le escucha mi pasión;
si es ilusión, campana bienhechora,
¡Ay! Déjame morir en mi ilusión:
Porque es triste perder el ser que amamos,
y los sueños con él perder también …
¿para qué averiguar si deliramos?
¿para qué razonar si obramos bien?
¡Ay! Es tan dulce al alma abandonarse,
y mecerse en memorias de placer,
y luego melancólica lanzarse
a buscar la esperanza en el no ser;
Que Dios sin duda te colgó en el viento,
como flor del perdido corazón,
cual llama, que el helado pensamiento
convierte en un aroma de oración.
Tú que me traes al rayar el día
vagos recuerdos de la bella edad,
y por la noche pálida y umbría
me muestras la confusa eternidad;
Tú que entre sombras y tiniebla vana
evocas una forma celestial…
¡Bendita seas, lúgubre campana!
¡Bendito, sí tu acento funeral!



Un recuerdo de los templarios

Yo vi en mi infancia descollar al viento
de un castillo feudal la altiva torre,
y medité sentado a su cimiento
sobre la edad que tan liviana corre.
Joven ya y pensativo y solitario,
la misma idea esclavizó mi mente,
y del desierto alcázar del templario
en los escollos recliné la frente.
Un tiempo vi de lustre y poderío
escrito en deleznables caracteres,
porque pasó el honor y antiguo brío
como liviana pompa de mujeres.
Pasó porque era puro y grande y noble,
y por eso escupió en su frente al mundo,
que de gloria y virtud corona doble
no sientan bien en su pantano inmundo.
De su pujanza y fama esclarecidas
algunas cruces quedan conservadas,
unas por las murallas esparcidas,
otras en las ruinas sepultadas.
También nos queda un cristalino río
que allá en su juventud azul y puro
velaba con vapores y rocío
el yerto pie de su gigante muro,
y que hoy, más generoso que los hombres,
enfrenta al paso su veloz corriente
en homenaje a los pasados nombres,
en homenaje a la pasada gente.
Esto queda y no más d ellos blasones
con que ornaron el mundo los templarios,
y la yedra y sus lúgubres festones
son hoy de sus cadáveres sudarios.
Pero flota en los mares de la muerte
como encantada nave su memoria,
porque es su nombre levantado y fuerte,
y colosal su portentosa historia.
Quizá sobre la losa de la tumba
se ostenta el mundo libre y generoso,
y la verdad sonora al fin retumba
en el silencio del final reposo.
Así dormid en paz, ¡oh caballeros!,
dormid en paz el sueño de la muerte,
graves y silenciosos y severos,
al amparo del mundo y de la suerte,
porque en el mundo fuisteis peregrinos,
y lúgubres pasasteis e ignorados,
y de nieblas vistieron los destinos
vuestro blasón de nobles y soldados.
No alcanzó el mundo su gigante altura
y os coronó la frente de mancilla …
Dormid en la callada sepultura,
paladines hidalgos de Castilla,
que tal vez por su noche tenebrosa
pasará el sol que iluminó esplendente
la templaria bandera victoriosa
que guarecía la invencible gente.
Grandes y puros fuisteis en la vida,
grandes también os guardará la huesa,
porque es para una raza esclarecida
mágico prisma su tiniebla espesa.
Bien estáis en la tumba, los templarios,
porque si abrierais los oscuros ojos,
y otra vez por el mundo solitarios
de la vida arrastraseis los enojos,
tanto el baldón y mengua y desventura
vierais en él, y tanta hipocresía,
que la seca pupila en su amargura
otra vez a la luz se cerraría.
No parece sino que con vosotros
todo el honor y lealtad llevasteis;
no parece sino que con nosotros
todo el oprobio y vanidad dejasteis,
porque en el día irónicos y secos
y menguados arrástranse los hombres
para llenar sus corazones huecos
del oropel mentido de sus nombres.
Pasó la fe y con ella la inocencia,
y el candor que doraba vuestros años;
pasó la dulce flor de la existencia
cual pasa la niñez con sus engaños.
Hoy las ideas de entusiasmo y gloria
ceden el puesto a viles intereses
y crecen en el campo de la historia
sobre la tumba del honor cipreses.
Y todo sentimiento generoso
vilipendiado rueda por el suelo,
y la fuerza, cual bárbaro coloso,
