Thursday, March 16, 2006

G. K. Chesterton

Chesterton: una misión única
Rosa Clara Elena


Fue una figura solitaria y originalísima en las letras universales. Su vastísima obra se convirtió en un auténtico frente que compensaría no poco un arte y una filosofía corroídas por el mal, el error y la fealdad. Chesterton paseó con su capa y su inmensa humanidad por las calles, los salones, las tabernas y las aulas no sólo de Inglaterra, sino de muchos otros parajes del mundo para plantar la simiente del catolicismo, enseñando a pensar con sentido común y humor. Poeta, narrador, ensayista, periodista, historiador, biógrafo, filósofo, dibujante, conferencista…fue el más completo y brillante apologista del catolicismo en un siglo que elaboró sistemáticamente un discurso demoledor contra la Iglesia y la fe católicas.

Gilbert Keith Chesterton nació el 29 de mayo de 1874 en Kensington (Londres). Era el segundo de los tres hijos de Edward Chesterton y Marie Louise Grosjean. Aunque bautizado y formado según la religión anglicana, desde muy pequeño Chesterton demostró admiración hacia lo católico, especialmente hacia la persona de la Santísima Virgen. Como confesaba años después: "Apenas puedo recordar un tiempo en que la imagen de Nuestra Señora no se levante bien concretamente en mi espíritu […]. En cuanto recordaba a la Iglesia Católica la recordaba a Ella; cuando intentaba olvidar a la Iglesia Católica, intentaba olvidarla a Ella".
Chesterton quedaría profundamente marcado por la calidad de su infancia, enriquecida por el talento artístico de su padre, un enamorado del Medioevo y la cultura gótica, que se dedicó a formar a sus hijos con invenciones suyas de toda clase: teatros de marionetas, iluminaciones medievales, estampas antiguas… Toda la obra de Chesterton está imbuida de aquella sana imaginación, de la delicadeza y la sensibilidad de su hogar; tanto, que volvería una y otra vez a lo largo de su vida "al guiñol de la infancia", especialmente a uno de motivo medieval, cuyas figuras, hechas también por su padre, representaron simbólicamente los principios y nobles sentimientos que defendería luego: pues, en el escenario infantil concurrían un Castillo, una Dama, un Enemigo y un Héroe; alegoría también de una batalla espiritual en la que Chesterton entró desde muy joven.

Además es notable en Chesterton la actitud siempre presente en su vida, como en aquel teatro, del humilde "segundo plano", de espectador, en un estado de "asombro perpetuo" frente al universo, asombro que le permitiría llegar a la Verdad. La armonía y originalidad de sus padres fueron también terreno propicio para el niño que años después sería un lúcido defensor de la familia, con aquella manera muy suya de ahondar en los tesoros inmensos y el
verdadero colorido del hogar. (Así lo haría en obras como Lo que está mal en el mundo, La Superstición del Divorcio, Herejes, El Hombre que sabía vivir, Brave New Family –traducida al español como El amor o la Fuerza del Sino–). Luego de hacer sus estudios secundarios en el colegio de San Pablo de Hammersmith (allí ganaría un premio literario prestigioso con un poema sobre San Francisco Javier), Chesterton ingresa en una escuela de arte, La Slade School de Londres (1893), donde comienza la carrera de pintura, carrera que deja inconclusa para dedicarse de lleno al periodismo y la literatura. Pero toda su obra está llena de la plasticidad del pintor, y por todas sus páginas encontramos las pinceladas de imponentes descripciones, de un hombre admirado por el mosaico del universo y sus colores.

