Saturday, April 15, 2006

Parsifal de Wagner

PARSIFAL
Por Dietrich Eckart



Los coros solemnes rebosantes de fervor sacro, y en medio el grito desesperado de un alma inocente; la risa estridente del pecado; y como eco al sollozo y los lamentos de arrepentimiento, la locura demoníaca de la envidia llena de odio y la llamarada clamorosa de una líbido sensualísima; los sonidos de las campanas de la fe y el lamento furioso de la desesperación. Todo esto se junta en un mar de sonidos enormes que riñen y luchan entre sí, desde el cielo hacia la tierra y otra vez hacia el cielo, gozando y quejándose, y finalmente un acorde sublime, reconciliador, ínunda el todo y con fuerza arrolladora abraza los sonidos inciertos y los funde con la armonía divina del amor que redime al mundo y a los hombres.
El augusto canto de amor, este canto del amor sublime se llama Parsifal y une, con maravillosa plasticidad, todo lo que el corazón humano, desde los albores de la vida, ha esperado y temido, ha sufrido y conquistado.
El misticismo misterioso del Cristianismo forma la base, y el encanto seductor del mito forma el soporte, pero el alma de la obra es el hombre mismo, el hombre mortal que eternamente lucha, soñando con el cielo. Como Amfortas, también el débil pecador pide perdón, como Klingsor, el espíritu maligno engaña a los demás y a sí mismo, y como Kundry, la mujer pecadora, se ríe de su propio tormento, y como Parsifal, el noble mártir pasa a través de este valle de lágrimas y su corazón llameante reconcilia las miserias del mundo. La lanza milagrosa, ese símbolo sublime, cierra la herida del rey y también nuestras heridas, y la gloria resplandeciente del GRIAL derrame también sobre nuestros pechos la esperanza consoladora de un futuro purificado.
¡Parsifal! ¡Dulce sonido! Todo un mundo se eleva a través de tu encanto, y delante del ojo ebrio una imagen sigue a la otra.
Un obscuro bosque nos recibe con sus enormes árboles y salvajes matorrales. El sol envía apenas su luz a través del ramaje e ilumina dolorosamente una cabaña en ruinas. Delante del umbral está sentada una mujer, cara arrugada por las preocupaciones, cabellos encanecidos por los disgustos. A sus pies, “acostado dulcemente sobre el musgo blando”, descansa un niño de rubios rizos, duerme pacíficamente y sueña. ¡Herzelaide y Parsifal! ¡Madre e hijo!. Sus lágrimas mojan al durmiente, sus suspiros se extinguen en el bosque. Ningún oído humano oye sus quejas por la felicidad perdida en su juventud. ¿Dónde está Gamuret, su amado esposo, el héroe victorioso? Cayó en la batalla. Hace mucho tiempo que su cuerpo está pudriéndose. ¡Oh! Este mundo que le quitó el ser más querido y también amenaza, quizás, a su último bien, su joya, Parsifal, el hermoso niño. Con fervor ruega a Dios que ningún pie extraño irrumpa en la soledad en que se ha refugiado y que en el corazón del chico nunca se despierte la ardorosa inquietud de la que fue víctima su padre. Es por eso que le educó con ingenua simpleza y es por eso que le ocultó todo lo que ella había sufrido en aquél entonces. No sabe nada de su padre, nada de armas y luchas, los animales y los árboles del bosque son el único mundo que él conoce. Debe pertenecer sólo a ella porque la vida del hijo es también su vida. Se levanta lentamente, besa, bendiciéndole, la frente del chico y corre absorta hacia el fondo oscuro del bosque a recoger bayas y raíces para la miserable comida. El sol se oculta y unas sombras hoscas se arrastran intrépidas hacia la luz, sólo en la lejanía brilla aún algo, y ese resplandor se acerca más y más. Se escucha un pisoteo de caballos y unos caballeros resplandecientes llegan a rienda suelta cerca de la choza. El muchacho se despierta, se incorpora y mira con asombro los adornos suntuosos. Sus ojos se inflaman de deseo y con el candor de la simpleza se acerca y toca las armas. Pero los hombres se ríen y se alejan al galope. La sangre de su padre hierve en su interior e inconscientemente se despierta en él el deseo de parecerse a esos caballeros. ¡Vamos! Antes que desaparezcan para siempre. ¡Pobre Herzelaida! Ligero como un corzo corre Parsifal por el bosque obscuro y la cabaña solitaria queda cada vez más lejos. No conoce el miedo porque nadie se lo enseñó, no conoce el cansancio porque es fuerte como un oso. Sin embargo no logra alcanzar a los caballeros. A veces le parece ver el resplandor de las armas y con fuerza duplicada corre y corre. “Llega la noche, otro día y luego otras noches y otros días” pero él no se desanima nunca. Dobla una rama de sauce a guisa de arco y aprovecha una raíz fibrosa como cuerda; con piedras puntiagudas y madera se fabrica unas flechas, unos enseres toscos, pero él sabe aprovecharlos. Tira sobre todo lo que vuela. Unos hombres robustos le atacan pero su fuerza aplasta a ladrones y gigantes. Y ¡adelante! Debe alcanzar a los caballeros. El bosque obscuro se vuelve más claro y, de improviso, unos sonidos estremecedores y largos llenan el aire. Parsifal escucha los raros sonidos que poco a poco se van extinguiendo en la brisa matutina. Ni sospecha que sus pies están pisando un lugar sagrado, el territorio del GRIAL Sólo los hombres puros pueden encontrar el camino que lleva al lugar donde una elegida comunidad de Caballeros vive consagrada a las obras de la Fe.
La bendición de Dios protege el lugar y el maravilloso castillo que corona la cumbre de la montaña. Se denomia Monsalvat y fue construido por Titurel, el primer rey de aquella pía Congregación.
"Porque ante él, cuando la astucia y poder de enemigos feroces amenazaban el reino de la fe pura, ante él se inclinaron en aquel tiempo, en una santa y obscura noche, los Mensajeros del Redentor: de este sagrado y generoso Cáliz bebió durante la última cena, y en esta Copa consagrada, cayeron las gotas de su divina sangre cuando estaba clavado en la cruz, y la lanza que le hirió, la entregaron al rey para su custodia, los testigos del sublime milagro. Él elevó un santuario para la Santa Reliquia".
El cáliz lleno de gracia, el GRIAL, en determinadas horas se ilumina de una aureola milagrosa y protege a sus caballeros puros de inexorables enfermedades y de la misma muerte. La lanza divina defiende el territorio con su poder invencible, y quien la arroja ve caer a sus enemigos.
