A todos cuantos pretenden que no hay nada que iguale a la alegría de ver cada día en su lugar las cosas hermosas que Dios ha creado, les replicaré con el caso de un joven monje que habría dado sin pena todo cuanto los ojos pueden ver y todo cuanto la mano puede tocar, a cambio de tener la felicidad de contemplar, aunque sólo fuera un instante, a Aquella de la que se dice, con toda justicia, que es la gema, la flor de oro, la gloria de la tierra y de los cielos, Nuestra Señora la Virgen María.
Un día en que arrodillado ante su imagen bendita le decía, como en otras muchas ocasiones, que no había nada que deseara tanto como verla, no bajo la forma imperfecta de una estatua de piedra o de madera, sino tal y como era de verdad, la imagen le contestó:
—Hijo mío, no anuncio la hora de su muerte a nadie, pues tus días no me pertenecen a mí, sino a mi hijo. Pero si tanto deseas verme, te diré que no hay nadie en el mundo que haya obtenido este favor y no haya perdido la vista inmediatamente después.
—¡Ah! —exclamó el monje en el colmo de la felicidad— ¡quién no consentiría en perder la luz de sus ojos a cambio de semejante regalo!
Pero, igual que el que se cree perdido en el fondo del firmamento sigue unido a las cosas de la tierra por un hilo por muy delgado que éste sea, al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras rápidamente nuestro monje, que no estaba tan desprendido del mundo como creía, cubrió con la mano uno de sus ojos y miró con el otro.
Lo que vio con este ojo no tengo palabras para describirlo. La Reina del Cielo se le apareció con su túnica del color de las noches hermosas, sembrada de planetas y de estrellas, en medio de su Corte celestial y de sus ángeles músicos. Pero la visión no duró más que un relámpago, dejando al joven monje deslumbrado y más triste que antes, pues el haber visto a Nuestra Señora le daba más sed de Ella aún. Afortunadamente, le quedaba el ojo que se había tapado con la mano.
—¡Reina de la Belleza, —exclamó— que pierda el segundo de mis ojos, pero que pueda veros una vez más!
—Mírame pues una vez más si mi vista te resulta tan grata —dijo la imagen.
Y lo que vio con aquel ojo, fue una mujer pobre semejante a las que pueden verse por los caminos, que llevaba en su rostro tanto dolor y piedad que tampoco hay palabras para describirlo. La visión desapareció dejando esta vez al monje ciego, en la más absoluta oscuridad.
—¡Reina de la Misericordia —dijo éste entonces— perdonad que os haya engañado colocando la mano sobre el ojo, pero así he podido veros más bella aún, si eso es posible, en vuestra humildad que en vuestro esplendor!
Entonces la imagen le contestó:
—Te perdono, mi dulce amigo, por tu engaño inocente. Y por haberme amado tanto, te devuelvo lo que te había quitado.
Y el monje recuperó la vista, y volvió a ver todas las cosas en su lugar, como estaban antes. Pero ¿para qué quería los ojos tras haber visto a Nuestra Señora?... Después de recibir la comunión, no quiso volver a comer ni a beber. Permaneció tres días enteros con los ojos cerrados, y sin moverse. Y no se supo que había muerto hasta que sus ojos se abrieron, cuando ya no podía ver nada más.
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