Por estos años Chesterton es un joven delgado, pensativo, lento en sus maneras, pero de una velocidad mental inesperada. Así lo demostraría en las típicas sociedades y clubes ingleses que comienza a frecuentar en los albores del novecientos, donde ya se hacía notar por sus ideas diametralmente opuestas a las que flotaban entonces. Y Chesterton será de esos pocos escritores cristianos que impusieron un verdadero respeto intelectual, porque su catolicismo –entonces en gestación–, su capacidad para discutir las filosofías imperantes (pesimismo, nihilismo, materialismo, darwinismo…) venía llena de un talento poético y una
inteligencia que descolocaba siempre a su auditorio y a sus lectores. Venía directamente, además, contra todo relativismo de pensamiento. Recuerda, por ejemplo, un diálogo muy representativo de aquellos antros del arte: "Una especie de teósofo me dijo: ‘El bien y el mal, la verdad y la mentira, la locura y la cordura, sólo son aspectos del mismo movimiento ascendente del Universo’. Ya en esa época se me ocurrió preguntar: ‘Suponiendo que no haya diferencia entre el bien y el mal, o entre la verdad y la mentira, ¿cuál es la
diferencia entre ascendente y descendente?’".


Matrimonio y primeras obras

En un famoso barrio de intelectuales –Bedford Park–, en 1896, Chesterton se enamora de Frances Blogg, la mujer que poco después se convertiría en su esposa y que estimuló admirablemente el caudal artístico de su marido. Era una mujer tan discreta como brillante, e inspiró a Chesterton hermosos textos sobre el amor y el matrimonio, llenos de verdadera delicadeza. Anglicana también Frances, fue, no obstante, la que hizo que Chesterton estudiase seriamente el cristianismo, y también contribuyó por ello a su conversión (conversión que llevaron a cabo los dos, aunque en momentos distintos). La primera obra de Chesterton es un grupo de poemas e ilustraciones, bajo el título Greybeards at Play (Juego para Barbicanos), publicada en 1900, donde ya se revelaría su humor tonificante y su deseo
permanente de transmitir el gozo por la realidad gratuita de la vida. Su segundo libro, El Caballero Indómito y otros poemas (1901), más profundo e incisivo, llamó la atención de la crítica. Allí publicaba uno de sus más famosos poemas: Al niño que no ha nacido.

La carrera de Chesterton se comprende bien si se considera que toda su vida se dedicó a contrarrestar el pesimismo ateo y cuantas teorías se dedicaron a mirar con frialdad la existencia. Puede decirse que el eje de su obra es "machacar" o "patalear", como él mismo decía, contra el olvido de Dios. Mediante sus primeras obras, nos dice, "quería expresar, aunque no supiera hacerlo, que ningún hombre sabe lo optimista que es, aun llamándose pesimista, porque no ha medido realmente la gratitud de su deuda hacia lo que le ha creado y
le ha permitido ser algo. En el fondo de nuestro pensamiento, existía una llamarada o estallido de sorpresa ante nuestra propia existencia. El objeto de la vida artística y espiritual era sacar a la superficie esta sumergida aurora maravillosa". Ciertamente no es este el espíritu del arte moderno, y por eso podemos hablar de una soledad en Chesterton, soledad que gana mérito porque nadie, como él entonces, se encargó de "sacar una aurora maravillosa", sino, al contrario, elaborar deformaciones, pesadillas o abstracciones
incomprensibles de la realidad.

La pluma distinta y ardiente de Chesterton levanta inmediatamente una gran admiración. Desde que comenzó a escribir en el famoso Daily News, el periódico dobló la tirada. Entre 1903 y 1908, escribe varias obras de enorme calidad: la biografía de un poeta victoriano, Robert Browing (1903); un ensayo que desató una gran polémica, Herejes (1905), donde Chesterton "contiende amistosamente", pero siempre implacable, con Bernard Shaw, Nietzsche, H.G.Wells, entre otros muchos pensadores y filosofías anticatólicas. En 1906
publica una joya de la literatura inglesa: Vida de Dickens, una de las más finas y profundas interpretaciones del célebre escritor (muchos años después escribiría otra brillante biografía literaria Robert Louis Stevenson).

En 1908 aparece la novela más famosa de Chesterton: El Hombre que fue Jueves, novela que tiene la virtud de combinar con genialidad la aventura y la filosofía. Chesterton denuncia allí, en diálogos de antología, el daño inmenso que puede acarrear un arte, especialmente literario, contaminado de mala filosofía, de mala filosofía –en muchos casos– talentosamente presentada (¿Qué diría de Harry Potter, de las obras de Gabriel García Márquez, Humberto Eco, C.J. Cela, etc., etc?).