Así estaban las cosas cuando Titurel, ya envejecido por las fatigas, cedió el poder a su hijo Amfortas. Hacía falta un brazo fuerte y joven porque en los confines del castillo acechaban la ruina y el pecado. Klingsor, un mago poderoso, amenazaba a los caballeros con medios diabólicos. Unos años antes se había acercado con humildad simulada y había suplicado que le admitieran en la congregación de los hermanos. Deseaba hacer penitencia para llegar a ser santo, pero al no poder suprimir el pecado en sus adentros, se había mutilado ignominiosamente para ahogar así sus impulsos sensuales. Y así, el dos veces engañado, con rabia envidiosa había transformado un desierto en un jardín de placeres, animado por mujeres de maravillosa belleza, quienes debían seducir a los caballeros con sus encantos pecaminosos. Si a él no se le permitía evitar la perdición, tampoco los demás podrían beneficiarse de la Gracia y así su obra diabólica prosperaba debido a que muchos caballeros no lograban resistir las tentaciones maléficas, cayendo en las redes placenteras y siendo eternamente condenados. A fin de refrenar la llaga de la magia, Amfortas se puso en camino con sus fieles y con la sagrada lanza en el valiente puño, penetró en el territorio de Klingsor. Pero también él, el héroe fuerte, no pudo sustraerse a las artes del maestro experto. Mientras el rey se iba acercando solo al castillo embrujado, una mujer de rara belleza se le acercó y fascinó sus ojos y su corazón. Con abulia cayó él en sus brazos y el arma que debía protegerle resbaló de su mano. Entonces Klingsor saltó desde un matorral y su mano profana arrojó la lanza sagrada. Demasiado tarde corrieron los fieles: de una profunda herida salía ya la sangre del rey. Riéndose desapareció Klingsor llevando en su poder el precioso botín.
Los serviciales escuderos irrumpieron en ayuda de los caballeros anonadados por el dolor y sólo a duras penas Gurnemanz, el más anciano de los guardianes del GRIAL, logró cubrir la huida del rey, luchando contra los enemigos, sus compañeros en el pasado.
Grandes fueron las lamentaciones de Titurel por la herida del hijo que no quería cerrarse nunca. En vano iban los caballeros, especialmente el valiente Gawan, en busca de plantas salutíferas. Unos caían en manos de Klingsor, y otros volvían a la patria, después de un largo viaje, sin haber conseguido ningún remedio. En vano Kundry, dotada de misteriosa magia, cabalgaba por los países lejanos. El bálsamo que ella traía no lograba tampoco sanar la herida. El dolor no disminuía jamás, pero el corazón de Amfortas sufría todavía más atormentado por el arrepentimiento. Él, el único pecador entre los puros, debía diariamente cumplir con sus deberes de rey y tenía que descubrir el GRIAL lleno de gracia que sólo a él negaba su prodigio, sólo le alejaba la muerte, la muerte que él invocaba con ardor. En las horas de mayor desaliento, olvidaba hasta las palabras esperanzadoras que una vez había escuchado durante su fervorosa oración delante del GRIAL. Un sonido celestial vibraba en la cúpula del templo y claramente resonaba la consolación misteriosa.
"Iniciado por la piedad el ingenuo puro. Espera a quien yo elegí. ¿Quién es su salvador y cuando llegará?"
Con ansia los caballeros esperan la hora del consuelo y mientras ésta no llega no escatiman remedio alguno para atenuar el dolor del rey. La mayor preocupación que tienen es Klingsor que ya posee la lanza sagrada y cada día se vuelve más audaz, y con más confianza en sí mismo, y cree que ya está cerca el momento en que pueda adueñarse del GRIAL Pero ellos vigilan fielmente los confines de su territorio y cada mañana desde el torreón tocan las trompas para alertar contra la astucia y el peligro. Estos son pues los raros sonidos que Parsifal oye en la oscuridad del bosque.
Se extinguen y el muchacho se dirige lentamente hacia donde provienen. Aparece un lago tranquilo bajo los árboles obscuros y de ancha sombra.
Sobre las aguas, en el día soleado, se puede escuchar un ruido acercarse más y más, luego aparece un cisne flotando majestuosamente en el cielo. Sin vacilar coge el arco y su flecha segura vibra en el aire. iÉl tira sobre todo lo que vuela! El ave, herida de muerte, se desploma y se revuelca agonizante en el suelo hasta que se le acaban las fuerzas. Parsifal se acerca corriendo, pero inesperadamente unos hombres le rodean y no obstante su fuerte resistencia, le vencen. Se oyen unos gritos iracundos mientras le arrastran hacia el cisne. Allí está el ave y un enérgico anciano, rodeado de fuertes jóvenes, se inclina sobre el animal muerto. Es Gurnemanz con los escuderos del GRIAL.
Con franqueza Parsifal confiesa ser autor del tiro mortal, su corazón se sorprende del dolor y la furia del anciano. Pero cuando Gurnemanz le hace entender con sus insistentes palabras, que ha interrumpido la paz del bosque, y que por un infantil deseo ha matado a un animal que tiene devoción y amistad para con los hombres, entonces un sentimiento de angustia invade al muchacho, una pena profunda hace temblar su corazón, y con la primera emoción del arrepentImiento rompe el arco mortífero. Asombrado el anciano le pregunta por su nombre, familia y procedencia, pero el muchacho no sabe contestar, se acuerda tan sólo de su madre a quien ha abandonado. Mientras tanto Amfortas, el rey enfermo, después de un baño reparador, es llevado al castillo, todos los caballeros, menos Gurnemanz, se unen al grupo que se aleja.
El anciano se queda con el muchacho y con esperanza creciente sondea su alma. ¿Y si fuera por fin el ingenuo puro que todo el mundo espera con tanta ansiedad?. Él, efectivamente ingenuo y puro, ¿habrá sido iniciado por la piedad? Parece de noble ascendencia pero... ¿por qué no posee mejores armas? Kundry, la tímdia mujer, lo descubre. Poco antes ella había llegado trayendo un bálsamo para el rey, y ahora descansa extenuada en un rincón del bosque. Con una carcajada estridente narra la historia del que no tiene padre y de la muerte de su madre. Sus palabras suenan sarcásticas, pero sus ojos denotan un tormento interior. “Pasé con mi caballo delante de ella y la ví morir” dice sordamente al muchacho y añade: “me encargó darte recuerdos a ti, el ingenuo”. Un dolor feroz por la pérdida de la madre conmociona a Parsifal, fuera de sí ataca a Kundry, quiere matarla. Cree que la fuerza de sus brazos puede alejar la desgracia y confunde embajada con embajadora. No logra entender que fue él mismo con su fuga infantil, quien provocó su muerte.
Gurnemanz frena indignado la violencia del muchacho, pero ya no hace falta. El dolor imprevisto ha quebrado su fuerza y el muchacho vacila extenuado en los brazos del anciano. Con premura, la extraña mujer corre a la fuente y le mola los secos labios. Pero rehúsa el agradecimiento del anciano con estas tristes palabras: “nunca hago bien”, gime ella, “quiero sólo mi paz”.
En este momento llegan, como de la lejanía, unos raros sonidos, unas mágicas melodías que atrapan a la mujer que tiembla hasta desplomarse detrás del matorral en medio de desgarradores lamentos.
Mientras tanto Gurnemanz atiende paternalmente a Parsifal, acrecentándose en él la convicción de que éste es el salvador enviado por Dios. Está decidido a conducirlo al Santuario del GRIAL. Con solicitud le sostiene mientras avanzan. Aparecen unas paredes rocosas y un portón se abre ante un camino ascendente que ambos recorren.