vela del mundo el funeral desvelo.
En vez del corazón la mente late,
tibia la sangre y pálida circula;
si un rey a su nación lleva al combate,
sobre la muerte y destrucción calcula.
¿Dó están vuestros escudos, caballeros,
la lanza que en los aires rielaba,
los vistosos pendones tan ligeros
que el moribundo sol tornasolaba?
¿Adónde fueron las templarias cruces
que un día vio Jerusalem divina,
y que bañaban con cambiantes luces
la arena de la ardiente Palestina?
¿Dó está el batir sonoro de las palmas
de tantos melancólicos cautivos
que por merced de sus sublimes almas
vían del sol los resplandores vivos?
¿Dónde encuentran amparo las mujeres?
El huérfano, ¿dó encuentra valedores?
¿Dó la cabeza los dolientes seres
reclinan por descanso a sus dolores?
Poblada soledad es hoy el mundo,
pantano que abril viste de guirnaldas,
abismo melancólico y profundo
coronado de aromas y esmeraldas.
Por eso vuestras palmas y laureles
silbó con su raquítica garganta,
y amontonó mentiras y oropeles
para borrar vuestra soberbia planta.
Para baldón y vergüenza
la juventud hoy comienza
do paró vuestra vejez,
más, ¡ah! que en nosotros falta
vuestra hidalguía tan alta
y fama y valor y prez;
y falta vuestra inocencia
y pundonor, y creencia
y religiosa piedad,
y vaga el hombre inseguro
por el crepúsculo oscuro
de la duda y vanidad;
y no hay estrella en sus mares
ni esperanza en sus cantares
ni en su mente porvenir,
porque el mundo que le engaña
en su corazón empaña
el espejo del sentir.
Que en la juventud florida,
bella y desapercibida,
el ánima virginal
en busca va de los hombres,
fascinada con sus nombres
y su apariencia leal;
y ángeles ve en las mujeres,
y amor y luz y placeres
en la senda del vivir,
y por su mágico prisma
mira el mundo que se abisma,
y piensa que va a dormir;
y entonces, fuertes caudillos,
vuestros ánimos sencillos
el alma comprende y ve,
como en mi dorada infancia
vuestra gótica arrogancia
cándido y puro alcancé.
Mas, ¡ay de mí!, los paisajes,
los cambiantes y celajes
de la rica juventud
son no más lánguidos sones
que arrancan los aquilones
de un amoroso laúd,
porque llega el desencanto
en las noches de quebranto,
y con su mano glacial
descorre,
triste y severo,
el pabellón hechicero,
fantástico y celestial
de la vida engañadora
que con falsa lumbre dora
las nieblas del porvenir,
y como encantado velo
sobre nosotros un cielo
despliega de oro y zafir.
¡Pobres dichas juveniles
tan lozanas y gentiles,
de tan suave y puro albor!
¿Por qué sois mentira sólo
y encubridoras del dolo
del universo traidor?
¿Por qué la edad de pureza,
de pasión y belleza
nos ha de engañar también,
y robarnos el sosiego,
y con su aliento de fuego
quemar la cándida sien?
¡Ay!, cuando encantados,
náufragos y derrotados,
pisamos la orilla, al fin,
de sus mares turbulentos
con celajes macilentos
en su nublado confín,
sin amor, sin esperanza,
ni gloria ni bienandanza,
que allá en su seno se hundió,
y en lugar de su hermosura,
y en lugar de la ventura,
que la juventud soñó,
vemos arenal tendido
y pálido y desabrido
que es forzoso atravesar,
sin árboles ni verdura,
sin una corriente pura
donde la sed apagar.
¿Qué es lo que entonces encierra
la desnuda y seca tierra
de esperanza y placer?
¿Qué visiones luminosas,
infantiles y vistosas
pueden, ¡ay!, aparecer?
Aparecen amarillos,
sin fosos y sin rastrillos,
centinelas ni pendón,
vuestros alcázares nobles
con reminiscencias dobles
de hidalguía y religión;
monumentos inmortales
que envueltos en los cendales
de verde yedra se ven,
islas que en el mar de olvido
con ademán atrevido
levantan la antigua sien.
Maravillosas historias
y magníficas memorias
quedan y templaria cruz,
que despiertan las campanas,
melancólicas o vanas,
que cantan la última luz.
Y entonces el alma sueña
con una voz halagüeña
entre el ruido mundanal,
por más que sea muy triste
ver que solamente existe
en la noche sepulcral.



