Tuesday, June 23, 2009

El canto de la campana - Friedrich Schiller






"...el maravilloso Canto de la campana, el más religioso, el más humano y el más lírico de todos los cantos alemanes, y quizá la obra
maestra de la poesía lírica moderna."
M. Menéndez Pelayo










DAS LIED VON DER GLÖCKE
Johann Christoph Friedrich von Schiller



Firmemente fijado en la tierra, tapiado con obra de ladrillo,
Se alza el molde, de arcilla cocida.
Hoy nacerá la campana.
Mozos de la [fundición], ¡rápido, manos a la obra!.
El sudor ardiente
Deberá correr por la frente
Si la obra debe alabar al maestro
Pero sólo el cielo podrá bendecirla.

La tarea que vamos a acometer
Bien merece unas serias palabras.
Si le acompañan buenas palabras
El trabajo se hará con más brío.
Contemplemos ahora con diligencia
Lo que nuestras débiles fuerzas van a crear:
Hay que despreciar al mal hombre
Que nunca ha reflexionado sobre lo que hace,
Porque lo que adorna al hombre
Aquello por lo que se le dio la razón
Es el poder sentir en lo profundo de su corazón
Lo que hace y crea con sus manos.

Coged leños hechos con el tronco de una pícea,
Y procurad que sean bien secos
Para que la llama, comprimida,
Penetre en la tobera.
Cuando el cobre hierva, ya fundido,
Añadid, raudos, el estaño
A fin de que el denso caldo
Fluya como lo requiere la colada.

Lo que construyan nuestras manos
Con la ayuda del fuego, en el profundo foso de colada,
En su estancia en lo alto del campario
Dará sonora fe de nosotros.
Y todavía perdurará en días lejanos, por venir,
Llegando al oído de muchos hombres,
Afligiéndose con el afligido y
Uniéndose al coro de los oficios divinos.
Lo que aquí abajo el voluble destino
Depare al hombre
Resonará en la corona de bronce,
Quien lo propagará para edificación de todos.

Veo saltar burbujas blancas,
¡Bien! Las masas de metal ya están fundidas.
Mezclad ahora con ellas las sales de potasa,
Que así se acelerará la colada.
Y de espuma
Tiene que estar limpia la aleación,
Para que, siendo puro el metal,
La voz de la campana resuene clara y plena.


Porque es con sonido festivo y alegre
Que ella saluda al recién nacido querido
En los primeros pasos de su vida
Que realiza en brazos del sueño.
En el seno del tiempo, duermen todavía
Sus destinos, los acíagos y los resplandecientes,
Mientras los tiernos cuidados del amor de su madre
Velan su mañana dorada. –
Los años pasan volando, rápidos como flechas.
El chico se separa orgullosamente de la niña
Para precipitarse, impetuosamente, en la vida
Y varear el mundo con su bastón de caminante
Regresa, hecho un extraño, a su hogar,
Para descubrir ante sí,
Como una criatura celestial, la niña, convertida en joven doncella,
Maravillosa, en el esplendor de su juventud,
Con mejillas ruborizadas y recatadas.
Embarga entonces un anhelo desconocido
El corazón del muchacho, vaga solo,
De sus ojos brotan lágrimas y
Rehúye las filas revoltosas de sus hermanos.
Ruborizándose sigue los pasos de la chica,
Se siente feliz cuando ella le saluda.
Busca lo más hermoso que los campos pueden ofrecerle
Para adornar con ello su amor.
¡Oh! Tierno anhelo, dulce esperanza,
la época dorada del primer amor,
Cuando el ojo ve ante sí abierto el cielo
Y el corazón desborda de felicidad.
¡Oh! ¡Ojalá pudiera verdear siempre
Esa bella época del amor joven!


¡Los tubos de ventilación ya se vuelven de color tostado!
Sumergiré esta vara de hierro,
Y si sale recubierta de una capa vidriosa,
Es que habrá llegado el momento de hacer la colada.
¡Ahora!, mozos, ¡Al tanto!
Comprobadme la aleación,
Mirad si lo duro con lo dúctil
Se ha unido, en buena señal.