Se escuchan prolongados sonidos de trompa cada vez más cercanos y entremezclados llegan toques de campana. Por último llegan a una inmensa sala de alta cúpula a través de la cual brilla la luz del sol. Unas puertas se abren y cantando solemnemente aparecen los caballeros del GRIAL Parsifal está aturdido y sigue asombrado y silencioso. Traen a un hombre bello pero con rostro de sufrimiento, recostado en una camilla apoyada sobre mármol. Es Amfortas, el rey enfermo. Una vez más debe descubrir el GRIAL que lleva el consuelo a sus hermanos y a él unos sufrimientos indecibles. Esta vez, sin embargo, rehusa cumplir con su divino oficio, pese a las súplicas de su padre Tlturel. Aprieta con su mano la herida abrasadora y con lamentos conmovedores implora la muerte redentora. Su profundo dolor resuena hondamente en el ánimo de Parsifal aunque el muchacho no logra entender con claridad la inmensa conmoción de su corazón. Las impresiones exteriores han sido demasiado fuertes y ello impide que se manifieste la conciencia de su piedad; siente, pero no entiende lo que siente; tiembla, pero no entiende porque tiembla. Después de la imperiosa intimidación de Titurel, Amfortas actúa finalmente en silencio. El GRIAL es descubierto, sobre la devota Congregación descienden densas tinieblas. Desde la cúpula del templo resuena una solemne bendición; un rayo deslumbrador cae sobre el cáliz levantado que se inflama de un color púrpura cada vez más intenso y resplandeciente. Todos los caballeros, embelesados, se ponen devotamente de rodillas; incluso Amfortas olvida su herida abrasadora. Poco a poco se esfuma el crepúsculo y el cáliz pierde su color. Unos jóvenes lo guardan nuevamente y la custodia y la cofradía se sienta para el ágape. Parsifal está aún en la puerta como embelesado. No se da cuenta del ademán de su guía que le convida a comer; ve solo el sufrimiento del rey. No oye los cantos solemnes de los caballeros; oye tan sólo el silencioso lamento del hombre martirizado. Con inconsciente dolor el adolescente mira fijamente la sala, mientras el rey y sus caballeros salen pausadamente al atrio. Sólo Gurnemanz se queda y, frustradas sus esperanzas, sacude con indignación al adolescente inmóvil, despertándole de sus sueños.
"¿Por qué te quedas aquí todavía? ¿Sabes lo que vistes?"
exclama el anciano furioso y cuando Parsifal sacude mecánicamente la cabeza, le empuja con ira fuera del Santuario cuyo portón se cierra con fragor, detrás del inocente. ¡Viejo miope! Cree que Parsifal es la parte culpable y no sabe que la cofradía y él mismo deben sufrir aún durante mucho tiempo antes de ver signos de la salvación que se alcanza con la pureza de corazón del inocente. Entre tantos sufrimientos han perdido el sentido de la compasión y han quedado atrapados por una soberbia piadosa. Así los caballeros tratan con evidente desprecio a Kundry siempre dispuesta al sacrificio, incluso Gurnemanz la protege sólo porque espera ayuda de su magia. Igualmente saca a Parslfal aunque lo ha reconocido como puro, simplemente porque no ha sabido satisfacer las exigencias egoístas del anciano. Sin embargo Gurnemanz sabe que fuera está al alcance de la perdición por Klingsor, quien se supera a sí mismo cuando encuentra una víctima inexperta.
Cabizbajo Parsifal se aleja del lugar de la salvación. Ya desapareció la indiferencia alegre de su juventud y sobre él grava una carga inexplicable. Ante sus ojos tiene la imborrable imagen de aquel desdichado ser que no quiere vivir y no puede morir. ¿Quién le ha producido la dolorosa herida? ¿Cuál es la causa de su atroz sufrimiento? ¡Y además aquel anciano! ¿Por qué su odio repentino y su ademán severo? Lleno de confusos pensamientos el adolescente se dirige hacia el bosque. Los pájaros gorjean dulcemente y un perfume embriagador de flores acaricia sus sentidos. Flores rozagantes bajan sus cabezas cuando pesa; en los rayos del sol se mecen las mariposas. Entre las ramas, blancas palomas se picotean cariñosamente. ¡Pero el aire es bochornoso! De nuevo se oyen raros sonidos aunque distintos a los de antes; llenos de pasional furor, estruendorosos y salvajes. Por sorpresa se arrojan sobre él unos hombres vestidos con ricos atuendos y armados con espadas. Parsifal se defiende con fuerza y coraje. Fulminante arrebata la espada al más próximo y la arroja lejos. A uno le arranca el brazo, a otro el muslo. Logra poner en fuga desordenadamente a sus enemigos. Sobre un alto muro orgulloso está el héroe y con asombro descubre un grandioso castillo rodeado de prados floridos. El jardín se anima rápidamente con una multitud de bellísimas muchachas que salen de las puertas y matorrales y se acercan corriendo al intruso. Las dulces niñas llaman consufamente a sus amantes quienes después de haberse encontrado con Parsifal habían huído en todas direcciones. Asombrado enormemente por aquella visión encantadora, el adolescente saltando el muro, consuela a aquellas beldades con amables palabras. Se olvidan rápidamente de los fugitivos caballeros y cada muchacha, ostentando una pícara sonrisa, se propone cautivar al fuerte joven. Rápidamente se adornan con flores y haciendo corro alrededor de él le acarician sus mejillas, quieren besarle y cada una se jacta de ser la más bella. Pero en vano suplican la limosna de su amor con tranquilidad las calma. Entonces se burlan de él y le dicen frío y estúpido, pero no por mucho tiempo. Es demasiado hermoso. ¡qué joven tan bello! Y como olas embriagadoras, el grupo nuevamente le rodea. No entiende sus intenciones y cuando se dispone a huir, de un matorral cercano surge una voz argentina que le llama: Parsifal, ¡quédate!
Por primera vez oye el nombre con que le llamaba su madre. ¡Hacía tanto tiempo que lo había olvidado! Escucha de nuevo la misteriosa voz, mientras las muchachas se alejan de mala gana. Las ramas se abren y dejan ver a una mujer de rara belleza, recostada sobre una alfombra de flores. Es... Kundry, transformada milagrosamente. El experto mago Klingsor la ha enviado, pues viendo desde el torreón al muchacho cuando llegaba, se ha dado cuenta de que sería muy difícil corromper aquel corazón infantil. Unicamente Kundry sabría trenzar las redes y por ello la había despertado para aquella obra de perdición. Lo había logrado con Amfortas “el puro guardián del GRIAL”, y ahora Parsifal tenía que caer víctima de sus adormecidos deseos. En vano la atormentada mujer se retorcía en poder del maestro. Sus propios deseos sensuales se acercaban vacilantes a los suyos. Sobre su vida pesaba la maldición del Salvador porque se burló de él durante el Via Crucis. La mirada indeciblemente triste del Señor no la deja morir mientras no encuentre otros ojos que sepan, con la misma clemencia, perdonar su crimen. Y así, sin paz, transita a través de los siglos, atrayendo a los hombres puros con su líbido desgarradora. De cada uno espera ella con ardor un cálido abrazo, más por otro lado teme sus excitados deseos ya que así no podrá acabar con la maldición. Débil fue Amfortas y débiles fueron todos hasta este momento. Ahora de nuevo pone manos a la obra y con palabras halagadoras tienta al joven que sospecha su desgracia. Ella lo sabe, “está protegido por el escudo de la ingenuidad”, debe llevarle hacia el pecado antes de que sea consciente