He dicho en el capítulo anterior que la Edad Oscura puede compararse a un largo sueño de Europa; un letargo que se inicia en la fatiga de la vieja sociedad, en el siglo V, y que termina en la primavera y surgimiento de los siglos XI y XII. La metáfora, por supuesto, es muy simple, porque ese sueño fué un sueño de guerra, y durante esos siglos, Europa se encontraba manteniendo desesperadamente sus posiciones contra el ataque de todas aquellas fuerzas que deseaban destruirlas: el Islam, ardiente y refinado, por el Sud; los bárbaros paganos analfabetos, por el Este y por el Norte. De todos modos, Europa fué relevada o despertada de su sueño.
He dicho que tres grandes fuerzas, humanamente hablando, operaron el milagro: la personalidad de San Gregorio VII, la breve aparición -debida a un feliz accidente- del Estado normando, y finalmente, las Cruzadas.
Los normandos de la Historia, los verdaderos normandos franceses que conocemos, se agitan en el panorama histórico una generación después del año 1000. San Gregorio fué de esa misma generación. Cuando se inició el esfuerzo normando, era un joven; murió, después de realizar una gran obra, en 1085. Y en la medida en que puede hacerlo un hombre solo, él, el heredero de Cluny, rehizo a Europa. Inmediatamente después de su muerte se oyó hablar de las Cruzadas. De estos tres hechos procede el vigor de una Europa joven, fresca y renovada.
Mucho más pudiera añadirse. Esa época fué iluminada y clarificada por la constante carga caballeresca contra el musulmán. El Asia fué rechazada de los Pirineos, y a través de los pasos de los Pirineos cabalgaron siempre los grandes aventureros cristianos. Los vascos -un pueblo pequeño y extraño- fueron el corazón de la reconquista, pero el valle del torrente de Aragón fué su canal. La vida de San Gregorio es contemporánea de la vida del Cid Campeador. Y en el mismo año de la muerte de San Gregorio, Toledo, el sagrado centro de España, fue arrancada de manos de los mahometanos y de sus aliados los judíos, y conservada firmemente. Todo el sud de Europa vivió espada en mano.
En ese preciso instante aparece el romance: las grandes canciones, la mayor de todas, la Canción de Rolando; fermentó entonces la mente europea, anhelante después del letargo, penetrando en campos inexplorados. Y el escepticismo alerta que flanquea y acompaña la marcha de la Fe cuando ésta se muestra más vigorosa comenzó también a hacerse oír.
Hubo hasta una expansión allende los límites orientales, y fué reclamada una parte de la infructífera llanura báltica. Despertaron las letras y la filosofía. Había de aparecer pronte el mayor de sus exponentes: Santo Tomás de Aquino. Brotaron las artes plásticas, el color y la piedra. Retornó en pleno la sátira, y los largos viajes, y la contemplación. En general, el momento era de expectación y adelanto: la primavera.
Pero siguiendo el objeto de estas páginas debo dirigir la atención del lector a esas tres fuentes tangibles de la nueva Europa que, como ya he dicho, fueron los normandos, San Gregorio VII y las Cruzadas.
De los normandos podemos decir que en la Historia desempeñan un papel parecido al de las mirae o estrellas nuevas, que resplandecen de pronto en la oscuridad del cielo nocturno por unas horas, semanas o años y se pierden luego o se confunden en la infinitud de todas las cosas. No será historiador, en verdad, quien pretenda que Guillermo el Conquistador, organizador y creador de lo que hoy llamamos Inglaterra; Roberto el Diablo, conquistador de las Sicilias; o cualquiera de los grandes nombres normandos que iluminan a Europa en los siglos XI y XII, hayan sido parcialmente escandinavos. Fueron galos; de corta estatura, de lúcido designio, de golpe vigoroso y de filosofía positiva. No tenían relación alguna con el norteño, alto, suave y sentimental, de quien sus remotos antecesores llevaban su nombre ancestral.
(...)
Hablaré ahora del Papado y de las Cruzadas.
San Gregorio VII, la segunda de las grandes fuerzas regeneradoras de la época, era de estirpe toscana campesina, de tipo etrusco, y, en consecuencia, de habla italiana. Su nombre era Hildebrando. Entender su carrera es la piedra de toque para saber si el historiador entiende la naturaleza de Europa. Porque San Gregorio VII no impuso nada en Europa. No hizo nada nuevo. Reforzó tan sólo el ideal con la realidad. Provocó una resurrección del cuerpo: unió la Iglesia centralizada con el Occidente.