Pues, donde el rigor con la ternura,
Y lo fuerte con lo débil se hayan unido,
Ahí habrá un buen sonido.
Por ello, el que vaya a atarse para siempre,
¡Que pruebe, antes, si el corazón se aviene al corazón!
La pasión es corta, el arrepentimiento, largo.
La guirnalda virginal juguetea
Con gracia en los rizos de la novia,
Cuando las campanas de la iglesia,
Con claro sonido, llaman invitando al esplendor de la fiesta.
¡Ah! La más hermosa fiesta en la vida de cada uno
También es la que pone fin a la primavera de nuestras vidas.
Con el cinturón, con el velo,
También se rasga la bella ilusión.
¡La pasión huye,
El amor debe permanecer!
Cuando la flor se marchita,
Le llega al fruto el momento de crecer.
Al hombre le corresponde salir
A la vida hostil:
Debe obrar y luchar
Y plantar y producir,
Servirse de ardides y quitar por la fuerza
Debe osar y apostar
Si quiere conquistar la felicidad.
Entonces fluye una abundancia infinita,
El granero se llena con preciosos bienes,
Crecen las estancias, se ensancha la casa,
Y en ella reina
La recatada ama de casa,
La madre de los hijos,
Y gobierna sabiamente
La casa y a los que en ella moran,
Instruye a las hijas,
Y refrena a los chicos.
No dejan de moverse ni un momento
Sus manos laboriosas.
Y con su ordenada mente
Va multiplicando las ganancias.
Y llena de tesoros las arcas fragantes
Y enrolla el hilo alrededor del ronroneante huso,
Y en el ropero de pulcro acabado va atesorando
La lana reluciente, el lino inmaculadamente blanco,
Y da a lo bueno, brillo y esplendor,
Y nunca descansa.


Y el padre, con mirada satisfecha,
Desde la estancia más alta de la casa
Cuenta y recuenta su suerte floreciente,
Contempla los postes de madera de sus cercas, irguiéndose derechos,
Y los llenos recintos de sus pajares y heniles,
Y los graneros, doblándose bajo el peso de la bendición de los campos
Y las suaves olas de los trigales,
Y dice, con palabras llenas de alarde:
„¡Firme como la tierra,
Resistente a la desdicha,
Se alza la magnificencia de mi casa!“
Pero con las fuerzas del destino
No puede alcanzarse un pacto eterno
Y la desdicha se abate, rauda, sobre él.


¡Bien! La colada puede empezar:
La muestra del caldo se ve bellamente dentada;
Pero antes de hacerle fluir,
¡Recemos una pía oración!
¡Destapad, con certero golpe, la piquera!
¡Que Dios proteja el edificio!
Humeantes, caen a chorro las olas de fuego pardo
En el canal de la colada.

Benéfico es el poder del fuego
Cuando el hombre lo vigila y domeña.
Lo que hace, lo que crea
Se lo debe a esta fuerza divina.
Pero esta fuerza, regalo del cielo, se hace aterradora,
Cuando, liberándose de sus cadenas,
Avanza, la hija libre de la naturaleza,
Siguiendo sólo sus propias sendas.
¡Ay del hombre, si, ella, moviéndose a su antojo,
Y creciendo sin ninguna resistencia,
Por las callejuelas concurridas
Va propagando el monstruoso incendio!
Pues los elementos odian
Todo lo que la mano del hombre haya creado.
De las nubes
Brota la abundancia,
Cae la lluvia,
De las nubes, sin elegir a dónde irá,
¡Cae el rayo!
¿La oís gemir en lo alto del campanario?
¡He aquí la tormenta!
Rojo como la sangre
Está el cielo,
¡No es el fulgor del día!
¡Qué alboroto
En las calles!
¡Nubes de vapor se elevan!
Con llama trémula va ascendiendo la columna de fuego,
Avanza por la larga calle,
Creciendo con la fuerza del viento.
Hirviendo, como si saliera de las fauces de un horno,
El aire arde, las vigas crujen,
Caen los postes, vibran las ventanas,
Lloran los niños, las madres corren de un lado para el otro,
Y bajo los escombros,
Gimoteos de animales.
Todo corre, huye, se pone a salvo,
La noche se ilumina como el día;
Llevado por la larga cadena de las manos,
Que compiten, para ser cada cuál la más rápida,
Vuela el cubo de agua, y, formando altos arcos,
Brotan manantiales, chorros de agua.
Se acerca volando la tormenta, aullando
Busca la llama rugiente
Que, crepitante sobre el seco fruto,
Invade los graneros
Y la seca madera de las vigas.
Y la tormenta, como si, con su soplido
Quisiera llevarse consigo, en su huida poderosa,
todo el peso con el que carga la tierra,
Crece, gigantesca,
Hasta lo alto del cielo.
Sin esperanza
Cede el hombre ante la fuerza de los dioses:
Con impotencia ve, y con estupor,
Cómo perecen sus obras.

Devastado por el incendio y abandonado
Está el lugar,
Áspero lecho de salvajes tormentas,
En los desiertos huecos de las ventanas
Habita el espanto
Y las nubes del cielo, desde lo alto
Miran adentro.


