Thursday, January 03, 2008

IDEA DE LA HISPANIDAD - Manuel García Morente (parte I)

I. ESPAÑA COMO ESTILO


Cuatro aspectos de la historia de España

Por cuatro veces en la historia universal ha sido España el centro y eje de los acontecimientos mundiales.
La primera vez fué cuando Roma, la gran civilizadora de pueblos, transcendió los límites de la península itálica y puso las plantas en la ibérica. Entonces España no existía. Existía tan sólo como una realidad geográfica. Pero los habitantes de las altas tierras que se extienden desde el Pirineo hasta los confines del Africa poseían ya, sin duda, algunas de las grandes virtudes que a lo largo de los siglos habían de desenvolver magníficamente; porque los hispánicos opusieron al ingreso y establecimiento de Roma en sus territorios tan tenaz y decidida resistencia, que por inesperada sorprendió y conmovió profundamente a los romanos. Fueron dos siglos de laboriosos esfuerzos –durante los cuales Roma tuvo que enviar a España sus mejores legiones y sus más esclarecidos generales– los que duró la conquista de España por los romanos. Y en realidad cabría decir que no hubo en la contienda vencedores ni vencidos; porque, como de Grecia más tarde, podría afirmarse también de España: que el conquistado conquistó al conquistador. No por la fuerza, sino por la superioridad de una cultura, de una civilización expansiva, fueron domeñados los hispánicos, que consintieron al fin en entrar a formar parte de ese consenso de pueblos que fué el Imperio Romano. Pero entonces los españoles, recibiendo de Roma un cañamazo de cultura y de vida civilizada, devolvieron a Roma, en energías creadoras y en típicas cualidades espirituales, crecidos réditos como pago de los beneficios obtenidos. Los españoles imprimieron su sello peculiar en la orientación histórica y cultural de la vida romana, que se fué hispanizando, por decirlo así, al tiempo que España se latinizaba. De España fueron a Roma hombres, ideas, pensamientos, cualidades vitales y espirituales, que dejaron indelebles huellas en la historia romana –entonces historia del mundo–. No hace falta insistir en detalles. La serie de los emperadores, de los filósofos, de los poetas, de los oradores españoles que marcaron rumbos en la política y en la cultura del Imperio está en la mente de todos. España, en su primer encuentro con un elemento extraño, supo, pues, maravillosamente asimilar lo necesario, conservando, empero, y afirmando la peculiaridad de sus propias esencias populares.
El segundo momento en que España ocupa el centro del escenario de la historia universal fué cuando el mundo árabe, desencadenado en uno de los vendavales más extraordinarios que registra la historia, invade por Occidente Europa, inunda España y amenaza volcarse como catarata sobre todo el resto del continente europeo y aniquilar la cristiandad. Entonces un puñado de españoles conscientes de su alto misión histórica, un puñado de españoles en quienes las virtudes futuras de la raza habíanse ya depurado, fortalecido y acrisolado, oponen a la ola musulmana una resistencia verdaderamente milagrosa. En las montañas de Asturias salvóse la cristiandad y con ella la esencia de la cultura europea. Mas he aquí, entonces, a España, constreñida durante ocho siglos a montar la guardia en el baluarte de Europa, para permitir que el resto de los países europeos vague en paz y tranquilidad a sus menesteres interiores. España, a quien la Providencia confirió la misión de salvar la cultura cristiana europea, asume su destino con plenitud de valor y de humildad; y durante ocho siglos lleva a cabo, a la vez, dos empresas ingentes: la de oponer su cuerpo y su sangre al empujón de los árabes, asegurando así la tranquilidad de Europa, y la de hacerse a sí misma, crearse a sí misma como nación consciente de su unidad y de su destino. La compenetración de esas dos tareas históricas explica muchos de los caracteres más típicos de la hispanidad; porque en la península, durante esos siglos de germinación nacional, la vida ha debido manifestarse y desenvolverse siempre en dos frentes, por decirlo así, en negación de lo ajeno y en simultánea afirmación de lo propio, como repulsa de las formas mentales y espirituales oriundas del mundo árabe y como tenaz mantenimiento de las primordiales condiciones y aspiraciones de la naciente nacionalidad. Por eso el espíritu religioso, cristiano, católico, llega a constituir un elemento esencial de la nacionalidad española. Durante ocho siglos no hay diferencia entre el no ser árabe y el ser cristiano; la negación implica la afirmación, Ia afirmación lleva en si la negación. La nación española, teniendo que forjar su ser, su más propia e intima esencia, en la continua lucha contra una convicción religiosa ajena, contraria, exótica e imposible, hubo de acentuar cada día más amorosamente, en el seno de su profunda intimidad, el sentimiento cristiano de la vida. El cristianismo desde entonces es algo consubstancial con la idea misma de la hispanidad.
Pero además de la sensibilidad católica, esa lucha de ocho siglos contra el peligro musulmán desenvuelve en el alma hispánica un modo de ser peculiar, una acentuación de las virtudes guerreras en la persona individual, unas cualidades típicas que, depuradas en años y siglos de ejercicio real o imaginado, vienen a condensarse en el tipo humano del caballero –tipo que, al finalizar este período, domina en el mundo y da la pauta a las preferencias sociales.
Mas con esto llegamos al tercer gran momento de la historia española: los siglos XVI y XVII. Ya está terminada la secular tarea. Los últimos mahometanos trasponen las fronteras de la península; y al mismo tiempo el diseño psicológico del alma española acaba de redondear su traza inmortal. las energías que durante los ocho siglos de la Reconquista habían ido destilándose han constituido ya la nación española, han forjado ya el ideal hispánico de vida, han pergeñado decisivamente el tipo de hombre español. Ahora la hispanidad, terminada su labor interna, se expande hacia fuera, sale de sus fronteras, toma en sus manos la dirección del curso histórico y durante dos siglos lleva –por decirlo así– la batuta en el concierto de la historia universal. España enseña al mundo, en este período de su hegemonía, las tres ideas básicas en que se funda la vida política moderna. En primer lugar, la idea del Estado nacional, que los Reyes Católicos llevan a realización plena, antes que ninguna otra monarquía de Europa. Justamente la gran tarea de la Reconquista había preparado a España para ser en el mundo moderno la primera nación en donde el Estado, la monarquía y el pueblo se fundieran como unidad política actuante, eliminando la monarquía las fuerzas de todo poder disidente y los últimos vestigios del feudalismo medieval. Cuando en Europa todavía los señores son poderosos contra el rey, ya en España, en la España de los Reyes Católicos, el poder real identificado con el pueblo y constituyendo unidad sólida de Estado, reduce toda oposición y allana toda asperidad de rebeldía. En segundo lugar, España bajo los Reyes Católicos constituye, por vez primera en la historia moderna, el modelo de un ejército nacional, órgano indispensable del nuevo Estado; el cual, en efecto, no sería capaz de realizar su propia esencia política si no dispusiera de una fuerza armada a las órdenes, no del rey como señor, sino del rey como jefe indiscutido del Estado nacional. En tercer lugar los españoles, la nación española, enseñan al mundo de entonces los principios teóricos y la realización práctica de la moderna política «imperialista». Desde los Reyes Católicos hasta Felipe IV, España expande por el orbe su imperio universal, establece su predominio en las partes de Europa, dilata sus posesiones por los nuevos mundos, que sus navegantes descubren, circunda la tierra llevando la cruz y su bandera por las comarcas más remotas conquista y coloniza continentes y construye el imperio más vasto que la historia ha conocido. Y en estas tres esenciales enseñanzas: concepto del Estado nacional monárquico, idea del ejército nacional, expansión imperialista de la política exterior, España, anticipándose a todos los demás pueblos, señala el programa que las demás naciones se propondrán realizar después de ella y en contra de allá. Lo que Inglaterra y Francia, seguidas luego por Alemania e Italia, hanse esforzado por ser y hacer en la tierra es –no se olvide– una idea que España pensó y realizó la primera en la historia del mundo moderno.
Por último, la cuarta ocasión en que España ocupa el centro y constituye el eje de la historia universal es la coyuntura actual, la que estamos viviendo en nuestros días. España se ha encontrado de pronto con que el destino histórico le señalaba una misión de transcendental importancia: la de dilucidar, la de demostrar experimentalmente la imposibilidad de que una teoría, por apoyada que esté en fuerzas materiales, prevalezca sobre la realidad histórica de la nacionalidad. Las necesidades políticas de un Estado extranjero y las obligaciones ideológicas de una teoría social exótica determinaron que desde 1931 España fuese invadida, sin previa declaración de guerra, por un ejército invisible, pero bien organizado, bien mandado y abundantemente provisto de las más crueles armas. La Internacional comunista de Moscú resolvió ocupar España, apoderarse de España, destruir la nacionalidad española, borrar del mundo la hispanidad y convertir el viejísimo solar de tanta gloria y tan fecunda vida en una provincia de la Unión Soviética. De esta manera el comunismo internacional pensaba conseguir dos fines esenciales: instaurar su doctrina en un viejo pueblo culto de Occidente y atenazar la Europa central entre Rusia por un lado y España soviética por el otro, creando, al mismo tiempo, a las puertas mismas de Francia una base eficaz para la próxima acometida a la nacionalidad francesa. Este plan, cuya base principal era la sovietización –la deshispanización– de España, es el que ha convertido a la nación española hoy en el centro o eje de la historia universal. Porque las circunstancias en que se ha procurado la ejecución de ese plan son tales, que su éxito o su fracaso habría de decidir un punto capital para la historia futura del mundo: el de si es posible o no que la teoría política y social del comunismo prevalezca sobre la realidad vital de las nacionalidades y deshaga –más o menos lentamente– la división de la humanidad en naciones. Y así, de pronto, el problema de España ha quedado elevado a la categoría de un verdadero experimento crucial de la historia. Este experimento histórico ha sido, empero, concluyente. Iniciado en 1931, he aquí que durante los siete años fatídicos las ruinas se han ido amontonando sobre España, los cadáveres se han ido hacinando en piras gigantescas. Pero los vesánicos esfuerzos de los «sin patria» se han estrellado, al fin, ante la secular voluntad de una nación que no quiere morir asesinada. Al cabo de siete años de esfuerzos formidables, el fracaso del comunismo internacional es patente. Sobre las ruinas humeantes que los ejércitos comunistas dejan atrás en su fuga, ondea victoriosa la bandera nacional; y la nacionalidad hispana se siente hay más fuerte, más vigorosa, más decisiva que nunca. España acaba, pues, de demostrar al mundo que ninguna teoría, por armada que esté de recursos, puede destruir la nacionalidad, base indispensable de toda vida colectiva humana. España ha asumido estoicamente el papel de víctima ejemplar en el laboratorio de la historia y ha dado en su propia carne y con su propia sangre una inolvidable lección al mundo, una lección que ojalá, en efecto, no sea olvidada jamás.