Por ejemplo, por ese entonces era ideal de doctrina y tradición, costumbre inmemorial, que el clero fuera célibe. San Gregorio hizo del celibato eclesiástico disciplina universal.
La tremenda majestad del Papado se imponía a la mente humana como una vasta concepción política, desde hacía tiempo inmemorial. San Gregorio organizó esa monarquía y le dió instrumentos de gobierno propios.
La unidad de la Iglesia había sido la imagen constante sin la cual no podía entenderse la existencia de la Cristiandad: San Gregorio hizo que esa unidad fuera tangible y visible. Los historiadores protestantes, que en su mayoría ven en el hombre un fenómeno esporádico, dejan al descubierto por medio de esa errónea interpretación el origen de su anemia cerebral, y prueban que la fuente de su alimento intelectual no procede de la fuente de la vida de Europa. San Gregorio no fué un inventor, sino un renovador. No trabajó sobre su material, sino dentro de él; y su material fué la naturaleza de Europa: nuestra naturaleza.
Llena está la Historia de los abrumadores obstáculos que hombres como él habían de encontrar. Están en lucha no sólo contra el mal sino también contra la incercia y con los intereses locales, la visión confusa y los horizontes limitados. Siempre se consideran derrotados, como se considero derrotado San Gregorio al morir. Y siempre demuestran a la posteridad que han hecho mucho más que cualquier otro hombre. La Europa que dejó a su muerte San Gregorio fué el monumento de ese triunfo de cuya consumación él dudara. Y el temor de ese fracaso le hizo decir al morir: He amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso muero en el destierro.
Inmediatamente después de su desaparición tuvo lugar el estupendo esfuero galo de las Cruzadas. Las Cruzadas fueron el segundo de los grandes alzamientos armados de los galos. La primera, siglos atrás, había sido la invasión gala de Italia y Grecia y de las costas del Mediterráneo, en los antiguos tiempos paganos. La tercera, siglos después, había de ser la ola de la Revolución y de Napoleón.
El prefacio de las Cruzadas fué escrito en las interminables y ya triunfantes guerras libradas en España por la Cristiandad contra el Asia. Éstas habían enseñado el entusiasmo y el método por medio del cual podía rechazarse con lentitud al Asia, que durante tanto tiempo y en su plenitud había sitiado a Europa. De éstas procedían la ciencia militar y la aptitud para sufrir el cansancio que hizo posible la marcha de 2.000 millas sobre Tierra Santa. Las consecuencias de este tercer y último factor en el renacimiento de Europa son tantas, que sólo puedo dar de ellas una lista.
El Occidente, aun primitivo, descubrió por conducto de las Cruzadas la gran cultura, la acumulada riqueza, las fijas tradiciones civilizadas del Imperio Griego y de la ciudad de Constantinopla. Y descubrió también, en una nueva y vívida experiencia, el Oriente. El solo hecho de recorrer tantas tierras, el solo hecho de ver tantos lugares, tantos hombres, expandió y rompió las murallas de la mente de la Edad Oscura.
El Mediterráneo se cubrió de naves cristianas, y recobró con fértil rapidez su puesto de gran ruta de intercambio.
Europa despertó. Toda la arquitectura se transforma y surge un estilo totalmente nuevo: el gótico. Aparece entre las instituciones de la Cristiandad la concepción de los parlamentos representativos, de origen monástico, transportada con éxito al orden civil. Surgen las lenguas vernáculas y con ellas los comienzos de nuestra literatura: el toscano, el castellano, la langue d`Oc, el francés del norte, y algo después, el inglés. Aun aquellas lenguas primitivas que habían conservado siempre su vitalidad desde épocas inmemoriales, el celta y el germano, adquieren nuevas fuerzas creadoras y producen una literatura nueva. Surge la institución fundamental de Europa, la universidad; primero en Italia, inmediatamente después en Paris, que se convierte luego en centro y tipo de todo el sistema.
Los gobiernos civiles centrales comienzan a corresponder a sus límites naturales: se fija ante todo la monarquía inglesa; se une el reino de Francia; pronto han de cambiarse las regiones de España. Ha nacido la Edad Media.
