Volvemos a Valle-Inclán, con un pequeño fragmento de Gerifaltes de antaño, la tercera parte de su trilogía de La guerra carlista, y uno de tantos pasajes inspiradísimos que en ella se contienen. Toda la trilogía está llena de este lirismo y belleza casi rozando el misticismo, en la que se describe la gran lucha del pueblo contra el moderno Estado liberal; una verdadera cruzada heroica de santos guerreros en defensa del Maestro y Señor de los ejércitos. Una guerra por los verdaderos derechos soberanos de Cristo contra la ola destructora y de impiedad de la nueva ideología revolucionaria, en la cual, el Cura Santa Cruz dirige ejércitos populares como auténticos reductos contra la invasión bárbara:
"Haría la guerra a sangre y fuego, con el bello sentimiento de su idea y el odio del enemigo. La guerra que hacen los pueblos cuando el labrador deja su siembra y su hato el pastor. La guerra santa, que está por cima de la ambición de los reyes, del arte militar y de los grandes capitanes. El Cura sentía dentro de su alma palpitar aquella verdad, que le había sido dada en el retiro de su iglesia, cuando leía historias de griegos y romanos en las tardes doradas paseando en la solana y durante las noches largas bajo el temblor de la vela que se derrama. Ahora aquella verdad era su verdad, la sentía sagrada y sangrienta, toda llena del arcano profético, como las entrañas de una res sacrificada por el vate druida.
Caminando bajo el hayedo del monte, apoyado en el bordón como un peregrino fatigado, tenía los ojos llenos de lágrimas al recordar la destrucción de las ciudades antiguas que no querían ser esclavas de los grandes imperios. Le resonaba interiormente la armonía clásica con que narran tantas hazañas Nepote y Salustio. Era un divino son latino, más bello y más grave que el canto llano. Y con el odio por las legiones y las águilas augustanas, como solía decir recordando el lenguaje del púlpito, sentía el entusiasmo por las tribus patriarcales y guerreras de los libres vascones. Soñaba que su hueste fuese el ejemplo de aquéllas, y que saliese de las batallas con sangre en las armas y en los brazos.
(...) Jamás hubo capitán que más reuniese el alma colectiva de sus soldados en el alma suya. Era toda la sangre de la raza, llenando el cáliz de aquel cabecilla tonsurado. Y en medio de la marcha, de tiempo en tiempo se detenía y rogaba de quedo, con la fe ardiente de un guerrero antiguo:
-¡Señor, líbrame de enemigos!"
Caminando bajo el hayedo del monte, apoyado en el bordón como un peregrino fatigado, tenía los ojos llenos de lágrimas al recordar la destrucción de las ciudades antiguas que no querían ser esclavas de los grandes imperios. Le resonaba interiormente la armonía clásica con que narran tantas hazañas Nepote y Salustio. Era un divino son latino, más bello y más grave que el canto llano. Y con el odio por las legiones y las águilas augustanas, como solía decir recordando el lenguaje del púlpito, sentía el entusiasmo por las tribus patriarcales y guerreras de los libres vascones. Soñaba que su hueste fuese el ejemplo de aquéllas, y que saliese de las batallas con sangre en las armas y en los brazos.
(...) Jamás hubo capitán que más reuniese el alma colectiva de sus soldados en el alma suya. Era toda la sangre de la raza, llenando el cáliz de aquel cabecilla tonsurado. Y en medio de la marcha, de tiempo en tiempo se detenía y rogaba de quedo, con la fe ardiente de un guerrero antiguo:
-¡Señor, líbrame de enemigos!"
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