España, sujeto activo de la historia

Considerad, señores, estos cuatro momentos capitales de la historia de España. Un mismo rasgo esencial los emparenta y casi los identifica. En las cuatro fundamentales ocasiones España ha actuado siempre de la misma manera: aceptando estoicamente su destino, pero, al mismo tiempo, reaccionando sobre los hechos reales, para imprimir en ellos la forma de su propia esencia espiritual, afirmada por encima de cualesquiera vicisitudes. La aceptación estoica del destino histórico es, pues, el primer rasgo saliente de la actitud hispánica ante la vida. España ha sido siempre fiel a su destino histórico. Jamás ha eludido los problemas que la coyuntura de los hechos le planteaba. Pudo, por ejemplo, someterse sin resistencia al yugo romano; no lo hizo sino que asumió con entereza ejemplar la empresa de hacerse respetar por el poderoso e ingresar sobre base de igualdad en el consenso jurídico de la cultura latina. Pudo dejar pasar sobre sus lomos la avalancha musulmana; no lo hizo, sino que descubrió en la lucha contra el Islam la razón misma de su propio ser histórico. Pudo mantenerse quieta en la intimidad de sus fronteras, después de terminada la tarea de la Reconquista; no lo hizo, sino que aceptó impávida la misión, que el momento histórico le imponía, demostrar al mundo –acaso prematuramente– lo que es y debe ser el Estado nacional moderno. Por último, en el momento presente, pudo –admitámoslo como mera posibilidad abstracta– recibir con pasiva mansedumbre la invasión comunista soviética y dejarse anular como nación; no lo hizo, sino que se irguió con todas sus energías, resolviendo en su provecho propio, y en paradigma ejemplar para el mundo, el problema histórico planteado por el comunismo internacional. En las cuatro ocasiones, pues, siempre España se ha resuelto sin vacilación a asumir estoica, heroicamente, la tarea que el destino histórico le planteaba.
Pero al mismo tiempo que fiel a su destino, España ha sido siempre también fiel a su propia esencia, a su ser espiritual. Aceptando los hechos, nunca ha permitido que los hechos se adueñasen de su alma, sino que, por el contrario, ha sido ella, la hispanidad, la que, revolviéndose, ha impreso sobre los hechos la huella indeleble de su esencia espiritual. La fidelidad al destino no impidió jamás a España el ser también fiel a sí misma y a su más íntima esencia. Dicho de otro modo: la historia de España nos ofrece a cada instante –y más claramente en sus más preclaros momentos– la imagen de un pueblo que no ha consentido nunca en ser mero objeto pasivo de los acontecimientos, sino que ha querido ser sujeto activo de ellos, un pueblo que nunca se ha dejado «hacer» por la historia, sino que ha «hecho» él mismo la historia, su historia –y muchas veces la ajena–. Habrá podido, en ciertos períodos de ideologías incongruentes con su propio espíritu –por ejemplo en los siglos XVIII y XIX– apartarse del tráfago universal y recluirse desdeñosa en el aislamiento de sí mismo. Pero aun esa misma ausencia no puede considerarse como pasividad; es tan sólo disconformidad, es decir, una nueva forma de afirmación propia. Y así, a todo lo largo de los siglos, podríamos muy bien contemplar la historia de España como un lento proceso de propia depuración, como un continuo ejercicio ascético encaminado a perfeccionar, en la actuación temporal, cierto «ser colectivo», cierto «modo de ser humano» típico y peculiar, que llamaríamos la «hispanidad». En consonancia con los caracteres fundamentales de lo orgánico, de lo viviente, cabría, pues, decir que si la historia de España engendra la hispanidad, no menos cierto es que a su vez la hispanidad engendra la historia de España; y que si los hechos en el tiempo han ido creando esa esencia espiritual que llamamos España, también, en sentido inverso, cabe considerar la evolución de la historia como producto concreto de esa esencia eterna que llamamos la hispanidad. La historia de España es, en suma, el ejemplo más puro que se conoce de «ascetismo histórico», donde un pueblo entero hace lo que hace porque es quién es y para ser quién es.

El tema de estas conferencias

Pero entonces, ante ese panorama histórico tan sorprendente de un pueblo, cuyo desenvolvimiento se cifra en la fidelidad a sí mismo, el problema inmediato que se plantea es el de descubrir, definir, explicar en qué consiste ese «sí mismo», al cual la nación española ha permanecido siempre fiel. ¿En qué consiste la hispanidad? ¿Qué es esa España idéntica y diversa a lo largo del tiempo? ¿Qué es ese «ser» de lo hispánico, al cual la historia de España se subordina de una punta a otra de su largo camino? En estas conferencias nos hemos propuesto, precisamente, responder –con mayor o menor exactitud– a esas preguntas. Estas conferencias no son otra cosa que un esfuerzo por apresar, en palabras y en conceptos, algo, al menos, de esa impalpable esencia que venimos llamando la hispanidad. El intento es, por la índole propia del problema, irrealizable. La esencia de una nación, como la de un individuo, no se puede definir, no se puede reducir a conceptos intelectuales; es tan característica, tan singular y única, que resulta imposible subsumirla en un conjunto de notas lógicamente inteligibles. Por eso lo único que podremos –acaso– lograr será dar una sensación general de lo que es la hispanidad, ayudar al lector a tener una intuición de lo hispánico; nunca, empero, definir en conceptos ese germen, a la vez producto y productor, que ha engendrado y engendrará todavía un indefinido número de formas concretas y particulares en la sucesión del tiempo.