La flor de este experimento fundamental en la historia de nuestra raza fué el siglo XIII. Eduardo I de Inglaterra, San Luis de Francia, y el Papa Inocencio III fueron los prototipos de sus dirigentes. Europa se renovaba por doquier: se contruían nuevas murallas blancas alrededor de las ciudades; nuevas catedrales góticas en su interior, nuevos castillos en las montañas; las leyes se codificaban; se descubrían los clásicos; volvieron a debatirse activamente las cuestiones filosóficas, produciendo en su primer esfuero la cumbre del poder expositivo, con Santo Tomás, el más fuerte y viril de los intelectos que la sangre europea haya dado al mundo.
Dos características destacan la época para los que se hayan familiarizado con su arquitectura, sus letras y sus guerras: una nota de juventud y una de satisfacción. Pudo imaginarse entonces que Europa se había asentado y que el sueño imborrable de una sociedad satisfactoria parecía haberse materializado para siempre en el seno de la comunidad de los cristianos.
Pero ni esa perduración ni ese bien le son permitidos a la humanidad, y el gran experimento, como lo he llamado, estaba destinado a fracasar. Mientras floreció, todo lo que es característico de nuestra ascendencia y naturaleza europea estaba visiblemente presente en la vida diaria, tanto en las pequeñas como en las grandes instituciones de Europa.
Nuestra propiedad de la tierra e implementos estaba bien dividida entre muchos o entre todos; produjimos al campesino; mantuvimos la independencia del artesano; fundamos la industria cooperativa. En el orden de las armas surgió el tipo militar que vive de acuerdo a las virtudes propias de las armas y detesta los vicios que de ellas pueden nacer. Y por sobre todo, esas generaciones fueron fortalecidas por un apetito de verdad intenso y viviente, por una gran percepción de la realidad. Vieron lo que tenían ante su vista, y llamaron las cosas por su nombre. Nunca estuvieron tan acordes con los hechos, las fórmulas políticas o sociales; jamás estuvo tan unida la masa de nuestra civilización... Y a pesar de todo, no duró mucho.
A mediados del siglo XIV, la decadencia de la Fe se hacía evidente en forma trágica. Se toleraban nuevos actos de crueldad, triunfaban las intrigas; la vacuidad se hizo notar en la frase filosófica y en la sofistería del argumento, y eso marcó el cambio en el curso de la corriente. No fué una institución del siglo XIII, sino una del siglo XIV, la que ocasionó el relajamiento: el Papado se tornó profesión y perdió su libertad; los parlamentos tendieron a la oligarquía; las ideas populares se fueron borrando de la mente de los gobernantes; las órdenes monásticas nuevas, vigorosas y democráticas, contaminadas por la riqueza, comenzaban a fluctuar; aunque estas últimas pueden siempre rehabilitarse.
Y por añadidura sobrevino el terrible accidente de la Muerte Negra. Aquí moría mitad de la población; allí, un tercio; más allá, un cuarto; y el gran experimento de la Edad Media no pudo reiniciarse después de este golpe.
Los hombres se aferraron aún a su ideal durante ciento cincuenta años más. Las fuerzas vitales desarrolladas llevaban todavía a Europa de una perfección material a otra; el arte de gobernar, la sugestión literaria, la técnica de la pintura y la escultura (elevadas en algunos lugares por una visión mejor, degeneraron en otros por un peor gusto) se desenvolvieron y multiplicaron en todas partes. Pero la realización suprema del siglo XIII fué considerada efímera al finalizar el XIV, y en el XV era ya manifiesto a todos que la tentativa de fundar una Europa simple y satisfecha había fracasado.
Las causas fundamentales de este fracaso no pueden analizarse. Podrá decir alguno que la ciencia y la historia eran muy débiles aún; que la parte material de la vida no era suficiente; que faltaba el conocimiento cabal del pasado, necesario para obtener la permanencia; o se podrá aducir que el ideal era demasiado elevado para el hombre. Yo, por mi parte, me inclino a creer que otras voluntades distintas de las mortales se disputaban el alma de Europa, como combaten diariamente por la conquista de las almas individuales, y que esa batalla espiritual que se desarrolla perpetuamente sobre nuestras cabezas fué vuelta contra nosotros por un tiempo, a raíz de algún accidente. Si es fantástica esta sugestión (y sin duda lo es), no hay otra, de cualquier modo, que sea completa.