Niebla

Recuerdos de la infancia
Niebla pálida y sutil
que en alas vas de los vientos,
no así callada y sombría
desaparezcas a lo lejos,
en pos de ti correré ,
sin vagar y sin sosiego,
porque está sedienta el alma
de tus sombras y misterios.
Acuérdate, engañadora,
del inocente embeleso
con que, niño embebecido,
contemplaba tu silencio,
por si en él resonaban
perdidos y blancos ecos
de las arpas melodiosas
de las magas de los cuentos.
Crédulo entonces y puro
rasgar intenté tu velo,
pensando que me ocultaba
sus palacios hechiceros,
sus fantásticos pensiles,
sus músicas y torneos,
y los flotantes penachos
de encantados caballeros.
Rasgada en pedazos mil,
cual perdido pensamiento,
te vi envolver cuidadosa
y con solicito anhelo
las almenas carcomidas
del alcázar, que en un tiempo
escándalo fue del mundo
por su pompa y devaneos
sin ver que era vano afán
y descabellado intento
velar sus rotos blasones
y su mutilados fueros
con tu liviano ropaje,
y más liviano deseo;
y con todo alguna vez
el sol te daba contento
reverberando apacible
del torreón altanero
en el musgo húmedo y triste;
roja chispa de su fuego,
que después tú disfrazabas
hasta mentir el reflejo
de perfilada armadura
de rutilante yelmo.
¡Cuántas veces me engañaste
con dolosos sortilegios,
haciéndome atropellar,
desapoderado y ciego,
las ruinas del castillo,
cándido infante, creyendo
mirar de pie en su poterna
membrudo y alto guerrero
como lúgubre guardián
de la prez de sus abuelos!
¡Cuántas veces ¡ay! Mis lágrimas
por tus mentiras corrieron
al ver que mi fantasía
y mi dulcísimo ensueño
tornábase en mis manos
manojo de musgo seco,
que en vagas ondulaciones
flotaba a merced del viento!
Y a la verdad no era mucho
que el sol oyera tu ruego;
porque nunca le engañaste
para mostrarte severo:
y, a pesar de tus engaños,
yo te adoraba en extremo.
Y aún te adoro, parda niebla,
porque excitas en mi pecho
memorias de bellos días
y purísimos recuerdos;
porque hay fadas invisibles
en el vapor de tu seno,
y porque en ti siempre hallé
blando solaz a mi duelo.
¡Ay del que pasó la infancia
a sus ilusiones muerto!
¡Ay de la flor que fragancia
consume y pura elegancia
en apartado desierto!
¡Ay del corazón de niño
que se abrió sin vacilar,
sin reserva y sin aliño,
pidiendo al mundo cariño,
y no lo pudo encontrar!
Niebla que fuiste mi amor
y de mi infantil desvelo
amparo consolador,
que sola bajo el cielo
comprendías mi dolor;
¡Qué mucho que yo te amara,
yo, desterrado del mundo,
que en ti perdido vagara,
y a ti sola confiara
mi desamparo profundo!
Tú a mi espíritu algún día
dabas tus húmedas alas,
y, demente de alegría,
el vago viento corría
descomponiendo tus galas.
Cuando, en el llano tendida,
los contornos de los montes
ocultabas atrevida,
fingiendo en los horizontes
vaga mar desconocida;
y de la verde montaña,
que asomaba la cabeza
con altiva gentileza,
isla formabas extraña
de delicada belleza:
bogaba la fantasía
por tu misteriosos mar,
y en su ignorancia creía
la virgen isla lugar
de ventura y alegría.
Y crédula soñaba
puerto en la vida seguro,
y desde allí imaginaba
un porvenir que llegaba
sereno, radiante y puro.
En tu piélago tal vez
de gótica catedral
la fábrica colosal
flotaba con altivez,
fortaleza feudal.
Y el ánima embebecida
en entrambas se fijaba.
Y ya la veleta erguida,
ya la almena esclarecida
solitaria acompañaba.
Que en los mares de ella edad
no flotan, no, de otra suerte
mundana pompa y beldad,
hasta que en la oscuridad
relumbra el sol de la muerte.
Todo confuso y borrado
en tu seno aparecía,
vaporoso y nacarado
y en celajes mil velado
como luna en noche umbría.
Y la mente virginal
que sólo a ver alcanzaba
las rosas en el zarzal
y otros vientos no soñaba
que la brisa matinal;
Tus enigmas resolvía
a favor de la inocencia,
y calma tan sólo veía,
y solamente escondía
amor sin fin y creencia.
Que hay una edad placentera
de vistosos arreboles,
pura como azul esfera,
de espléndida primavera
y mágicos tornasoles.
En que se goza el dichoso
porque en la dicha confía,
en que se goza el lloroso
viendo fanal luminoso
allá en el bruma sombría.
De pura nieve y carmín
formada está el alma nueva:
no es mucho, pues, que se atreva
con el destino, y que beba
en las copas del festín.
Vaga niebla sin color,
no es mucho que vea en ti
serenas noches de amor,
labios de ardiente rubí
y verdes prados en flor.
No es mucho; porque ilusiones
de tan vistoso jaéz
pasan tan sólo una vez
para velar sus blasones
en perpetua lobreguez.
Su blanca luz placentera
brilla un instante no más,
y en la amorosa carrera
de juventud hechicera
no vuelve a lucir jamás.
Niebla, ya no puedo ver
en tu misteriosos espejo
los vergeles del placer,
que el corazón está viejo
de quebranto y padecer.
Pasó mi infancia muy triste,
más pasa mi juventud;
que entonces tú me acogiste,
y hoy mi ventura consiste
en la paz del ataúd.
Mas, ya que has sido mi amor,
envuélveme con tu velo,
dame sombras y consuelo,
que tú sola mi dolor
has comprendido en el suelo.

La trilogía campesina de Sepp Hilz


Trilogía campesina, parte central - Sepp Hilz

En esta obra genial de Sepp Hilz (nacido en Baviera en 1906), titulada "Trilogía campesina" (“Bäuerliche Trilogie”, 1941), podemos apreciar perfectamente este espíritu romántico, popular, bello y sencillo, que emana de lo profundo de nuestras tradiciones. En este caso nos encontramos con una obra vinculada a la cultura germana y su campesinado, concretamente a esa región tan bella y peculiar que es Baviera, con sus montañas, sus cantos (jodler) y sus trajes tradicionales.