Idea de la nacionalidad. Naturalismo

Sobre la esencia de la nacionalidad existen al presente dos grandes grupos de teorías. Un primer grupo, que es el de las teorías que llamaríamos naturalistas. Un segundo grupo, que es el de las teorías que llamaríamos espiritualistas.
Las teorías naturalistas son aquellas que consideran que la esencia de la nación consiste en una cosa natural; por ejemplo, la sangre, la raza, o un determinado territorio de fronteras bien definidas geográficamente, o el cuerpo material de un idioma, un montón de vocablos. Según estas teorías la nación sería, pues, el producto histórico, la resultante de las virtualidades inscritas en esas «cosas» naturales: sangre, raza, territorio, idioma, &c. Un cierto número de caracteres primarios, esenciales, inherentes a esos objetos naturales –por ejemplo los caracteres somáticos, raciales, los geográficos, los idiomáticos– imprimiríanse indefectiblemente en los grupos humanos partícipes y se propagarían a todos los hechos sucesivos y simultáneos verificados por esos hombres y grupos, constituyendo la unidad histórica que llamamos nación. Ahora bien, a este grupo de teorías naturalistas es posible oponer graves y, a mi parecer, decisivas objeciones.
Sin duda alguna la sangre, la raza, constituye un ingrediente importante en la formación de la nacionalidad. Pero ¿puede decirse que ese ingrediente sea el que por sí solo haga la nación y la esencia misma de la nación? De ninguna manera. Ahí están los hechos históricos que lo desmienten. En España, por ejemplo, podemos enumerar un cierto número de razas y sangres distintas que, sin embargo han ingresado en el crisol de la nacionalidad y se han depurado en el más acendrado hispanismo. Los iberos, procedentes del sur, se funden con los celtas septentrionales. Los celtíberos se funden con los romanos. La población hispano-romana presencia las efímeras invasiones de vándalos, de alanos y de suevos, pero también el establecimiento definitivo de los visigodos. Todo ello sin contar las colonizaciones fenicias y griegas en nuestras costas mediterráneas. No puede decirse, por consiguiente, que la nacionalidad española esté constituida sobre la base de una unidad y pureza absoluta de raza. El elemento racial en una nación es, desde luego, importante; pero no el único y, menos aún, el esencial. Un ejemplo característico encontramos en la historia del arte. Viene de Grecia a España un pintor, que no tiene ni una gota de sangre española, el Greco. Y este pintor se asimila tan profundamente el espíritu español, la esencia de la hispanidad, que sus cuadros constituyen uno de los más elevados exponentes del alma hispánica. No digamos, pues, que la raza o la sangre sean los elementos esenciales de la nacionalidad.
¿Diremos, entonces, que esa esencia de la nación está formada por la contigüidad de vida, por la base del territorio común? ¿Diremos que forman nación aquellos hombres que conviven un mismo territorio, bien definido geográficamente, por sola su coexistencia telúrica? Pero tampoco podemos decir esto. La historia, los hechos históricos se oponen a ello. Los territorios nacionales varían a lo largo de la historia y sufren las vicisitudes de la historia. Dependen de la nacionalidad; no la nacionalidad depende de ellos. La doctrina de las «fronteras naturales» encuentra una y otra vez en la historia su refutación. Francia no tiene frontera natural con Bélgica y casi tampoco con Alemania. España no tiene frontera natural con Portugal; y, sin embargo, el espíritu español, la nacionalidad española es bien distinta y diferenciada de la portuguesa. Galicia, región que geográficamente se asemeja más a Portugal que a Castilla, pertenece, sin embargo, íntimamente a la unidad nacional española y no a la portuguesa. Por consiguiente tampoco puede decirse que la contigüidad de población o el territorio común constituya la esencia de la nacionalidad.
¿No será, pues, el idioma el que define y fundamente la nación? Pero, evidentemente, el idioma es un producto del espíritu nacional, lejos de ser la causa agente del mismo. El lenguaje, todo lenguaje, cambia, evoluciona en el curso de la historia; justamente el estudio minucioso de esos cambios históricos del idioma nacional revela la actuación sobre él del espíritu, del alma nacional, que, preexistente en cada momento, modifica el cuerpo del idioma acomodándolo a las necesidades espirituales de la nación. Por eso pueden en una nación coexistir idiomas distintos sin que ello infiera menoscabo a la unidad nacional; porque la unidad nacional no depende de la unidad lingüística. No es, pues, tampoco la lengua la que constituye la esencia que buscamos de la nacionalidad.
Ni la raza, ni la sangre, ni el territorio, ni el idioma bastan, pues, para dilucidar el «ser» de una nación. La sangre, el territorio, el idioma son «cosas», pertenecen a la naturaleza. La nación, empero, no es una «cosa», sino algo superior a toda concreción natural. Sin duda, al amar a nuestra patria amamos todos la sangre que corre por nuestras venas, por las de nuestros padres y abuelos, por las de nuestros hijos. Sin duda, al amar a nuestra patria, amamos todos el idioma familiar, los vocablos luminosos con que nuestra madre nos enseñara a hablar con Dios y con ella, los que ella, a su vez, había aprendido de sus padres, los que de generación en generación se han transmitido como vaso sagrado de toda nuestra cultura. Sin duda, al amar a nuestra patria, amamos todos la material realidad telúrica de nuestro suelo, los paisajes dulces y tiernos o ásperos y sublimes, que encantaron nuestra niñez. Pero la nación española, que todos los españoles amamos por encima de nosotros mismos, la patria española es algo superior a esa sangre, a ese suelo, a ese idioma. La patria, la nación española es algo superior a todo eso, porque ha hecho todo eso. Ese suelo, ese idioma, esa sangre, las formas que todo eso tiene, la manera de convivir los hombres en ese territorio, el idioma de esos hombres, el modo de expresarse, las costumbres, los monumentos, las instituciones, todo, en suma, lo que se contiene visible o invisible en el vocablo España, todo eso es producto concreto del espíritu hispánico, todo eso es el cuerpo mismo de la nación. Pero ¿cuál es su alma, cuál es su esencia?

El hombre y la naturaleza