Ortodoxia

Solamente en dos semanas, y casi al mismo tiempo que El Hombre que fue Jueves, Chesterton escribía una obra crucial en su carrera; con ella muchos se convirtieron al catolicismo: Ortodoxia. Esta obra surgía por el "desafío" que le había hecho un crítico a raíz de la publicación de Herejes, recriminándole que era muy fácil eso de discutir todas las filosofías y los autores sin definir clara y acabadamente la propia. Chesterton no se hizo rogar: trazó una increíble autobiografía de un alma que ha buscado y hallado la Verdad por los caminos más inesperados: "si a alguien le interesa [dice en las primeras páginas] saber cómo las flores del campo o las palabras leídas en un autobús, los accidentes de la política, o los tráfagos de la juventud confluyeron en mí, bajo una ley determinada, para producir una convicción de ortodoxia cristiana, ése, confío yo, leerá con agrado estas páginas". Y quizá lo más asombroso de Ortodoxia sea la enorme riqueza de datos y hechos dispares que Chesterton reúne y analiza, a la vez con profundísima lucidez y hondura afectiva, hasta dar con el catolicismo. Su método es ciertamente inusual, porque –nos dice– así como un hombre para defender la supremacía de la civilización sobre la barbarie, pudiera comenzar por cualquier "punta" o circunstancia, "tengo nevera", "hay policías", puesto que en sí misma la civilización integra cosas evidentes y razonables; del mismo modo, el catolicismo explica tan completamente los hechos de la vida humana que, dice, "le da igual para defenderlo comenzar por una calabaza o un taxi".

Chesterton estudia diversas filosofías de la historia: materialismo, subjetivismo, determinismo, panteísmo… ninguna explica aceptablemente el relieve y la complejidad de la existencia. Y dirá Chesterton que quienes lo "arrinconaron" cada vez más hacia la Iglesia fueron precisamente aquellos agnósticos que le suscitaron "dudas más profundas que las suyas". Uno de los hechos que analiza de acuerdo a los que atacan el catolicismo, es la cantidad de acusaciones contradictorias que ha recibido la Iglesia: o era demasiado pomposa o demasiado austera, terrorífica o prometedora de una felicidad sin fin, se obstinaba en que la gente debía tener muchos hijos o no debía tenerlos en absoluto: fecundidad y celibato... Sólo el pecado original, concluye Chesterton, explica el porqué de una proposición compleja, sólo el catecismo satisface esa misma complejidad del alma humana; sólo la aceptación de grandes misterios, y no el desgaste racional por comprenderlo todo, nos sitúa en la realidad: "el cristianismo planta la simiente del dogma en la más pura sombra, y por eso le es dable crecer". Únicamente la ortodoxia católica hace feliz al hombre: "es como los muros puestos alrededor de un precipicio donde puede jugar un corro de niños". Sólo la cruz en su
intersección contradictoria de líneas es libre, extiende sus cuatro brazos hacia el infinito, mientras el círculo –símbolo de las religiones orientales– está esclavizado en su única línea, la serpiente que se muerde la cola.

Sólo el cristianismo con el misterio "escandaloso de la cruz" propone una solución cuerda y verdadera. Chesterton nos enseña, pues, a desconfiar de las explicaciones aparentemente "coherentes", lineales, que dejan un cúmulo de hechos sin explicar. El don de la existencia, las maravillas del universo son las primeras punciones ante las que Chesterton descubre a Dios; ahonda en el sentimiento de sorpresa y gratitud que le produce cada cosa: "en el asombro hay un elemento positivo de plegaria"; ahonda también en el afecto que experimentaba ante los obsequios de Dios: "yo me sentí enamorado perdido del universo", mientras el filósofo moderno lo estudiaba para metérselo en la cabeza, pero sin enamorarse de él, sin medir un instante su valor real. Este valor –con más razón luego de la Redención– es noblemente descripto a través de una comparación: así como Robinson Crusoe en su isla atesora pequeños utensilios, especialmente porque han sido rescatados de un naufragio, el
hombre debería pensar que no sólo pudo "no ser", sino que ha "vuelto a ser", ha sido salvado de un gran naufragio; de ahí que todas las cosas deban apreciarse doblemente, como Crusoe aprecia sus despojos.