Con el siglo XV habían de sobrevenir la prueba y la tentación supremas. La caída de Constantinopla y el abandono de Grecia, el redescubrimiento del pasado clásico, la imprenta, los nuevos grandes viajes -la India, al este; América, al oeste-, habían llevado a Europa (en el corto lapso de una vida humana, entre el 1453 y 1515) repentinamente a una tierra nueva, mágica y peligrosa.
A las provincias europeas, sacudidas por una tempestad intelectual de descubrimientos físicos, perturbadas por una expansión abrupta e indigerida del mundo material, de las ciencias físicas y del conocimiento de la antigüedad, les sería ofrecido un fruto que cada una podría probar a voluntad, pero cuyo gusto habría de llevar a males que ningún ciudadano europeo habría soñado hasta entonces; a cosas que hubieran hecho temblar a los criminales intrigantes y crueles tiranos del siglo XV, si les hubiera sido dado contemplarlas, y a un desastre que casi volcó la nave de nuestra historia, haciendo que se perdiera para siempre su carga de letras, de filosofía, de artes y del resto de nuestra potencialidad.
Ese desastre se llama comúnmente la Reforma. No pretendo analizar sus causas materiales, porque dudo de que alguna de ellas fuera íntegramente material. Prefiero, más bien, analizar el suceso y demostrar cómo los antiguos límites de Europa se mantuvieron firmes, aunque resquebrajados, resistiendo los embates de la tempestad; cómo esta tempestad pudo no haber arrasado sino las partes periféricas recientemente incorporadas -no fortalecidas en grado suficiente por la Fe y las costumbres propias de los hombres ordenados, las Alemanias exteriores y Escandinavia.
El desastre no hubiera sido de magnitud tan considerable, y Europa hubiera podido rehacerse una vez pasada la tormenta, si una excepción de importancia fundamental no hubiera determinado la crisis más intensa del temporal. Esa excepción fué la apostasía de Gran Bretaña.
Y simultáneamente con la pérdida de esta antigua provincia del Imperio, una nación, y sólo una, de aquellas que no habían sido criadas por el Imperio Romano, resistió el golpe y preservó la continuidad de la tradición cristiana: esa nación fué Irlanda.
(Fragmento tomado de la obra de H. Belloc, Europa y la Fe)
He dicho que tres grandes fuerzas, humanamente hablando, operaron el milagro: la personalidad de San Gregorio VII, la breve aparición -debida a un feliz accidente- del Estado normando, y finalmente, las Cruzadas.
Los normandos de la Historia, los verdaderos normandos franceses que conocemos, se agitan en el panorama histórico una generación después del año 1000. San Gregorio fué de esa misma generación. Cuando se inició el esfuerzo normando, era un joven; murió, después de realizar una gran obra, en 1085. Y en la medida en que puede hacerlo un hombre solo, él, el heredero de Cluny, rehizo a Europa. Inmediatamente después de su muerte se oyó hablar de las Cruzadas. De estos tres hechos procede el vigor de una Europa joven, fresca y renovada.
Mucho más pudiera añadirse. Esa época fué iluminada y clarificada por la constante carga caballeresca contra el musulmán. El Asia fué rechazada de los Pirineos, y a través de los pasos de los Pirineos cabalgaron siempre los grandes aventureros cristianos. Los vascos -un pueblo pequeño y extraño- fueron el corazón de la reconquista, pero el valle del torrente de Aragón fué su canal. La vida de San Gregorio es contemporánea de la vida del Cid Campeador. Y en el mismo año de la muerte de San Gregorio, Toledo, el sagrado centro de España, fue arrancada de manos de los mahometanos y de sus aliados los judíos, y conservada firmemente. Todo el sud de Europa vivió espada en mano.
En ese preciso instante aparece el romance: las grandes canciones, la mayor de todas, la Canción de Rolando; fermentó entonces la mente europea, anhelante después del letargo, penetrando en campos inexplorados. Y el escepticismo alerta que flanquea y acompaña la marcha de la Fe cuando ésta se muestra más vigorosa comenzó también a hacerse oír.