Las teorías naturalistas de la nacionalidad son, pues, en su fondo radical erróneas; porque desde el primer instante cometen el error de considerar la nación como una cosa, como una cosa natural, cuya explicación, por lo tanto, tendría que hallarse, a su vez, en cosas naturales. Ahora bien, la nacionalidad no es cosa; ni menos cosa natural. La nación está por encima de las realidades naturales y de toda cosa concreta; porque la nación es creación exclusivamente humana, con todos los caracteres típicos de lo específicamente humano, es decir, de lo anti-natural. El hombre, en efecto, si por un lado pertenece a la naturaleza y participa de las cosas, a cuyas leyes obedece, es, por otro lado, el único ser natural dotado de la libertad; la cual consiste justamente en el poder de superar la naturaleza. La libertad humana hace del hombre el ser capaz de luchar contra la naturaleza y vencerla. La libertad humana convierte al hombre en autor de su propia vida y en responsable de ella –lo que jamás puede ser un ente meramente natural–. Considerad la diferencia capital que existe entre el hombre y el animal. No busquéis esa diferencia ni en la cuantía de los órganos o facultades, ni en la diversidad de las formas visibles. No la busquéis en ninguna comparación basada sobre las dos realidades «naturales». Pero, en cambio, buscadla y la encontraréis en la índole peculiar de las diferentes vidas que el hombre y el animal viven. La vida del animal transcurre toda ella constreñida por las leyes naturales que imperan sobre la especie. En cada momento la vida del animal está íntegramente predeterminada por la serie total de los antecedentes reales, por el instinto, por la fisiología, la anatomía, la psicología de la especie a que pertenece. Por eso dos animales de una misma especie tienen vidas idénticas. El animal no se hace su propia vida, sino que la recibe ya hecha, hasta en sus menores detalles; y se limita a ejecutarla. Es como el comediante, que representa un papel escrito, pensado y concebido por otro. Por eso el animal no es responsable de su propio ser, de su propia vida; porque esa «su» vida no es en puridad suya, sino de... la naturaleza.
El hombre, en cambio, porque es libre, necesita hacerse a sí mismo su propia vida. La libertad humana consiste justamente en eso: en que la vida del hombre no viene de antemano hecha por las leyes de la naturaleza, sino que es algo que el hombre mismo, al vivirla, tiene que hacer y resolver en cada instante y con anticipación. Vivir es para el animal hacer en cada momento lo que por ley natural tiene que hacer. Vivir, en cambio, es para el hombre resolver en cada momento lo que va a hacer en el momento siguiente. Al animal no le compete, como viviente, sino ejecutar la melodía ya pre-escrita de su vida. El hombre, en cambio, tiene que pensar primero lo que quiere que su vida sea; tiene que decidir luego serlo; y, por último, tiene que ejecutar esas sus propias resoluciones y previos pensamientos. Por eso el animal, que no es libre, hállase totalmente subsumido en el concepto de naturaleza; mientras que el hombre, libre, supera en sí mismo y fuera de sí la naturaleza y se hace a sí mismo –se inventa, se crea– su propia vida, que no puede en modo alguno contemplarse y juzgarse con los conceptos sacados de la realidad natural. Así la vida animal, como pura naturaleza, está sujeta a la uniformidad en todos y cada uno de los individuos de cada especie; en cambio la vida del hombre es estrictamente individual y cada vida humana representa un valor infinito, precisamente porque es singularísima y propia de una personalidad irreductible. (Obsérvese en este punto que la consecuencia inmediata del comunismo sería el uniformismo de las vidas humanas, es decir, la animalización del hombre; consecuencia a la que las premisas «naturalistas» del marxismo –como de cualquier otra forma de naturalismo– conducen inevitablemente. Por eso se ha dicho, con razón profunda, que luchar contra el comunismo es tanto como luchar por la cultura y civilización humanas.)
Así, el hombre es propiamente hombre por lo que tiene de no-animal, esto es, de no-natural. Para vivir humanamente, el hombre necesita pensar de antemano, prever de antemano lo que «quiere ser», a fin de serlo en su vida. Necesita dominar la naturaleza, dar realidad a algo que naturalmente no la tiene, esforzarse por imaginar un tipo de vida, un modo de ser, cuyo modelo no encuentra en ninguna parte, en ningún lugar natural, sino sólo en lo más profundo de su corazón. El hombre no tiene, pues, «naturaleza», sino que se hace a sí mismo en la vida; es más, su vida consiste justamente en ese «hacerse a sí mismo». Desde que nacemos hasta que morimos, los humanos somos responsables de cada momento y de todos los momentos de nuestra vida; y ese comodín que llaman algunos «naturaleza humana», no es, en realidad, sino la base sobre la cual ha de erguirse y encumbrarse la verdadera y auténtica humanidad, la que consiste en superar cuanto de meramente natural hay en nosotros.
Mas tan pronto como penetramos en los ámbitos de la libertad, tropezamos con el espíritu, esto es, con la capacidad infinita y la infinita diversidad de formas. En efecto, decir que la vida humana no es animal, equivale a decir que la vida humana no es uniforme, sino infinitamente diversa. Esa diversidad se manifiesta justamente en la historia. La historia es la continua producción por el hombre de formas y modos de ser nuevos, imprevistos, que no pueden derivarse de elementos naturales. La historia es –como la vida del hombre– algo que ninguna ley de la naturaleza predetermina. El hombre la hace libremente, al hacer su propia vida. Por eso, en la historia humana encontramos un repertorio tan variado de formas o modos de ser hombre –desde el faraón egipcio hasta el cortesano de Luis XIV, desde el nómada árabe hasta el mandarín chino, desde el filósofo griego hasta el conquistador español, desde el samurai japonés hasta el labriego castellano–. Y aun le quedan a la humanidad infinitas formas que discurrir y realizar –Dios sólo las conoce.
La nación, la nacionalidad, es también una de esas estructuras humanas, no naturales, hijas legítimas de la libertad del hombre. La nación es una creación del hombre. Por eso decíamos de ella que supera infinitamente toda naturaleza, toda «cosa» natural, como la sangre, la raza, el territorio, el idioma. La naturaleza, abandonada a sí misma, produciría razas, quizá incluso organizaciones como las de los castores o las de los hormigueros. Jamás empero, eso que llamamos nación, patria, pueblo.