El Hombre que sabía vivir

Decía el notable escritor francés, Paul Claudel, que Chesterton tuvo la misión de "rehacer una imaginación y una sensibilidad católicas, marchitadas hace cuatro siglos". Y otro gran escritor, el padre Leonardo Castellani, decía que esta misión chestertoniana consistió en "reír, fantasear, disputar, tirarse en el pasto y hacer pininos, cantar las verdades más gordas a la tiesa Inglaterra, denigrar copiosamente a los políticos, banqueros, cientistas y literatos, embromar a sus enemigos y creer en la Iglesia Católica Romana; pero la gracia está en que esto último es lo que le da poder para lo primero". La gracia es también que Chesterton cultivó su imaginación fundado y al servicio del catecismo. Hay, como dice Castellani, una actitud en Chesterton –eminentemente católica– que desconcertó siempre a sus contemporáneos: el júbilo. Pero como el suyo era un júbilo que estaba junto a una inteligencia colosal, Chesterton se encargó de arrancar considerablemente el prejuicio entre científicos e intelectuales que une la fe a la estrechez mental y la fe a la tristeza. En este sentido, el tema de su mejor novela, El Hombre que sabía Vivir (1912), es un reproche "jocoso" al mundo moderno por su profunda tristeza, su pasmosa falta de diversiones auténticas y simples, su frialdad, su tremenda indiferencia hacia las cosas esenciales y hacia el espectáculo tan rico de la creación, su incapacidad para enamorarse de nada; un reproche muy hondo a toda
la "mitología y jerga científica" (léase evolucionismo y la ciencia que se jacta de prescindir de Dios), que en el fondo es estéril y aburrida, tan profusa como somnífera. Por esto, dirá Chesterton –una verdad gorda a la "tiesa filosofía"– que el verdadero problema práctico que la filosofía debe resolver es enseñar a gozar de las cosas, y, lo más difícil, saber conservar ese goce. Es también esta obra –en gran medida autobiográfica– un llamamiento vigoroso al matrimonio, al amor verdadero entre hombre y mujer, a la conservación de su encanto, a la conquista perenne, a la delicadeza y a la hombría. Nunca se insistirá suficientemente en
aquellos rasgos inequívocos que atraviesan la obra y la vida de Chesterton: una profunda delicadeza y caballerosidad; delicadeza, ciertamente, hacia la mujer, pero que extiende hacia todas las cosas.


La conversión al catolicismo

Chesterton confesaba en su Autobiografía que un pequeño "catecismo de un penique" le dijo todo lo que la ciencia, la filosofía pagana y el mundo no habían sabido ni balbucir. Le dijo lo que él de algún modo siempre había enseñado, que el orgullo y la desesperación eran un pecado, y que la forma más feliz de estar en el mundo era "resolviéndose a ser humilde".
El ingreso de Chesterton en el seno de la Iglesia Católica se produjo recién en 1922. Detrás de este paso estaban el escritor católico Hilaire Belloc, con quien Chesterton desde 1900 mantenía estrecha amistad; un sacerdote con quien también tuvo una larga y fecunda amistad, el padre O’Connor, inspirador de los cuentos más famosos de Chesterton (las historias detectivesco-filosóficas del padre Brown) y con quien haría su confesión general. No obstante, por encima de todo e hincada en su alma, fue, como se ha señalado antes, una antigua devoción hacia la Santísima Virgen la que lo llevó definitivamente hacia la Iglesia Católica; motivo, además, de una de sus mejores venas poéticas (le dedicó un precioso poema a sus dolores, La Reina de las Siete Espadas). Y en su obra Por qué me convertí al catolicismo, Chesterton nos dice: "Creo poder asegurar que lo primero en atraerme del catolicismo fue, en realidad, lo que debía haberme apartado de él […]. Recuerdo especialmente dos casos en que las inculpaciones de dos autores serios hicieron que me
pareciera deseable precisamente lo condenado. En el primero, mencionaban […] con temblor y estremecimiento, una espantosa blasfemia que habían encontrado en un místico católico hablando de la Santísima Virgen: ‘Todas las demás criaturas lo deben todo a Dios, pero a ella Dios mismo tiene que estarle agradecido’. Yo, por el contrario, me estremecí como si oyera un trompetazo y dije casi en alta voz: ‘¡Qué magnífico es esto!’. Me pareció como si el milagro de la encarnación […] apenas pudiera expresarse mejor ni más claramente".