de ello. Es por eso que despierta en su pecho el profundo dolor describiéndole con imágenes fieles el tormento infinito que sufrió su madre y revelándole que su fuga fue la que causó la muerte de la pobre Herzeleide. Aterrado con la noticia, el muchacho se deja caer a sus pies y tolera con abulia sus caricias. Le hace bien la aparente piedad de ella. Su suave brazo, sus dulces ojos le recuerdan a su madre muerta y alivian deliciosamente su profundo dolor. Las palabras se vuelven más y más halagadoras y sus caricias cada vez más tiernas. ¡Qué dulce perfume! ¡Qué ardiente su mirada! Ahora inclina su cabeza y sus labios voluptuosos encuentran los de él. Pero en ese instante una tremenda punzada sorprende al muchacho y la visión de Amfortas sufriendo ilumina la oscuridad de su alma. Le llevaba siempre en su corazón piadoso, pero la pasión naciente ofuscaría la piedad. Ahora entiende lo que atormenta al infeliz rey, y ese descubrimiento le otorga la fuerza de resistir las tentaciones de las que fue víctima el otro. Ahora intuye la misión divina de rescatar el Santuario de las manos culpables y todas las tentaciones demoníacas de la mujer no logran ahora derribarle. A través de la piedad el puro ingenuo se ha vuelto sabio, pero esa piedad se manifiesta ante todo por el ardiente deseo de querer ayudar. También ella, la seductora, será salvada si él redime a Amfortas y por eso ella, que conoce el camino, debería conducirlo al GRIAL pero Kundry no es todavía digna de juzgar la magnitud de su corazón, rehúsa con furor y maldice su futuro camino. También Klingsor que no esperaba semejante final para su obra, aparece e intenta destruir con la lanza sagrada a quien él odia. Arroja con vigor la lanza, pero la fuerza del mal no puede con el muchacho que aún no ha perdido su pureza. El arma sagrada queda suspendida en el aire sobre la cabeza de Parsifal, quien la toma enormemente fascinado y con la misma hace la señal de la cruz sobre el lugar embrujado. Con gran fragor se derrumba el edificio de la concupiscencia sensual y el fasto falaz queda hecho ruinas. Una vez más, Parsifal amonesta a Kundry, postrada, para que se arrepienta y luego corre con ardiente deseo hacia su meta.
Transcurren unos años, el adolescente llega a hombre antes de pisar otra vez el territorio sagrado. La maldición de Kundry le desviaba de su buen camino y un sin número de luchas hacían peligrar el precioso y no profanado Paladion que llevaba consigo. Sin embargo debe soportar el dolor hasta la última gota, antes de poder liberar a los demás de sus tormentos. Porque sólamente quien, en su propia persona, ha luchado experimentando atroces dolores puede considerar con piedad la miseria de los demás. Con su negra armadura Parsifal finalmente se va acercando al lugar de donde se había alejado años antes y aunque la primavera con su maravillosa fastuosidad, hace florecer árboles y prados, una tristeza profunda llena los corazones de los caballeros de la Congregación, tan duramente probados.
Hace ya tiempo que Amfortas no descubre el GRIAL porque no quiere soportar más su martirio y desea morir. “Quiere conseguir por la fuerza su propia muerte para que se acaben junto con su vida también sus tormentos”. Sin el sagrado consuelo disminuye la fuerza de los héroes y “macilentos y enfermos los caballeros vacilan sin coraje y sin guía”. El anciano Gurnemanz, muy viejo y canoso, espera tristemente, como ermitaño, la muerte que entretanto ya se llevó a Titurel, el héroe santo. El fiel guardián del GRIAL está cambiado, pero no solo por los años transcurridos. Bajo tanta miseria desapareció su pía soberbia. Ahora se siente un hombre como los demás, y esta cognición le sirve a él para atender con cariñosa piedad a Kundry ahora arrepentida.
Es Viernes Santo, “un día de gracia sin par”, cuando Parsifal pone nuevamente su pie en el territorio del GRIAL donde se hallan Gurnemanz y Kundry. Los dos se reconocen y es con honda emoción que el anciano descubre la lanza sagrada en la mano purísima, mientras la mujer, con el corazón constrito, desvía la mirada. Sin igual es el dolor del héroe enviado por Dios cuando sabe de la muerte de Titurel y de las penas de los hermanos, las penas de los demás ,su corazón ardiente las toma como propias. Agotado por la honda tristeza y el largo viaje es acompañado por Gurnemanz a la fuente sagrada cuya bendita agua alivia al extenuado peregrino. Sin armadura, le mojan los pies y la cabeza y como una vez hizo Magdalena, así la arrepentida Kundry le lava los pies secándolos luego con sus ondulados cabellos. Regocijo y beatitud recorren el cuerpo del héroe cuando Gurnemaz le unje solemnemente la cabeza pronunciando las augustas palabras:
“Así nos predijeron y así yo bendigo tu cabeza saiudándote como rey”.
Sin demora alguna Parsifal celebra su primer oficio como rey y bautiza con el agua bendita a Kundry que llora. Ahora la maldición ha sido expulsada y el rocío tibio de sus lágrimas se derrama sobre su corazón purificado. Toda la naturaleza florece con apacible encanto, y el día de la muerte del Señor se vuelve, bajo el rocío de las lágrimas del arrepentimiento, un día de paz beatísima.
Parsifal recuerda piadosamente a todos aquellos que han sido probados y roza la frente de Kundry con un beso solemne. Lejos tañen las campanas y recuerdan que el Santuario espera la redención. Así, por senderos ya conocidos, se dirigen los tres, exentos de pecado, hacia el lugar sagrado donde todavía un atormentado arrepentido clama auxilio. Aunque Amfortas ha prometido descubrir al GRIAL delante del ataúd del padre, por su ardiente deseo de morir rehúsa celebrar el oficio. Con desesperación irrefrenable rechaza la insistencia de los caballeros y les incita a que le atraviesen el pecho con sus espadas.
“¡Matad al pecador con su tormento, así os iluminará el GRIAL espontáneamente!”,
grita con estridente voz el mísero que por su gran tormento se vuelve blasfemo. Despavoridos, los hermanos se alejan del desequilibrado. En ese momento entra inadvertido Parsifal junto con sus acompañantes y toca la herida sangrante de Amfortas con la punta de la lanza. Como por un piadoso encantamiento el convaleciente se tambalea en los brazos de Gurnemanz que le sostiene y un delicioso alivio invade los corazones de los hermanos ya salvados. El rey está curado y purificado: ha expiado su culpa. Titurel que tantos tormentos había padecido por él, ha visto cumplida la súplica dirigida a Dios.
Parsifal, el más idóneo, celebra el oficio real de la Congregación de los Caballeros del GRIAL Durante su oración silenciosa se ilumina el GRIAL de una aureola sublime y derrama su luz reconciliadora sobre todos. Mientras Kundry cae exánime delante de Parsifal, en alto sobre la cabeza de él, está suspendida una paloma blanca y unas voces angelicales van perdiéndose con las solemnes palabras:
“Milagro de la salvación sublime: ¡Redención al Redentor!”.
Así termina la elevada canción de amor, la canción de elevado amor: Parsifal.