Teorías espiritualistas de la nacionalidad

Así, pues, no pudiendo la esencia de la nacionalidad encontrarse en una cosa natural, fuerza es resolverse a buscarla en un acto espiritual. Aquí tropezamos, pues, con el segundo grupo de teorías a que hace un instante me he referido. Son todas ellas teorías que, en efecto, reconocen la imposibilidad de definir la nación como cosa natural y la necesidad consiguiente de definirla como acto espiritual. Ahora bien, ¿cuál es ese acto espiritual en que la nación consistiría?
De entre las teorías espiritualistas de la nacionalidad entresacaremos dos, que, por la prestancia de sus autores y por la claridad de su diseño resultan adecuadísimas a los propósitos de nuestro estudio. El filósofo frances Renan se propone buscar una definición de la nación. Bien pronto, empero, se da cuenta de que los elementos naturales, como raza o sangre, territorio, idioma, no bastan a explicar los contenidos trascendentes de la nacionalidad. Entonces, como acabamos de hacer nosotros, desecha las teorías naturalistas y encamina su indagación hacia un acto espiritual. Y llega a la conclusión de que la nación es el acto espiritual colectivo de adhesión que en cada momento verifican todos los partícipes de una determinada nacionalidad. «Una nación –dice– es un plebiscito cotidiano.» Fórmula feliz, sin duda, clara, breve, contundente y que pone la esencia de la nación en el ápice íntimo de todos los corazones que la componen. En efecto, una nación es eso, la adhesión plebiscitaría que todas las almas tributan diariamente a la unidad histórica de la patria. Pero no basta con esto. Hace falta concretar algo más. ¿Sobre qué objeto recae esa adhesión de todos? Para Renan, el objeto a que el plebiscito cotidiano nacional presta su adhesión no puede ser otro que el pretérito, la historia nacional, «un pasado de glorias y de remordimientos». Nación es, pues, según Renan, todo grupo de hombres que, conviviendo juntos desde hace mucho tiempo, prestan diariamente a la unidad, que constituyen, una adhesión constante, referida a la integridad de su pasado colectivo. Según esto, la nación española, por ejemplo, sería el acto espiritual que diariamente prestamos todos los españoles –dignos de tal nombre– a nuestro pasado integral, a toda nuestra historia pretérita, es decir, a los malos como a los buenos lados, a las «glorias» como a los «remordimientos», haciéndonos solidarios de todo lo que nuestros antecesores han hecho, han pensado y han sido, inscribiéndonos en la lista infinita de esos hombres que, desde Viriato hasta hoy, constituyen una a modo de irrompible cadena.
Frente a esta teoría de Renan podemos colocar la tesis del filósofo español José Ortega y Gasset. El ilustre pensador hispano comparte con Renan la convicción de que ni la sangre, ni la raza, ni el territorio, ni el idioma, ni elemento ninguno «natural», pueden considerarse como esencia de la nacionalidad. También, como Renan, cree José Ortega y Gasset que un acto espiritual tiene que ser el que constituya la esencia de la nacionalidad. Ese acto es, por último, para el filósofo español, como para el francés, un acto de adhesión plebiscitaria que los hombres actuales tributan a la unidad de la patria. Pero la diferencia entre los dos pensadores cuyas teorías analizamos es que, para Renan, la adhesión plebiscitaría recae sobre el pasado histórico colectivo, mientras que para José Ortega y Gasset recae sobre el porvenir histórico que va a realizarse. La nación es, pues, según éste: «primero: un proyecto de convivencia total en una empresa común; segundo: la adhesión de los hombres a ese proyecto incitativo.» La idea, pues, de un futuro, que se ofrece como forma deseable y preferible de convivencia total, sería lo que, para José Ortega y Gasset, mejor definiría la esencia de la nacionalidad; pues esa esencia, que en la historia se revela siempre creadora, productora, fecunda en obras y formas nuevas, ha de ir evidentemente orientada hacia el porvenir, si ha de ser, en efecto, como siempre ha sido, propulsora de la vida social. La adhesión al pasado histórico no bastaría a explicar el dinamismo creador de la naciónalidad. Siendo ésta una forma de vida actual, tiene necesariamente que orientarse hacia el futuro, al cual se encara por definición toda vida humana.
He aquí, pues, las dos teorías más notorias del grupo espiritualista, en lo referente a la esencia de la nacionalidad. Si las examinamos en comparación una de otra, hallaremos ante todo que en muchas partes coinciden, y que donde no coinciden no son tampoco incompatibles o contradictorias. Coinciden en toda la parte que pudiéramos llamar negativa: eliminación radical de las concepciones naturalistas y necesidad de buscar la nacionalidad en un acto espiritual. Coinciden también en el carácter de adhesión colectiva que dan a ese acto espiritual. Sólo discrepan en el momento de determinar el objeto sobre el cual haya de recaer la adhesión colectiva. Ese objeto es, para Renan, el pasado; para José Ortega y Gasset es, en cambio, el futuro. Pero esta divergencia no parece, en el fondo, irreductible. La adhesión a una «empresa futura» se compadece perfectamente con la adhesión a un pasado de «glorias y remordimientos». El acto de adhesión podría tener muy bien dos facetas: la una que mirase al pasado y la otra que mirase al futuro. Así, pues, las dos teorías espiritualistas que acabamos de examinar no sólo no se oponen, sino que podrían de un modo relativamente fácil componerse en una sola teoría mas amplia y comprensiva.