La víspera de su confesión, Chesterton se paseaba con su pequeño catecismo por el jardín de su casa, como un niño, mascullando cosas y con una felicidad apenas contenida. Decía después que el día de su primera comunión "fue el más feliz de su vida". Cuando se le preguntaba qué lo había movido a dar aquel paso, contestaba: "la Iglesia Católica es la única que realmente borra los pecados". Y si pensamos en el mejor personaje que ha creado Chesterton, un humilde sacerdote que resuelve casos policiales, el padre Brown, se comprende hasta qué punto se sentía atraído por el misterio único de la confesión; pues creó un curita aparentemente sin carisma, pero que ocultaba un conocimiento profundo del alma humana. Chesterton quiso resaltar así en un personaje: la peculiar sabiduría que viene de un confesionario y el poder de un sacerdote al deshacer los pecados (en dos de los mejores cuentos, Las Pisadas Misteriosas y El Martillo de Dios, el sacerdote confiesa a los delincuentes). Esto era inédito en la narrativa policial, y por eso estos cuentos, como tantas obras de Chesterton, poseen las cualidades entremezcladas que raramente se encontrará en otro escritor: arte imaginativo y poético de gran calidad y verdadera fe.


El final de una batalla

Como fruto de la conversión, merecen especial atención tres obras maestras: El Hombre Eterno (1925), Santo Tomás de Aquino (1935) y la Autobiografía (1936). La primera, aunque menos difundida que Ortodoxia, es para muchos críticos la mejor obra de Chesterton. Allí reflexiona Sobre la criatura llamada hombre y Sobre el hombre llamado Cristo. Es un compendio de la historia del Humanidad, en la que interviene el misterio único de Dios encarnado, y del origen de la Iglesia Católica y del Cristianismo; todo observado como por primera vez y desde ángulos completamente nuevos. Chesterton logra que el lector vea las cosas a la luz del sentido común y la lógica, y no según las teorías que aparentemente dan una explicación satisfactoria del origen del cosmos, del hombre y de la religión: "Muchas modernas historias de la humanidad empiezan con la palabra evolución. Y es que hay un no sé qué de blando, de suave, de gradual, de tranquilizador en la palabra y aun en la idea. Desde luego, no es una palabra práctica ni una idea aprovechable. Nadie puede imaginar cómo la nada pudo evolucionar hasta convertirse en algo […]. Es mucho más lógico empezar diciendo: ‘En el principio creó Dios el cielo y la tierra’[…]. La palabra ‘evolución’ parece tener cierta tendencia a sustituir la de ‘explicación’[…]. Un hecho no es más o menos inteligible, según la velocidad con que se cumple […]. La hechicera griega pudo convertir a los marineros en cerdos con sólo un toquecito de su varita mágica. Pero ver a un marino amigo nuestro convirtiéndose paulatinamente en cerdo no sería mucho más tranquilizador." Es precisa mucha más fe para ver andar el mundo por sí solo, naciendo desde la gran explosión o la "madre roca", es necesaria mucha más fe para creer en la teoría de Einstein, que dejar entrar en todos los procesos una inteligencia. O, si no, se caerá en la fábula de Teilhard de Chardin que nos dice que la "madre roca" piensa, que la materia piensa. El hombre ha demostrado que cuando no acepta la inteligencia divina en la Creación, se obliga a dar alguna inteligencia a la materia, aun cayendo en el absurdo.