Hubo hasta una expansión allende los límites orientales, y fué reclamada una parte de la infructífera llanura báltica. Despertaron las letras y la filosofía. Había de aparecer pronte el mayor de sus exponentes: Santo Tomás de Aquino. Brotaron las artes plásticas, el color y la piedra. Retornó en pleno la sátira, y los largos viajes, y la contemplación. En general, el momento era de expectación y adelanto: la primavera.
Pero siguiendo el objeto de estas páginas debo dirigir la atención del lector a esas tres fuentes tangibles de la nueva Europa que, como ya he dicho, fueron los normandos, San Gregorio VII y las Cruzadas.
De los normandos podemos decir que en la Historia desempeñan un papel parecido al de las mirae o estrellas nuevas, que resplandecen de pronto en la oscuridad del cielo nocturno por unas horas, semanas o años y se pierden luego o se confunden en la infinitud de todas las cosas. No será historiador, en verdad, quien pretenda que Guillermo el Conquistador, organizador y creador de lo que hoy llamamos Inglaterra; Roberto el Diablo, conquistador de las Sicilias; o cualquiera de los grandes nombres normandos que iluminan a Europa en los siglos XI y XII, hayan sido parcialmente escandinavos. Fueron galos; de corta estatura, de lúcido designio, de golpe vigoroso y de filosofía positiva. No tenían relación alguna con el norteño, alto, suave y sentimental, de quien sus remotos antecesores llevaban su nombre ancestral.
(...)
Hablaré ahora del Papado y de las Cruzadas.
San Gregorio VII, la segunda de las grandes fuerzas regeneradoras de la época, era de estirpe toscana campesina, de tipo etrusco, y, en consecuencia, de habla italiana. Su nombre era Hildebrando. Entender su carrera es la piedra de toque para saber si el historiador entiende la naturaleza de Europa. Porque San Gregorio VII no impuso nada en Europa. No hizo nada nuevo. Reforzó tan sólo el ideal con la realidad. Provocó una resurrección del cuerpo: unió la Iglesia centralizada con el Occidente.
Por ejemplo, por ese entonces era ideal de doctrina y tradición, costumbre inmemorial, que el clero fuera célibe. San Gregorio hizo del celibato eclesiástico disciplina universal.
La tremenda majestad del Papado se imponía a la mente humana como una vasta concepción política, desde hacía tiempo inmemorial. San Gregorio organizó esa monarquía y le dió instrumentos de gobierno propios.
La unidad de la Iglesia había sido la imagen constante sin la cual no podía entenderse la existencia de la Cristiandad: San Gregorio hizo que esa unidad fuera tangible y visible. Los historiadores protestantes, que en su mayoría ven en el hombre un fenómeno esporádico, dejan al descubierto por medio de esa errónea interpretación el origen de su anemia cerebral, y prueban que la fuente de su alimento intelectual no procede de la fuente de la vida de Europa. San Gregorio no fué un inventor, sino un renovador. No trabajó sobre su material, sino dentro de él; y su material fué la naturaleza de Europa: nuestra naturaleza.
Llena está la Historia de los abrumadores obstáculos que hombres como él habían de encontrar. Están en lucha no sólo contra el mal sino también contra la incercia y con los intereses locales, la visión confusa y los horizontes limitados. Siempre se consideran derrotados, como se considero derrotado San Gregorio al morir. Y siempre demuestran a la posteridad que han hecho mucho más que cualquier otro hombre. La Europa que dejó a su muerte San Gregorio fué el monumento de ese triunfo de cuya consumación él dudara. Y el temor de ese fracaso le hizo decir al morir: He amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso muero en el destierro.
Inmediatamente después de su desaparición tuvo lugar el estupendo esfuero galo de las Cruzadas. Las Cruzadas fueron el segundo de los grandes alzamientos armados de los galos. La primera, siglos atrás, había sido la invasión gala de Italia y Grecia y de las costas del Mediterráneo, en los antiguos tiempos paganos. La tercera, siglos después, había de ser la ola de la Revolución y de Napoleón.