La nación como estilo

Pero esta teoría más amplia y comprensiva tendría que superar las dos tesis espiritualistas en el residuo que aun les queda de naturalismo, en su concepto de acto espiritual o de adhesión. A mi juicio, el error fundamental de cada una de estas dos tésis está en lo siguiente: La teoría de Renan olvida que la adhesión plebiscitaría al pasado no tendría eficacia ni virtualidad histórica, viva y activa –sería un mero romanticismo contemplativo–, si no fuese completada por la adhesión a un futuro incitante, a un proyecto de ulterior vida común. El patriotismo nacionalista no se limita al pasado y al presente, sino que se ejercita también sobre el futuro, sobre el ideal o propósito o programa de un venturoso porvenir. Cada partícipe de un país siéntese, en efecto, desde su juventud, peón y campeón del engrandecimiento nacional. Mas, por otra parte, debemos preguntarnos: ¿es que un proyecto cualquiera de futuro puede merecer la adhesión de todos los nacionales? Evidentemente, no. Un proyecto cualquiera de futuro no va a recibir, por el solo hecho de ser proyecto futuro, la adhesión plebiscitaria de los nacionales. Puede acontecer que en una nación un grupo de hombres proponga a la totalidad nacional una determinada empresa a realizar y que la nación rechace esa empresa. Mas no nos quedemos en esto. Sigamos preguntando: ¿por qué la nación rechaza ciertos proyectos que se le proponen y aprueba y abraza otros? No hay más que una explicación posible: que esos proyectos de empresa rechazados no guarden con el presente y el pasado del país íntima y profunda afinidad u homogeneidad. Así, la nación rechazará aquellos proyectos de empresa que contradigan el modo de ser del presente y del pasado, aquellos proyectos que constituyan una ruptura con el modo de ser de la nación, incesantemente confirmado en el presente y en el pasado. Si a una nación como la española, cuyo discurrir a lo largo de la historia, cuya actividad histórica, ostenta en su larguísimo pasado un sello o carácter o modo de ser determinado, se le propone de pronto un proyecto de empresa que no mantenga relación de congruencia u homogeneidad con lo que la nación ha sido, esa nación rechazará el proyecto propuesto. Ahora es cuando llegamos al punto culminante de toda esta discusión. Ahora vemos que la adhesión espiritual plebiscitaria –de que hablan Renan y José Ortega y Gasset– no constituye la esencia última de la nación, puesto que ese acto espiritual de adhesión está él a su vez objetivamente condicionado por cierto «carácter», cierto «modo de ser» que han de poseer los proyectos propuestos. En realidad, la nación no es, pues, el acto de adherir, sino aquello a que adherimos. Mas como aquello a que adherimos se presenta a su vez como un proyecto de futuro, o como un estado o situación presente, o un larguísimo pasado, resulta que, en verdad y profundamente, aquello a que adherimos no es tampoco ni la realidad histórica pasada, ni la realidad histórica presente, ni el concreto proyecto futuro, sino lo que hay de común entre los tres momentos, lo que hace que los tres sean homogéneos, lo que los liga en una unidad de ser, por encima de la pluralidad de instantes en el tiempo. La nacionalidad no consiste, pues, sólo en que cada uno de nosotros diga: «Soy español», y verifique el acto de adhesión a esa realidad actual, pasada y futura, llamada España; sino que consiste principalmente en la homogeneidad de esencia, que reúne todos los hechos de España en el tiempo y hace de todos ellos aspectos o facetas de una misma entidad. Ser español es actuar «a la española», de modo homogéneo a como actuaron nuestros padres y abuelos. Ahora bien, esa afinidad entre todos los hechos y momentos del pasado, del presente y del futuro, esa homogeneidad entre lo que fué, lo que es y lo que será, esa comunidad formal, no tiene realmente más que un nombre: estilo. Una nación es un estilo; un estilo de vida colectiva.