Chesterton hace además un extraordinario estudio de las profundas diferencias entre las religiones y la única religión verdadera; su análisis no parte de una asociación que une las religiones según un criterio fácil y evidente; las considera por lo que cada una espiritualmente significa, estudiando el verdadero origen y sentido de cada una de ellas. Para esto divide su estudio en "cuatro epígrafes": Dios, los dioses, los demonios, los filósofos. La Iglesia Católica, dice Chesterton, "es de tal modo única, que es casi imposible dar una prueba sensible de ello, pues el pueblo quiere ser convencido por vía de analogía: y no hay caso análogo en este asunto". Idea que surgía nuevamente en la Autobiografía: la teología católica "es la única
que no sólo ha pensado, sino que ha pensado sobre todo. Que casi todas las demás teologías o filosofías contienen una verdad, no lo niego, al contrario, eso es lo que afirmo, y eso de lo que me quejo. Sé que todos los demás sistemas o sectas se contentan con seguir una verdad, teológica o teosófica, ética o metafísica; y cuanto más reclaman de ser universales, tanto más significa que meramente cogen algo y lo aplican a todo".

Sobre la última biografía de Chesterton, Santo Tomás de Aquino, son reveladoras las palabras del especialista por excelencia en el tomismo, el teólogo francés Etienne Gilson: "Chesterton desespera a cualquiera. Llevo estudiando a Santo Tomás toda mi vida y nunca hubiera sido capaz de escribir un libro como éste.[…] Considero, sin parangón alguno, que es el mejor libro que se ha escrito sobre Santo Tomás. Sólo un genio podía hacer algo así. Todo el mundo admitirá sin ninguna duda que es un libro inteligente, pero pocos lectores que hayan pasado veinte o treinta años estudiando a Santo Tomás de Aquino y hayan publicado dos o tres volúmenes sobre el tema, podrán darse cuenta que la chispa de Chesterton ha dejado su erudición a ras del suelo. Adivinó todo lo que ellos intentaban expresar torpemente con fórmulas académicas. Chesterton era uno de los pensadores más profundos que han existido. Era profundo porque tenía razón, y no podía dejar de tenerla; pero tampoco podía dejar de ser modesto y amable; por eso se consideraba uno de tantos, se disculpaba de tener razón y se hacía perdonar la profundidad con el ingenio".

La Autobiografía es una obra peculiarísima. En su último capítulo, por ejemplo, hace una defensa magistral del catolicismo sirviéndose sólo de "un diente de león". Encontraremos al mejor Chesterton, agradecido y conmocionado ante Dios por la existencia: "Un hombre no se hace viejo sin que lo fastidien; pero yo he envejecido sin aburrirme. La existencia es todavía una cosa extraña para mí, y como a extranjero, le doy la bienvenida. Para empezar, pongo el principio de todos mis impulsos intelectuales ante la autoridad a la que he venido al final, y he descubierto que estaba ahí antes de que yo la pusiera. Me encuentro ratificado en mi realización de este milagro que es estar en vida; no de un modo vago y literario, como el que usan los escépticos, sino en un sentido definido y dogmático: de haber recibido la vida por el que sólo puede hacer los milagros".

Desgastado por una batalla ininterrumpida, heroica en muchos casos, sin quejarse nunca, Chesterton fallecía el 14 de junio de 1936, a los sesenta y dos años. Dejaba todos sus bienes a la Iglesia Católica, y, sobre todo, el bien invalorable de una obra que ha sido reunida actualmente en casi cuarenta volúmenes. Una obra que contiene no sólo todos los géneros posibles, sino todos los temas posibles. El papa Pío XI gran admirador de Chesterton y a quien había conocido personalmente en Roma, decía en un telegrama dirigido al pueblo de Inglaterra, con motivo de la muerte del escritor: "Santo Padre profundamente apenado muerte de Gilbert Keith Chesterton, devoto hijo Santa Iglesia, dotado defensor de la Fe Católica".


(Extraído de la revista Tradición Católica)

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