Una última mirada
A la tumba
De sus bienes
Echa el hombre –
Y después, con ánimo alegre, toma su bastón de caminante.
Por más que el fuego se lo haya robado todo,
Un dulce consuelo le queda:
Cuenta las cabezas de sus seres queridos
Y, ¡mira!, nadie falta a su recuento.

En la tierra se ha acogido el metal fundido,
Felizmente, el molde se ha llenado como debía.
¿También saldrá bella a la luz,
Haciendo que hayan valido la pena arte y fatigas?
¿Y si la colada ha ido mal?
¿Y si el molde ha reventado?
¡Ay! Mientras todavía nos agarramos a la esperanza,
La desdicha, tal vez, ya nos ha golpeado.

Al oscuro seno de la tierra sagrada
Confiamos la obra de nuestras manos,
Confía el labrador su semilla
Esperando que germine
En mies bendita, según los designios del Cielo.
Una semilla aún más preciosa guardamos
Con duelo y llanto en el seno de la tierra,
Esperando que, levantándose de los ataúdes,
Florezca a un destino más hermoso.

Desde la catedral,
Con toques pausados, llenos de inquietud,
Tañe la campana
Un canto fúnebre.
Sus toques luctuosos acompañan, con gravedad,
A un peregrino en su último viaje.

¡Ay! Es la esposa, la amada,
¡Ay! Es la madre fiel,
A quien el negro príncipe de las sombras
Aparta de los brazos de su esposo,
Del tierno grupo de los hijos
Que ella le dio en la flor de sus años,
A los que vio crecer, junto a su pecho fiel,
Con satisfacción de madre –
¡Ay! Los tiernos lazos que unían la casa
Se han roto para siempre jamás,
Pues ella, la que fuera la madre de la casa,
Mora ahora en el país de las sombras,
Pues falta su fiel gobierno
Ni vela por ellos su preocupación solícita.
En este lugar huérfano reinará
La extraña, vacía de amor.

Hasta que la campana se haya enfriado
Dejad reposar el duro trabajo.
Como el pájaro en el follaje,
Así se divierta cada uno.
A la luz titileante de las estrellas
Libre ya de cualesquiera deberes,
El mozo escucha tocar a vísperas,
Pero el maestro tendrá que proseguir con el duro trabajo.

A lo lejos, en la agreste foresta, el caminante
Aprieta con viveza el paso
Camino de su querida cabaña natal.
Balando regresan
Las ovejas al establo
Y las manadas de vacas,
De ancha frente y pelo lustroso,
Llegan mugiendo,
Al sentir, cercanos ya, sus acostumbrados establos.
Cargado de grano,
Traqueteando pesadamente,
Entra el carro en el granero;
Sobre los haces de espigas,
Descansa la guirnalda
De flores multicolores,
Y los jóvenes segadores
Corren al baile.
Se van apaciguando calle y mercado,
Y los moradores de la casa
Se reúnen alrededor de la cálida llama de la luz,
Mientras las puertas de la ciudad se cierran chirriando.

La tierra se
Cubre de negro,
Pero al seguro ciudadano no le espanta
La noche
Que despierta al horrible malhechor
Porque el ojo de la ley está vigilante.

Orden sagrado, benéfico
Hijo del cielo, que une lo igual
Con alegría, ligereza y libertad,
Que inició la construcción de las ciudades
A las que luego llamó a los salvajes insociables
Que moraban en los campos incultos,
Y entrando en las cabañas de los hombres
Les avezó a costumbres apacibles
Y tejió el más precioso de los lazos:
La necesidad de tener una patria.

Mil manos laboriosas se mueven activas,
Se ayudan mutuamente en alegre unión
Y en este ajetreo fogoso
Se hacen manifiestas todas las fuerzas desplegadas.
Bregan maestro y mozo
Bajo la sagrada protección de la libertad.
Cada uno está contento con su sitio
Y se enfrenta al faccioso que tal cosa desprecia.
El trabajo adorna al ciudadano
Y la prosperidad es la recompensa de su esfuerzo,
Si al rey le honra su dignidad
A nosotros nos honra la laboriosidad de nuestra manos.


Paz preciosa,
Dulce concordia,
¡Quedaos, quedaos
Amigablemente sobre esta ciudad!
¡Que nunca llegue el día
En el que las hordas de la guerra feroz
Recorran desenfrenadas este apacible valle,
En el que el cielo
Al que pinta encantadoramente
El suave rojo del atardecer
Refleje con espanto el salvaje incendio
De pueblos y ciudades!

Rompedme ahora este envoltorio,
Ha cumplido con su propósito,
Para que ojo y corazón puedan regalarse
Con la perfección de esta obra.
Golpead, golpead con el martillo
Hasta que estalle la capa del molde:
Para que la campana resurja a la vida
Debe romperse en añicos el molde.