España como Estilo

Proponed a una nación, por ejemplo a la española, un proyecto de empresa común cuyo estilo sea incongruente con el estilo español –con España–. La nación lo rechazará; porque nación es justamente unidad fundamental de estilo en todos los actos colectivos. Ahora ya llegamos a un término claro en toda esta discusión. Hemos visto con evidencia que la nación no es cosa natural, ni sangre o raza, ni territorio, ni idioma. Ahora vemos que la nación no es tampoco el acto subjetivo de adherir al pasado o al futuro; sino que es el estilo común a todo lo que el pueblo hace, piensa y quiere y puede hacer, pensar y querer. Cuando en la vida de un grupo humano a lo largo del tiempo existe unidad de estilo en los diversos actos, en las empresas, en las producciones, entonces puede decirse que existe una nación. España, la nación española, no es, pues, un territorio mayor o menor; no es una determinada raza; no es un determinado idioma; es un estilo de vida, el estilo español de vida. Todo lo que en España hay y se hace, ese territorio con sus cultivos y sus modificaciones humanas, esa raza con sus caracteres, sus modalidades, sus gestos, sus preferencias, sus ritmos, ese idioma con todos sus vocablos, sus giros, sus dichos, todos los actos que en España se han realizado desde los tiempos remotos y primitivos hasta hoy, todas las creaciones que se han engendrado, todas esas cosas, formas y productos, mantienen entre sí cierta homogeneidad especial, un aire de familia, un carácter común impalpable, invisible, indefinible, que es la comunidad de estilo. Ese estilo común a todo lo español, eso es España.
Considerad, por ejemplo, las figuras de Guzmán el Bueno y del general Moscardó. ¿Qué hay de común entre ellas, si atendemos sólo al contenido material de las dos vidas? Nada. Sin embargo, el estilo es el mismo. iQué hay de común entre Numancia y la defensa heroica del Alcázar toledano? En el contenido material, nada. Pero el estilo es el mismo. Repasad en vuestra imaginación las más variadas producciones del arte y de la literatura española. ¿Qué hay de común entre un cuadro de Velázquez y la mística de Santa Teresa? El estilo. Las cosas mismas no pueden ser más diferentes. Sin embargo, en ellas palpita un mismo hálito; en ellas hay un mismo modo de ser, el estilo de todo lo español. Los conquistadores, la estatuas de Alonso Cano, el monasterio del Escorial, los cuadros de Goya, la figura de Felipe II, el duque de Alba, San Ignacio de Loyola, las costumbres de los estudiantes salmantinos, Lazarillo de Tormes, Don Juan Tenorio, la colonización de América, la conquista de Méjico, nuestras letras, nuestras artes, nuestros campos, nuestras iglesias, nuestros oficios, nuestros talleres, nuestras instituciones, nuestras diversiones, nuestros monarcas, nuestros gobiernos, nuestro teatro, nuestro modo de andar, de hablar, de reír, de llorar, de cantar, de vestir, de nacer y de morir, toda nuestra vida en cualquier época de la historia que la tomemos y cualquiera que sea el corte que en ella demos a lo largo del tiempo, ostenta siempre una modalidad común, una homogeneidad indefinible, pero absolutamente evidente e innegable. Eso es el estilo, el estilo en que la nación española consiste. España –como cualquier otra nación auténtica– es un estilo de vida.

¿Qué es el Estilo?

Pero ¿qué es estilo? Permitidme que, para resolver este difícil problema, recuerde ahora algo de lo que hace pocos instantes decíamos al hablar de la libertad humana. Decíamos que el hombre es, a diferencia del animal, el inventor y autor de su propia vida –y el responsable de ella–. Esto quiere decir que, cuando hacemos algo –y vivir es siempre hacer algo–, imprimimos a todo lo que hacemos, a nuestros actos y a las cosas que nuestros actos producen, una determinada modalidad peculiar que la naturaleza misma no nos enseña, sino que se deriva de nuestra personal participación en el espíritu de la inmortalidad. Así, cada uno de nuestros actos y cada una de nuestras obras puede considerarse desde dos puntos de vista: como medio para conseguir y obtener un determinado fin y como expresión de un conjunto personal de preferencias absolutas. La estructura general de cada acto y de cada obra viene primeramente determinada por el fin propuesto –si es que se propone un fin–. Toda casa-habitación ha de tener un tejado y unos muros o paredes. Hay, pues, estructuras de los actos y de los productos humanos que encuentran su explicación y razón de ser en el principio de finalidad. Pero la aplicación del principio de finalidad no puede llegar a lo infinito. Hacemos un acto para lograr un fin; el cual, a su vez, lo deseamos para el logro de otro fin; el cual, a su vez, nos lo hemos propuesto como medio para la obtención de otro fin. ¿Seguiremos así indefinidamente? No. No es posible. Tenemos que detenernos. ¿Dónde nos detendremos? Nos detendremos en cierta imagen, en cierto pensamiento, que cada uno de nosotros lleva en el fondo de su corazón acerca de lo que es absolutamerlte preferible. Ahora bien, este conjunto de pensamientos o imagenes de lo absolutamente preferible adopta en cada uno de nosotros la forma de una personalidad humana; es la imagen ideal del ser humano, que quisiéramos ser; es la imagen del hombre absolutamente valioso, infinitamente «bueno», del hombre perfecto. Esa imagen transcendente e inmanente al mismo tiempo, esa imagen invisible, pero presente en todos los momentos de nuestra vida, ese nuestro «mejor yo», que acompaña de continuo a nuestro yo real y material, está siempie a nuestro lado, en todo acto nuestro, en todo esfuerzo, en toda obra; e imprime la huella de su ser ideal a todo lo que hacemos y producimos. Esa huella indeleble es el estilo. Y así, en todo acto y en todo producto humano hay, además de las formas o estructuras, determinadas por el nexo objetivo de la finalidad, otras formas o estructuras o modalidades, por decirlo así, libres, que vienen determinadas por las preferencias absolutas residentes en el corazón del que hace el acto y produce la obra. Estas modalidades, que expresan la íntima personalidad del agente y no la realidad objetiva del acto o hecho, son las que constituyen el estilo.
Por eso decía muy razonabemente Buffon, que el estilo es el hombre. Pero esta fórmula necesita aclaración. Porque «hombre» puede tomarse en dos sentidos: en el sentido real o natural del hombre que efectivamente y naturalmente somos, con todas las limitaciones de la carne, del pecado, de la «naturaleza» humana; y en el sentido ideal, estimativo o moral del hombre que quisiéramos ser, de la imagen o modelo en que nuestra mente cifra todo el conjunto de lo que nuestro corazón considera como absolutamente preferible. Este otro «mejor yo», que en nuestro yo real reside, es el que inconscientemente se abre paso a cada instante en nuestro obrar –o sea en nuestro vivir– y pone su firma en todo cuanto hacemos. Esa rúbrica de nuestro más íntimo y auténtico ser moral es el estilo. Por eso, todo lo que el hombre hace tiene estilo. Tiene estilo, porque, además de estar determinado por aquello para que sirve, está configurado por la invisible presencia y actuación de ese «mejor yo», que condensa en una persona humana ideal –invisible y presente– nuestras más profundas y auténticas preferencias. En cada hombre individual podemos, pues, descubrir siempre un estilo propio, el sello de ese auténtico aunque oculto ser, que se refleja en todo lo que el hombre real hace y produce, desde el gesto, el ademán y el porte del cuerpo, hasta la obra artística del poeta, el pintor o el escultor.
Ahora bien, cuando conviven juntos en intimidad de vida muchos hombres, durante mucho tiempo, y entre ellos cuaja una como coincidencia esencial en las preferencias absolutas, puede suceder que los ideales humanos de todos y cada uno concuerden en ciertos rasgos generales; que un determinado tipo o modo de «ser hombre» se repita en cada uno de los ideales individuales; que en el fondo de cada estilo individual esté latente y actuante un estilo colectivo. He aquí, entonces, la nación. Esos hombres constituirán una unidad nacional, mientras en efecto posean y conserven ese estilo colectivo común, por debajo de los estilos individuales. Las vidas de esos hombres formarán un haz, tendrán la unidad de un mismo modo de ser, de sentir, de preferir, de actuar y de querer, la unidad colectiva de un mismo estilo, la unidad de una nacionalidad propia. Esos hombres formarán una nación.
La nación, pues, es un estilo. De no ser esto, habría que sucumbir nuevamente a las teorías naturalistas. Porque el error fundamental de Renan y de José Ortega y Gasset es creer que escapan al naturalismo definiendo la nación como el acto espiritual de «adherir» –a una realidad histórica pasada o a un proyecto de historia futura–. Tan «natural», empero, es el acto de adhesión, como otro fenómeno psíquico cualquiera, o como la constitución fisiológica o anatómica, o la raza, o el territorio, o la lengua. En cambio, lo que radicalmente no es «natural», lo que incluso se contrapone a todo naturalismo, es eso que hemos llamado estilo, la huella que sobre nuestro hacer real deja siempre el propósito ideal, el sesgo que a toda realidad imprime nuestro íntimo sistema de preferencias absolutas.