Los encantos del Viernes Santo, Parsifal, act. III - R. Wagner

(Fragmento en formato mp3)


PARSIFAL
Mi obra comienza así:
(Él se vuelve hacia Kundry todavía arrodillada
a sus pies y derrama agua sobre su cabeza.)
¡El bautizo recibe
y cree en el Redentor!
(Kundry inclina la cabeza hasta tocar el
suelo y llora con gran congoja. Parsifal se gira
y observa con dulce mirada el bosque y las
praderas luninosas a la luz de la mañana.)
¡Qué hermosa parece hoy la pradera!
He encontrado flores encantadas
que trepaban, ardientes, hasta mi cabeza:
pero jamás vi un conjunto igual
de plantas, flores y brotes;
sus perfumes nunca me parecieron tan deliciosos
ni nunca me hablaron tan cariñosamente.


GURNEMANZ
¡Es el encanto... del Viernes Santo, señor!


PARSIFAL
¡Oh, dolor! ¡El día del dolor más profundo!
¡En este día, todo lo que florece,
que nace, que revive,
debería afligirse, ay, y llorar!


GURNEMANZ
Tú mismo ves que no es así.
Las lágrimas nacen en los corazones contritos,
convertidas en sagrado rocío
que bendice las parderas y los bosques:
y así los reaviva.
Hoy alegres todas las criaturas
siguen los pasos del Redentor,
y le ofrecen sus rezos.
En la misma Cruz no pueden verlo:
pero al menos ven al hombre redimido;
pues el hombre está a salvo de culpa y vergüenza,
la sangre de Dios ofrecida con amor les absolvió.
Las plantas y las flores adivinan
que hoy ningún hombre las dañará,
Pues, así como Dios con su divina clemencia
sufrió en sus piedad por los hombres,
los hombres, con piadoso sentimiento
caminan entre ellas con paso ligero.
Por eso toda las criaturas agredecen
a todo lo que se abre y después morirá,
pues la naturaleza purificada
recobra su inocencia en este día.
(Kundry a alzado lentamente su cabeza hasta
mirar a los ojos a Parsifal, mirándolo con aire
de demanda grave y apacible.)


PARSIFAL
Yo vi cómo se marchitaban las alegres flores:
¿desearán ellas hoy también la gracia?
(a Kundry)
Tus lágrimas también son rocío bendito:
¡tú lloras...! ¡mira, todo ríe en las parderas!

Sunday, April 02, 2006

EL SENTIMIENTO DE LA MONTAÑA (part. I)