El prefacio de las Cruzadas fué escrito en las interminables y ya triunfantes guerras libradas en España por la Cristiandad contra el Asia. Éstas habían enseñado el entusiasmo y el método por medio del cual podía rechazarse con lentitud al Asia, que durante tanto tiempo y en su plenitud había sitiado a Europa. De éstas procedían la ciencia militar y la aptitud para sufrir el cansancio que hizo posible la marcha de 2.000 millas sobre Tierra Santa. Las consecuencias de este tercer y último factor en el renacimiento de Europa son tantas, que sólo puedo dar de ellas una lista.
El Occidente, aun primitivo, descubrió por conducto de las Cruzadas la gran cultura, la acumulada riqueza, las fijas tradiciones civilizadas del Imperio Griego y de la ciudad de Constantinopla. Y descubrió también, en una nueva y vívida experiencia, el Oriente. El solo hecho de recorrer tantas tierras, el solo hecho de ver tantos lugares, tantos hombres, expandió y rompió las murallas de la mente de la Edad Oscura.
El Mediterráneo se cubrió de naves cristianas, y recobró con fértil rapidez su puesto de gran ruta de intercambio.
Europa despertó. Toda la arquitectura se transforma y surge un estilo totalmente nuevo: el gótico. Aparece entre las instituciones de la Cristiandad la concepción de los parlamentos representativos, de origen monástico, transportada con éxito al orden civil. Surgen las lenguas vernáculas y con ellas los comienzos de nuestra literatura: el toscano, el castellano, la langue d`Oc, el francés del norte, y algo después, el inglés. Aun aquellas lenguas primitivas que habían conservado siempre su vitalidad desde épocas inmemoriales, el celta y el germano, adquieren nuevas fuerzas creadoras y producen una literatura nueva. Surge la institución fundamental de Europa, la universidad; primero en Italia, inmediatamente después en Paris, que se convierte luego en centro y tipo de todo el sistema.
Los gobiernos civiles centrales comienzan a corresponder a sus límites naturales: se fija ante todo la monarquía inglesa; se une el reino de Francia; pronto han de cambiarse las regiones de España. Ha nacido la Edad Media.
La flor de este experimento fundamental en la historia de nuestra raza fué el siglo XIII. Eduardo I de Inglaterra, San Luis de Francia, y el Papa Inocencio III fueron los prototipos de sus dirigentes. Europa se renovaba por doquier: se contruían nuevas murallas blancas alrededor de las ciudades; nuevas catedrales góticas en su interior, nuevos castillos en las montañas; las leyes se codificaban; se descubrían los clásicos; volvieron a debatirse activamente las cuestiones filosóficas, produciendo en su primer esfuero la cumbre del poder expositivo, con Santo Tomás, el más fuerte y viril de los intelectos que la sangre europea haya dado al mundo.
Dos características destacan la época para los que se hayan familiarizado con su arquitectura, sus letras y sus guerras: una nota de juventud y una de satisfacción. Pudo imaginarse entonces que Europa se había asentado y que el sueño imborrable de una sociedad satisfactoria parecía haberse materializado para siempre en el seno de la comunidad de los cristianos.
Pero ni esa perduración ni ese bien le son permitidos a la humanidad, y el gran experimento, como lo he llamado, estaba destinado a fracasar. Mientras floreció, todo lo que es característico de nuestra ascendencia y naturaleza europea estaba visiblemente presente en la vida diaria, tanto en las pequeñas como en las grandes instituciones de Europa.
Nuestra propiedad de la tierra e implementos estaba bien dividida entre muchos o entre todos; produjimos al campesino; mantuvimos la independencia del artesano; fundamos la industria cooperativa. En el orden de las armas surgió el tipo militar que vive de acuerdo a las virtudes propias de las armas y detesta los vicios que de ellas pueden nacer. Y por sobre todo, esas generaciones fueron fortalecidas por un apetito de verdad intenso y viviente, por una gran percepción de la realidad. Vieron lo que tenían ante su vista, y llamaron las cosas por su nombre. Nunca estuvieron tan acordes con los hechos, las fórmulas políticas o sociales; jamás estuvo tan unida la masa de nuestra civilización... Y a pesar de todo, no duró mucho.