Nacionalismo y tradicionalismo

Por eso, la responsabilidad que a los gobernantes de una nación incumbe es realmente tremebunda; y, en ciertos momentos históricos trágica. Ellos son, en efecto, los encargados de administrar la vida común de la nación; y para cumplir su cometido debidamente han de permanecer en todo instante absolutamente fieles al estilo nacional, lo cual quiere decir, fieles a la nacionalidad, a la patria. El buen gobernante prolonga el pasado en el futuro y conduce la nación a novedades que tienen siempre el aire, el estilo de la más rancia prosapia nacional. No ha de hacer lo que él personalmente quiera, sino lo que esté dentro de la línea histórica, dentro del modo de ser nacional. En el gobierno de una nación la voluntad individual es siempre capricho; y el capricho es justamente el salto incomprensible, la incoherencia, la infidelidad, la falta de estilo. De un hombre cuyos actos sucesivos no tienen la cohesión de una homogeneidad en la forma, en el modo, en el estilo, decimos justamente que carece de personalidad, que es infiel a su propio ser, que no tiene ser o esencia propios, es decir, que es poco hombre. Pues, del mismo modo, el nacionalismo, el patriotismo, el gobierno patriótico de una nación, consisten esencialmente en la fidelidad del pueblo y de los gobernantes al propio estilo secular, que es la propia esencia eterna. Y cuando acontece que un pueblo comete grave infidelidad a su estilo propio, entonces, este acto equivale a su suicidio como nación. La historia nos ofrece algunos ejemplos de ello. Por el contrario, los pueblos que en su vivir son siempre fieles a sí mismos, a su estilo nacional, pueden aguantar impávidos las más borrascosas vicisitudes de la historia y son capaces incluso de absorber, digerir, asimilar, nacionalizar, en suma, a sus propios conquistadores.
Pero si la perpetuación del estilo nacional es la condición primaria y fundamental para la existencia y persistencia de una nación; si la falta más grave que un gobernante puede cometer es la ruptura con la tradición del estilo nacional, esto no quiere decir que nacionalismo y gobierno nacionalista equivalgan a estancamiento, inmovilidad, y menos a un retroceso. Desde nuestro punto de vista, la palabra tradición adquiere ahora un sentido claro, transparente, inequívoco. Tradición es, en realidad, la transmisión del «estilo» nacional de una generación a otra. No es, pues, la perpetuación del pasado; no significa la repetición de los mismos actos en quietud durmiente; no consiste en seguir haciendo o en volver a hacer «las mismas cosas». La tradición, como transmisión del estilo nacional, consiste en hacer todas las cosas nuevas que sean necesarias, convenientes, útiles; pero en el viejo, en el secular estilo de la nación, de la hispanidad eterna. El tradicionalismo no significa, pues, ni estancamiento ni reacción; no representa hostilidad al progreso, sino que consiste en que todo el progreso nacional haya de llevar en cada uno de sus momentos y elementos el cuño y estilo que definen la esencia de la nacionalidad.

¿Cuál es el estilo Hispánico?

España es, pues, un estilo, como toda auténtica nación. Hay en la nación española, sin duda, cierta afinidad de raza entre sus componentes humanos; hay en la nación española un idioma común, un territorio común, un pasado común, «glorias y remordimientos» comunes, un porvenir común; y, sin duda, también cada día la unidad nacional se manifiesta en la íntima adhesión que cada buen español tributa al pasado, al presente y al porvenir de España. Pero todos esos contenidos de la nacionalidad no son la nacionalidad misma. La nacionalidad se cifra y compendia en el «estilo», en cierto «modo de ser» que por igual ostentan todos y cada uno de los hechos, de las cosas, de los productos españoles. Ahora se nos plantea, pues, la segunda parte de nuestro empeño. ¿Cuál es ese estilo hispánico? ¿En qué consiste el estilo propio de la hispanidad? Problema difícil y aún diríamos, en puridad, imposible de resolver. Porque los conceptos de que nos valemos para definir algo, aplícanse bien a las «cosas», a los «seres»; pero no pueden servir para aprehender un estilo; el cual no es ni cosa ni ser, sino un «modo» de las cosas, un modo del ser. Por eso, ni siquiera intentaremos «definir» el estilo español y habremos de limitarnos al esfuerzo de «mostrarlo», de hacerlo intuitivo, mediante un símbolo que lo manifieste. A mi parecer, la imagen intuitiva que mejor simboliza la esencia de la hispanidad es la figura del caballero cristiano. En la segunda conferencia procuraré desentrañar el contenido simbólico de esta imagen.

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