LA MONTAÑA ES MI REINO
EL GRAN OFICIO
Gaston Rébuffat


Estas agujas escapadas de la tierra, estas nieves eternas compañeras del cielo, estos raros y silenciosos desiertos de hielo, componen el terreno de la alta montaña. El aire aquí es puro, reinan el frío y el sol; algunos días su silencio total resulta casi angustiante, otros días en cambio ruge la tempestad. Es un mundo aparte, un mundo por encima del conocido; nada se mueve, nada vive. Las montañas que jalonan la Tierra son las formaciones más estériles e inútiles del planeta, excepto para los geólogos, los geógrafos, los constructores de embalses y para los que sueñan con grandes espacios. Con su desnudez absoluta, su pobreza extrema y su belleza misteriosa, estos domos de nieve y flechas de granito no existen más que para la felicidad del hombre. Las montañas, al igual que los océanos o los desiertos, son nuestros jardines salvajes, tan necesarios e indispensables como el agua o el pan; no solamente porque el aire resulte más puro que en las ciudades, sino porque ante todo constituyen lugares de plenitud, donde el hombre puede caminar, correr, detenerse, contemplar, trepar, navegar, tener hambre, tener sed, utilizar el vigor de su cuerpo, y hacer respirar su corazón y su alma. Frente al granito y al hielo, el ser humano es de porcelana; frente a la imagen de la eternidad, la imagen misma de la fragilidad. Y, sin embargo, pletórico de amor, voluntad y comprensión, ¡de qué no sería capaz! Cuando Bonatti escala una pared vertical no pesa nada para la báscula de la Naturaleza, apetas representa una brizna de hierba; algo parecido a Bombard con su lancha neumática en la mitad de un océano. Una ráfaga de viento o una ola, y desaparecen. No importa. Creo que si las peculiaridades de la época en que vivimos residen en la realización de inventos admirables, también deben vislumbrarse al asumir la inconmensurable riqueza, fuerza, generosidad y ansias de libertad del hombre desnudo, sin armas ni máquinas, solo o en grupo, frente a la gran naturaleza. ¿Existe algo más natural que la urgente necesidad humana de aprovechar esta riqueza? Cuando somos niños, subimos a los árboles y a los muros por el simple placer de escalar, para descubrir y ver desde más alto lo que está más lejos. ¿No es eso lo que los mayores llaman alpinismo? ¿Acaso hemos sabido conservar todavía ese instinto infantil? Nuestro placer es escalar, elevarnos en el cielo neutralizando la gravedad. Sin duda también existe el placer de sentir que se tiene la propia vida entre los dedos, que se controla la propia existencia. Algunos escaladores son muy sensibles a este sentimiento, yo muy poco. Me gustan las dificultades, pero hoy más que nunca detesto el peligro. "Qué valor tiene usted para hacer semejantes ascensiones", me dijo alguien al terminar la presentación de una de mis peliculas. Le respondí que escalar no me exigía valentía alguna -una afirmación completamente rigurosa- porque era parte de mi trabajo, un trabajo que había escogido y para el que estaba cualificado porque no tenía vértigo. Le expliqué, sin orgullo ni modestia, que los grandes alpinistas aman los grandes jardines, la vida y la amistad, y sienten por todo ello respeto, y no afición, al peligro. Para practicar el alpinismo hace falta entusiasmo: llevar una mochila, dormir más o menos bien, levantarse pronto, sentir el frío, tener hambre y sed, comenzar la actividad aceptando que no se puede interrumpir el juego cuando uno quiere, ni tan siquiera al límite de las fuerzas. Es tan hermoso y excepcional, especialmente en nuestra época, no tener que tratar más que con la roca, la nieve, el cielo, el sol y los vientos... Hace falta entusiasmo, pero también lucidez, ser consciente de la fuerza moral y física que se posee ante cualquier dificultad que nos supere. También existe el placer de escalar, pero por sí solo no basta. La escalada no constituye más que una parte de la ascensión, al igual que el escalador no es más que un montañero especializado. El placer del alpinismo proviene de una multitud de cosas y ante todo se encuentra ligado al sentimiento de la alta montaña: un determinado color del cielo, la sutileza del aire, la grandeza del paisaje que nos rodea y por el cual en realidad estamos allí. Constituiría un error pensar que la alta montaña es una lugar reservado a los alpinistas acróbatas. Muy al contrario, las montañas se ofrecen al alcance de todos: hombres y mujeres de cualquier edad, y la alegría de un motivado principiante, o de un fiel veterano, llegando a la cumbre de la Aiguille du Moine por su vía normal no resulta menos importante o menos noble que la de un alpinista confirmado que pisa la cima de los Drus, tras haber escalado el Pilar Bonatti. Simplemente, el alpinista es un hombre que conduce su cuerpo allá donde un día sus ojos se fijaron. Pienso que tenemos un corazón, un alma y unos músculos que forman un conjunto que se muestra feliz cuando se utiliza, lo que nos hace experimentar una hermosa alegría interior. Realizar correctamente unos movimientos, subir bien por una placa o una chimenea, intentar algo para lo que se está especialmente dotado, apenas exige esfuerzo, tan sólo imaginación. También agarres; adivinar... cada vez resulta más raro en una vida en la que todo se encuentra inexorablemente indicado, previsto, organizado, incluso para el ocio. "¡Organización del ocio", un concepto terrible! Además se experimenta la alegría de conseguir una "primera", de subir por donde nadie todavía ha subido. Así, el escalador "construye" su montaña, crea un conjunto de movimientos, modela la roca con sus dedos. Algunos días, el alpinista debe plantarle cara a los elementos cuando de improviso el viento del oeste trae, durante una larga ascensión, la tempestad. Si se está dispuesto a afrontarla, un gran montañero vivirá "grandes momentos". Pero hay que distinguir bien la noción de dificultad de la de peligro. Tan agradable como escalar cualquier paso extremadamente difícil sobre cualquier placa, desplome o fisura, resulta evitar comprometerse en actividades que podríamos no controlar. La ascensión más bella no merece hacer peligrar nuestra vida. De cualquier manera, la llegada a una cumbre jamás representa una victoria sobre la montaña sino sobre uno mismo. Gaston Rebuffat: La montaña es mi reino. Ed. Desnivel.



BALADA DE LAS MONTAÑAS

MISA EN LA MONTAÑA
J. M. Villalba Ezcay


"El emperador irá un día a la tumba,
pero nosotras, como altares eternos, está-
remos en pie hasta la consumación de los
siglos."
Diálogo entre el Niessen y el
Stockhorn.
RUDOLPH REBMAN, Berna, 1606.



Desde que un día radiante de agosto de 1659 se celebró la primera misa montañera sobre el ara de la cima de 3.537 metros de la Rochemelon en los Alpes Graianos, ha tenido para siempre más un encanto y significado especiales, la celebración del Santo Sacrificio en las montañas.
Esta persona ha asistido a muchas, su recuerdo es una de las páginas más emotivas de nuestra experiencia excursionista, y varios son los motivos que las pueden inspirar, bien la inauguración de un refugio o la bendición de una cruz cimera, bien la misa campamental, o bien la piadosa, celebrada "in situ" por un caído en la montaña; aparte está, claro es, de aquellas, bajo techado, que con carácter regular se celebran cada domingo en chalets o albergues de acceso normal.
Queremos presentar aquí este tema elevado y de fondo ricamente espiritual, si bien expresado en muy pobre prosa, unos apuntes de varias misas ofrecidas en las montañas de aquí y de allí, cuya poesía y belleza deseamos expresar con toda su perfección y con toda nuestra imperfección.


LA MISA DEL CAP DEL REC, CERDANYA,
EL 13 DE NOVIEMBRE DE 1955

"Quand nous aurons quitté ce sac et
cette corde."
CHARLES PEGUY: La Tapisserie
de Nôtre Dame.



Hemos visto erigir muchos refugios, esas ofrendas de ayuda y hospitalidad que nadie como nosotros -los hombres de saco y cuerda- sabe valorar; éste que hoy inauguramos como tal llevaba varios años existiendo como casa forestal. No lejos de aquí hemos vivido una noche de hieo que no llegó a ser fatal porque hallamos a ciegas la rudimentaria choza dels Esparvers. ¿Hay algo más consolador que la visión repentina de unas paredes -entre la niebla y la ventisca- cuando nos creíamos ya perdidos? La piedra y la argamasa duran más, mucho más, que los hombres, y así, los refugios que vemos bendecir, existirán mucho después de que nosotros hayamos dejado para siempre -como en la cita de Peguy- el saco y la cuerda, honrosos atributos de nuestro peregrinar montañero. Cuando cesa la nevada -la primera de este año-, el párroco de Lles dispone, bajo un abeto, el altar para la misa inaugural, y los fieles, bajo un cielo cárdeno, nos congregamos en el prado nevado. En la plática, el celebrante cita el Salmo 42: "...emitte lucem tuam": Envíame tu luz y tu verdad, para que ellas me conduzcan a la santa cima de tu montaña. Cuando os apartáis del mundo para buscar la verdad y la paz en las montañas del Señor, ¿qué mansión mejor que ésta que bendecimos ahora? Vuelve a nevar en finos copos silenciosos al arrodillarnos para el Canon, y la campanita del acólito suena amortiguada, mientras una rama del abeto se curva bajo su peso y espolvorea el altar de un frío y blanco incienso irreal; a mi derecha el cortante viento le vuela los dineros de la bandeja petitoria al diminuto monaguillo montañes que, con sus ojos azules y rubio mechón, ilustra un bello christmas bávaro en su roja sotana y blanca sobrepelliz. Y mientras siento en mis rodillas el frío beso de la nievo pienso en que es cierto que no hay mejor casa que ésta; en su Epístola XIV a San Gregorio Nacianceno, dice San Basilio: "Dios me ha hecho encontrar aquí cuanto deseaba, he radicado mi vida en la alta cresta de una montaña; ¿cómo podría cambiar este lugar por otro?"