A mediados del siglo XIV, la decadencia de la Fe se hacía evidente en forma trágica. Se toleraban nuevos actos de crueldad, triunfaban las intrigas; la vacuidad se hizo notar en la frase filosófica y en la sofistería del argumento, y eso marcó el cambio en el curso de la corriente. No fué una institución del siglo XIII, sino una del siglo XIV, la que ocasionó el relajamiento: el Papado se tornó profesión y perdió su libertad; los parlamentos tendieron a la oligarquía; las ideas populares se fueron borrando de la mente de los gobernantes; las órdenes monásticas nuevas, vigorosas y democráticas, contaminadas por la riqueza, comenzaban a fluctuar; aunque estas últimas pueden siempre rehabilitarse.
Y por añadidura sobrevino el terrible accidente de la Muerte Negra. Aquí moría mitad de la población; allí, un tercio; más allá, un cuarto; y el gran experimento de la Edad Media no pudo reiniciarse después de este golpe.
Los hombres se aferraron aún a su ideal durante ciento cincuenta años más. Las fuerzas vitales desarrolladas llevaban todavía a Europa de una perfección material a otra; el arte de gobernar, la sugestión literaria, la técnica de la pintura y la escultura (elevadas en algunos lugares por una visión mejor, degeneraron en otros por un peor gusto) se desenvolvieron y multiplicaron en todas partes. Pero la realización suprema del siglo XIII fué considerada efímera al finalizar el XIV, y en el XV era ya manifiesto a todos que la tentativa de fundar una Europa simple y satisfecha había fracasado.
Las causas fundamentales de este fracaso no pueden analizarse. Podrá decir alguno que la ciencia y la historia eran muy débiles aún; que la parte material de la vida no era suficiente; que faltaba el conocimiento cabal del pasado, necesario para obtener la permanencia; o se podrá aducir que el ideal era demasiado elevado para el hombre. Yo, por mi parte, me inclino a creer que otras voluntades distintas de las mortales se disputaban el alma de Europa, como combaten diariamente por la conquista de las almas individuales, y que esa batalla espiritual que se desarrolla perpetuamente sobre nuestras cabezas fué vuelta contra nosotros por un tiempo, a raíz de algún accidente. Si es fantástica esta sugestión (y sin duda lo es), no hay otra, de cualquier modo, que sea completa.
Con el siglo XV habían de sobrevenir la prueba y la tentación supremas. La caída de Constantinopla y el abandono de Grecia, el redescubrimiento del pasado clásico, la imprenta, los nuevos grandes viajes -la India, al este; América, al oeste-, habían llevado a Europa (en el corto lapso de una vida humana, entre el 1453 y 1515) repentinamente a una tierra nueva, mágica y peligrosa.
A las provincias europeas, sacudidas por una tempestad intelectual de descubrimientos físicos, perturbadas por una expansión abrupta e indigerida del mundo material, de las ciencias físicas y del conocimiento de la antigüedad, les sería ofrecido un fruto que cada una podría probar a voluntad, pero cuyo gusto habría de llevar a males que ningún ciudadano europeo habría soñado hasta entonces; a cosas que hubieran hecho temblar a los criminales intrigantes y crueles tiranos del siglo XV, si les hubiera sido dado contemplarlas, y a un desastre que casi volcó la nave de nuestra historia, haciendo que se perdiera para siempre su carga de letras, de filosofía, de artes y del resto de nuestra potencialidad.
Ese desastre se llama comúnmente la Reforma. No pretendo analizar sus causas materiales, porque dudo de que alguna de ellas fuera íntegramente material. Prefiero, más bien, analizar el suceso y demostrar cómo los antiguos límites de Europa se mantuvieron firmes, aunque resquebrajados, resistiendo los embates de la tempestad; cómo esta tempestad pudo no haber arrasado sino las partes periféricas recientemente incorporadas -no fortalecidas en grado suficiente por la Fe y las costumbres propias de los hombres ordenados, las Alemanias exteriores y Escandinavia.
El desastre no hubiera sido de magnitud tan considerable, y Europa hubiera podido rehacerse una vez pasada la tormenta, si una excepción de importancia fundamental no hubiera determinado la crisis más intensa del temporal. Esa excepción fué la apostasía de Gran Bretaña.
Y simultáneamente con la pérdida de esta antigua provincia del Imperio, una nación, y sólo una, de aquellas que no habían sido criadas por el Imperio Romano, resistió el golpe y preservó la continuidad de la tradición cristiana: esa nación fué Irlanda.
(Fragmento tomado de la obra de H. Belloc, Europa y la Fe)
No comments:
Post a Comment