El maestro sabrá romper el molde
A su debido tiempo, con avezada mano,
Pero, ¡Ay si el metal fundido
Se libera a sí mismo en torrentes ardientes!
Ciego de furia, con el estruendo del trueno,
Revienta el edificio hendido,
Y como si surgiera de las fauces abiertas del infierno
Escupe destrucción e incendio.
Doquiera que reine sin sentido la fuerza bruta
No podrá formarse ninguna estructura:
El bien común no puede prosperar
Cuando los pueblos se liberan a sí mismos.

¡Ay, si en el seno de las ciudades
En silencio se ha ido acumulando la yesca,
Y el pueblo, rompiendo sus cadenas,
Recurre, con espanto, a las armas para ayudarse a sí mismo!
Es entonces cuando la revuelta, tirando de las cuerdas de la campana,
Resuena aullando,
Y, bendecida únicamente para dar de sí sones de paz,
Entona la consigna de la violencia.

¡Libertad! ¡Igualdad! se oye resonar,
El apacible ciudadano corre a las armas,
Las calles se llenan, y los edificios públicos,
Rondan sin rumbo bandas de asesinos,
Y las mujeres se convierten en hienas
Y se divierten con el horror,
Y desgarran con dientes de pantera,
Aún palpitante, el corazón del enemigo.
Ya no hay nada sagrado, se rompen
Todos los lazos impuestos por el temor reverencial,
El bueno cede su sitio al malvado,
Y todos los vicios imperan a sus anchas.

Despertar al león es peligroso,
Mortífero es el diente del tigre,
Pero el más horrible de los horrores
Es el hombre en su locura.
¡Ay de aquellos que presten al irremediablemente ciego
La antorcha celestial de la luz!
Porque ella no le va a iluminar, sólo podrá prender fuego
Y convertirá en cenizas ciudades y países.

¡Dios me ha dado la alegría!
¡Mirad! Cual astro dorado,
De su vaina de arcilla, liso y reluciente,
Se va pelando el corazón de metal.
Desde la corona hasta su boca
Brilla como los rayos del sol,
También los pulcros rótulos de los blasones
Alaban al experto artífice.


¡Entrad!, ¡Entrad!
Mozos todos, cerrad el corro,
Para bendecir, al tiempo que la bautizamos, a la campana:
Concordia sea su nombre,
Y que[, a su son,] la comunidad se reúna, llena de amor,
En la concordia y la comunión de los corazones.

¡Que éste sea, de hoy en adelante, su oficio,
Para el que la ha creado el maestro!
Que la vecina del trueno flote
En la azul bóveda celeste,
Elevándose, alta, por encima de la baja vida terrestre,
A tocar del mundo de las estrellas,
Sea ella una voz que resuene desde lo alto,
Como la hueste reluciente de los astros
Que alaban, en su carrera, a su creador
Y dirigen el año coronado.
Que su boca de metal se dedique
Sólo a lo eterno y serio.
Y que a cada hora, con sus rápidas alas,
Toque fugazmente el tiempo.
Preste su boca al destino
Y ella misma sin compasión, sin corazón,
Acompañe con su vaivén
Las variadas vicisitudes de la vida.
Y del mismo modo que el sonido se va apagando en el oído
Después de resonar poderosamente desde su boca,
Así enseñe que nada permanece,
Y que todo lo terrenal se desvanece.

Ahora, con la fuerza de la soga,
Sacádmela de su fosa,
Para que se eleve hasta el reino del sonido,
Hasta el aire del cielo.
¡Tirad! ¡Tirad! ¡Levantadla!
Ya se mueve, ya flota:
Signifique alegría para esta ciudad,
Paz sea su primer tañido.

Ludwig Richter - Das Lied von der Glöcke



Tarragona, enero 2005



Edición:

→ Schillers Werke. Nationalausgabe. Zweiter Band. Teil I: Gedichte in der Reihenfolge ihres Erscheinens (1799-1805) - der geplanten Ausgabe letzter Hand (Prachtausgabe) - aus dem Nachlaß (TEXT). Herausgegeben von Norbert Oellers. Weimar: Hermann Böhlaus Nachfolger, 1983. Pàgines 227-239.


Traductores:

Versos 1-146: → Serap Ermiş, Nora Heidemann, Frances Plówka, y Gemma Rovira Gili.

Versos 147-310: → Alexandra Álvarez Podio, Marko Bliesener y Julia Dorn.

Versos 311-426: → Katharina Busemann, Daniela Lippert y Maria Elena Pàmies i Arribas.

Corrección de la traducción: → Macià Riutort i Riutort.


Ilustraciones: Das Lied von der Glöcke, Ernst E. Oehme

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