EL CAMPAMENTO DE PLÁ BAGÁ, EL 28 DE JUNIO DE 1954

"Sálvame, Señor, ten piedad de mí y
guía mis pasos al camino llano."
Salmo XXV.



Sigue encapotado el cielo tras la lluviosa noche, el húmedo prado es un mullido tapiz esmeraldino donde está dispuesto el altar de rústicos troncos no lejos del declive que baja hacia la inmensa hondanada del Clapé; a unos metros de nosotros, las tiendas parecen muy pequeñas y vacías en este mundo aparte, rodeado de nubes y de silencio.
Mossén Víctor nombra a los santos del día -San Ireneo, obispo, y San Marcelo, mártir- y comienza el oficio. ¿Qué mejor ocasión de recogimiento que esta misa de hoy? Es la misa entre las nubes, los acólitos se mueven sin ruido y las palabras nos llegan como envueltas en algodón. Antes del "Sanctus" vuelve el silencio hondo y enorme, después de que una esquila suene, muy lejos y muy abajo, como contrapunto de esta inmensa quietud.
Al "Pleni sunt coeli et terra glória tua", la niebla, húmeda y gris, llega del abismo Oeste, asomando su cabeza oscilante y torpe, como la de un monstruo reptante e informe, de silencioso paso, que sintiese curiosidad por contemplar lo que estamos haciendo; el celebrante se vuelve para dirigirnos la palabra y ya sólo emergen del vapor su cabeza y sus vigorosos hombros.
Y he aquí que nos dice que el pecado nos envuelve como una vestidura opaca, lo mismo que esta niebla que ahora ahoga la montaña, pero ésta es inmutable y nada puede contra ella, y si nosotros somos eternos en el Señor, nada puede -si así lo queremos- el mal contra nosotros; y comenta un fragmento del Libro de la Sabiduría (Pr. 8, 22-35): "Cuando Dios preparaba los cielos y no existían aún los abismos profundos ni las saltarinas fuentes, ni las pesadas moles de las montañas, Yo ya existía en Él."
El más rico riclinatorio del más suntuoso palacio no vale lo que este áspero tronco echado sobre el prado ante el altar, cuya rugosa corteza se clava en las rodillas a través de la gruesa pana del pantalón de escalada. En él se recibe al Señor cuando la niebla es más densa y la vela encendida del acólito parece una pupila pequeñita, amarillenta y moribunda, dentro del cucurucho de papel que la protege del viento.
Y sigue aislándonos a unos de otros -como un iconostasio irreal- mientras pasan los minutos inefables de la postcomunión, momento inigualable en que se siente pequeño el pequeño hombre que se cree grande. Minutos suficientes para que después, de pronto y como gloriosa sorpresa, un viento tenso profundo -el aliento de Dios-, frío y repentino, desgarre el cendal espeso y gris y nos muestre -al tiempo del "Ite, missa est"- las cercanas cimas del dentellado Moixaró verdoso, joven retoño de la vieja Tossa d`Alp, cuya testa venerable y calva resplandece bajo un sol triunfante.
"Domine, non sum dignus...!" Nada es el hombre ante las montañas y los siglos, pero le dignifica su humildad al saber que será un día polvo, y aún estas cimas catarán tus alabanzas, ¡oh, Señor de los altos cielos!



AL MONTAÑERO AUSENTE
J. M. Villalba Ezcay
(In memoriam Bartolomé Puiggros)




"El frio y la tiniebla cubrirían el mundo
y el alma se hundiría en la noche
Si los dioses no enviasen de vez en cuando
A jóvenes así, para reanimar.
La marchita vida de los hombres de hoy"
Friedrich Hölderlin
DER TOD VON EMPEDOCLES 1838


Días atrás fui gentilmente invitado a una "Taula Rodona" por AGRU E.C.C. en su 10º aniversario. El, tema, "Cos i Anima del Muntanyisme", motivó un acto a alto nivel, con escogidos ponentes, muy agradable, ameno y profundo y ,al final, fuimos obsequiados con un libro de montaña: una edición muy cuidada, de lujo, con profusión de croquis y magníficas fotografías, resumen de las casi doscientas salidas, a lo largo y a lo ancho de diecisiete años, de un montañero caído: Bartolomé Puiggros.
Es el "compte rendu", con datos y croquis de ejemplar minuciosidad, desde la primera salida a los nueve años con su padre, hasta la penúltima en 1975 en la Norte del Pedraforca.
El título "Les Muntanyes que vaig estimar - Records d'un muntanyenc caigut", me causó honda impresión. Cuánto amor, cuánta veneración, qué tesoro de fidelidad, qué derroche de esfuerzo material para enaltecer el recuerdo por parte de unos padres, de unos compañeros de Grupo, de una Entidad...!
¿Qué clase de joven, qué montañero había de ser este, para inspirar tal afecto y tal veneración?
No le conocí antes, sólo sabía -dos años atrás- de su tránsito, caído en acción, como soldado de la roca!
Pero a través de sus escritos, de sus afectos, del relato de sus ascensiones, he ido conociéndole y respetándole y, como sea que dentro de doce días se cumple el segundo aniversario de su marcha de entre nosotros, deseo que mí pobre pluma escriba algo poco valioso pero muy sincero en memoria suya.
Contemplo, mientras escribo, su fotografía... Ojos grandes, acostumbrados a las lejanías, al sol brillante y cegador de los neveros, a la hondura violeta de los abismos. Una mirada límpida y arrogante, dirigida ¿cómo no?- a lo alto, una cara juvenil a pesar de sus recios y varoniles rasgos y de la negra barba.
Adivino un alma ardiente, idealista en pugna con la materia, una llama que arde sin consumirse...!
Un espíritu así sólo puede habitar en el cuerpo de un montañero, hoy. Antes hubiese vestido la acerada armadura bajo la blanca capa del Templario.
Como pie a su efigie, hay una frase suya, diamantina y sobrecogedora: "El muntanyisme... era quelcom tan sagrat que, per força, els homes que el practiquessin, havien d'ésser una mena de mig sants"!.
Sigo leyendo sus cosas y sintiendo cada vez mayor respeto por este místico de la montaña; entre otras, aquella meditación solitaria sobre la nieve y bajo las estrellas, aquella noche de Diciembre de 1970 en la Agulla de l'Estany.
!Cuántas cosas compartimos! .!Cuántas cosas iguales hemos hecho!.
!Llevar consigo las grabaciones para oír a los clásicos en la platea de la pureza!. Rachmaninoff, d'Indy, la Alpina de Richard -Strauss, Liszt, Purcell, César Franck, la Walkyria, el Parsifal, Tristán... Su sentido de la belleza, del color, de la armonía, de la serenidad románica, trasunto todo ello de la delicadeza de un alma escogida, admiradora de la hermosura de esta sagrada Marca Hispánica. !
También hallo en él un fino sentido del humor cuando llama "gripe" a su desplome en el Avenc del Club, y cuando hace la "primera mundial con yeso ortopédico al Matagalls". Pero nada puede disimular un sentido de la vida tan trascendental y heroico que, en las altas horas de fiebre y delirio -en ocasión de su estancia en clínica bajo shock- le hace proferir esas exclamaciones propias de situaciones de trinchera que él no había vivido en la realidad.
Y su gesto horrorizado al toparse con las motocicletas de trial en los Pics de la Vaca, es trasunto de los nuestros -los de la vieja guardia de hace años- ante la profanación montañera de los Bárbaros de Occidente de la Edad Mecánica.
!Sí!. No sólo este sucio mundo urbano de la planicies no era para él, sino que la montaña, los espacios abiertos, el cielo y el sol, eran su único y verdadero habitat.
Para él, las alturas eran aquella tan bella estrofa de Shelley:
"Some world '- where music and moonlight - and feeling - are one".
Allí en ese su mundo, donde sensibilidad, música y claro de luna son una sola cosa, se olvidaba de esta tierra baja de hoy, de la oleada desatada de instintos, de la exaltación de la grosera materia, de la glorificación del apetito animal, de la bestialidad de las pantallas, de la humillación y la profanación de las esencias sagradas de nuestra Santa Madre Europa bajo las ruedas y las hélices de los nuevos mongoles...!
El hombre tiende a lo alto, sus medios son miserables, las cuerdas de violín están hechas con tripas de gato, pero Bach existe, y la Gran Fuga existe a pesar de nuestras limitaciones.
En un tiempo los santos y los mártires subían cantando a la arena desde los hipogeos, para ascender a través de las fauces de las fieras, a la gloria de Dios, ante los ojos de unas multitudes aullantes y babeantes no muy distintas de las de hoy. Y aquellas santas catacumbas austeras son hoy solamente albañales y sumideros.
Hay una obra catalana, sólo comparable en magnitud, y para mí superior a "Guerra y Paz" de Tolstoy: es esa maravilla de delicadeza y catalanidad que se llama "Incerta Gloria" de Joan Sales que, tristemente, muchos catalanes vociferantes ignoran, como ignoran los inmensos tesoros de humanismo de esta divina tierra que no es mía por nacimiento. Entre la inmensidad de mártires y de imágenes de esta riquísima obra, sólo comprensible para unos cuantos elegidos con sensibilidad y corazón, hay una frase que viene al dedo al montañero, al escalador espiritualizado, al que los filisteos critican por temerario, cuando esos mismos no critican al neurótico de ciudad que aporta su tributo a la masacre de la carretera en el holocausto vulgar y semanal:
"Ningú no exposa la seva vida si no creu en alguna. cosa per la qual val la pena morir, i aquesta cosa ¿que pot ésser sino l'Esperit?".
Amic Bartomeu: llegint les teves descripcions, esguardant els dissenys d'escalades i ascensions que tan be coneixo, he reviscut la meya llunyana joventut. D'ara endavant, servaré com quelcom molt preciós i valuós el llibre del teu inapreciable historial de xicot muntanyenc, sensible i senyorivol; el llibre amb aquella maravellosa fotografia de encapsalament amb els dos amics damunt de la superficie gelada d'aquell estany de Monges que tots coneixem tan be, al sud del Montarto.
I trobo que no hauries de dir "Les Muntanyes que vaig estimar"; jo diria "Les Muntanyes que estimo", car, per a nosaltres els escaladors i muntanyencs tots, no parles en preterit, car sempre t'escoltarem en present!.
Tota la netedat de la teva vida, tot l'idealisme deIs teus actes, tota aquella "incerta gloria", aquella "The uncertain glory of an April day" shakesperiana del teu darrer jorn, de la teva darrera ascensió, han estat pagades a un preu molt alt: res ni ningú en aquest mon, pot compensar el dolor i la solitut deIs teus pares. Jo els diria, molt humilment, moltrespectuosament-car jo també vaig portar a la muntanya almeu fill quan era molt petit - que, en el mateix cas voldria per a mi que el Senyor Deu Totpoderós em donés un xic de la seva noblesa, del seu esperit cristia i d'aquella resignació cristiana, d'aquella sobrietat excelsa que ennobleix i dignifica els grans dolors, de que ella han fet gala.
I, molt calladament, els recordaria aquella estrofa, vellades del 1913, de "Le Patriote Chretien": Heureux ceux qui sont morts – Dans un dernier haut lieu - Hors de tout l'appareil – Des grandes funérailles".
Vaig sentir una estranya angoixa al saber que, al exemplar del Butlletí d'AGRUECC inmediatament anterior al teu traspàs, havies fet inserir, com en una premonició sobrenatural, com un avis que soIs els predestinats com tu poden sentir, aquell petit poema meu que vaig escriurer a la memoria d'un altre jove germa escalador que caigué – fa ja molts anys- a les Agulles, el primer.
No .anaves errat en el teu amor, no!. Es alla dalt on som com cal, on s'hi esta be, com a aquells versets de l'Evangeli segons Sant Marc, 9, 3-6: "I s'els endugué dalt d'una muntanaya alta. I aleshores, Pere digué a Jesús: Mestre, dóna bo d'estar aquí. Si voleu, faré tres cabanes".
"Sic iter ad astra!". Aquest és el cami de l'alçaria, la via a la Casa del Senyor que ens digué: Vaig a desposa-vos un lloc i, aixi, a on Jo estigui, podreu estar-hi també vosaltres".
I tu, Bartomeu, el meu amic molt estimat, ets ja a Casa, plegant cordes i guardant ferros a la motxil.la, demanant plaça al Refugi i guardant-nos lloc a taula amb el Guardià, car son vells i feixucs i no grimpem tan dépressa com tu!.