Thursday, December 25, 2008

Poema navideño de H. Belloc

Noel! Noel! Noel! Noel!
A Catholic tale I Have to tell!
And a Christian song I have to sing
While all the bells in Arundel ring.
I pray good beef and I pray good beer
This holy night of all the year,
But I pray detestable drink for them
That give no honour to Bethlehem.
May all good fellows that here agree
Drink Audit Ale in heaven with me,
And may all my enemies go to hell!
Noel! Noel! Noel! Noel!
May all my enemies go to hell!
Noel! Noel!


¡Feliz Navidad!

Wednesday, April 02, 2008

Oración del Viernes Santo por los judíos


Habiendo pasado recientemente la Semana Santa me gustaría compartir con ustedes una gran homilía del P. Alfaro, recogida por Radio Cristiandad. En ella se hace una prédica valiente en defensa de la Liturgia católica tradicional, pese a que en muchos aspectos pueda ser actualmente incómoda para la mentalidad moderna. (Pinche en la imagen para escuchar)

Los Elfos - Ludwig Tieck

—¿Dónde está nuestra pequeña María?
—Está jugando en el prado con el hijo de nuestro vecino contestó la mujer.
—No vayan a perderse —dijo el padre, preocupado—, son tan atolondrados.
La madre echó un vistazo a los pequeños y les llevó su merienda a la mesa.
—¡Qué calor hace! —dijo el muchacho mientras la niña se abalanzaba sobre las rojas cerezas.
—Tengan cuidado, niños —dijo la madre—, no vayan muy lejos de casa ni se adentren en el bosque; su papá y yo vamos al campo.
El joven Andrés contestó:
—¡Oh, no hay por qué preocuparse! El bosque nos asusta y vamos a quedarnos sentados cerca de la casa, donde hay gente.
Al momento, la mujer se retiró y salió acompañada de su esposo. Cerraron ambos la puerta de la casa y se dirigieron al campo y los prados para inspeccionar a los peones y, al mismo tiempo, la cosecha de heno. La casa se situaba en una pequeña y verde loma, rodeada por un declive con empalizadas que abarcaban también los huertos y los invernaderos; un poco más abajo, se extendía el pueblo, y a lo lejos se elevaba el palacio ducal. Martin arrendaba la propiedad señorial y vivía con su esposa y su única hija, contento porque cada año ahorraba con la perspectiva de hacerse, a costa de su trabajo, un hombre rico ya que la tierra era fértil y el señor conde más bien benévolo.
Al caminar junto a su mujer en dirección de los campos, miró con alegría en torno suyo y dijo:
—Qué distinta es esta región de la otra en que vivíamos, Brígida. Aquí todo es tan verde, el pueblo es abundante en frutos, la tierra derrocha pastos y hermosas flores, todas las casas son alegres y limpias, y los habitantes, ricos. Hasta pienso que los bosques son aquí más hermosos y el cielo más azul; hasta donde alcanza la vista, puede verse el gozo y la alegría ante la generosidad de la naturaleza.
—En cuanto se está más allá del río —dijo Brígida—, se encuentra uno como en otra tierra, todo tan triste y raquítico. Cuanto forastero viene, afirma que nuestro pueblo es el más bello de la región.
—Con excepción del valle de abetos —contestó él—. Mira hacia allá, qué negro y triste se ve ese apartado lugar dentro de toda la alegría que lo circunda. Detrás de los oscuros abetos están la humeante casita, los cobertizos derruidos, el hilo de agua que pasa de largo con aire triste.
—Es cierto —dijo la mujer, mientras permanecían de pie—. Al acercarse a ese lugar, se vuelve uno triste y temeroso sin saber la razón de ello. ¿Quiénes serán en realidad esos que viven allí y por qué se mantienen alejados de toda comunidad como si no tuvieran la conciencia tranquila?
—Pobre chusma —contestó el joven arrendatario—. Parecen gitanos que roban y engañan en lo apartado, y quizá allí sea su escondite. Lo único que me asombra es que el muy benévolo señorío los tolere.
—Podría también ser gente pobre —dijo la mujer, compasivamente— que se avergüenza de su pobreza, aunque uno no tiene realmente razón al culparlos de nada; lo único que da en qué pensar es que no muestran devoción hacia la iglesia. Y no se sabe de qué viven pues el jardincillo, que parece estar completamente abandonado, no los puede ni siquiera alimentar, ni tampoco poseen sus propios campos.
—Sólo Dios sabe en qué se ocupen —continuó Martín, mientras reanudaba sus pasos—, pues ningún ser humano pasa junto a ellos, y el lugar que habitan está apartado y embrujado, de manera que ni los muchachos más traviesos se atreven a acercarse.
Continuaron conversando mientras se encaminaban al campo. Aquella oscura región de la que hablaban estaba situada fuera del pueblo. En una pendiente rodeada de abetos se veía una casita y diversas construcciones pertenecientes a varias granjas casi del todo destruidas. Muy de vez en cuando llegaba a apreciarse el humo de las chimeneas, y más rara todavía era la presencia de gente. En una sola ocasión, un curioso que se había atrevido a acercarse advirtió en un banco, delante de la casita, unas horribles mujeruchas vestidas con harapientas ropas acompañadas de unos niños igualmente feos y sucios que se revolcaban entre sus faldas; algunos perros de oscuro pelaje corrían cerca de ellos; al caer la noche, un individuo misterioso que nadie conocía cruzó el camino a la altura del arroyo y entró en la casita; más tarde, a lo lejos, podían verse entre la oscuridad diversas siluetas que se movían como sombras alrededor de una fogata campestre. La pendiente, los abetos y la casita derruida daban en verdad una extrañísima impresión dentro del verde y alegre paisaje, en comparación con las blancas casitas del pueblo y el reluciente y magnífico palacio.
Los niños se habían comido la fruta; sintieron deseos de correr, y la pequeña y ágil María le ganó en todas las ocasiones al lento Andrés.
—¡Eso no tiene ninguna gracia! —exclamó finalmente Andrés—. ¡Vamos a hacerlo ahora más lejos, entonces si veremos quién gana!
—Como quieras —dijo la pequeña—. Sólo que no podemos correr hacia donde está el río.
—No —contestó Andrés—. Pero allá, en la colina, donde está el gran peral, a un cuarto de hora de aquí. Yo corro dando vuelta a la izquierda, por la pendiente de los abetos, y tú, que puedes hacerlo, corres por el lado derecho del campo, y los dos llegamos a la misma meta. Entonces veremos quién es el que corre mejor.
—Bueno. Así no nos estorbaremos en el camino; además, mi papá dice que es la misma distancia en dirección de la colina yendo de este lado o más allá de la casa de los gitanos —dijo María, y en seguida comenzó a correr.
Andrés se apresuró tan velozmente que María, al tomar por la derecha, ya no lo alcanzó a ver mas.
—Es realmente un tonto —se dijo—, pues me será suficiente un poco de valor para cruzar el pequeño puente, pasar cerca de la casita y salir del solar hacia el otro lado; así llegaré mucho antes que Andrés.
Ya estaba delante del arroyo, al pie de la colina de abetos.
—¿Cruzo el puente? ¡Qué miedo! —se dijo.
Un falderillo blanco ladraba allí cerca con todo su írnpetu. Al asustarse, el animal le pareció a María como un monstruo y retrocedió inopinadamente.
—¡Ay! —dijo—. Andresito está ahora muy adelantado y yo sigo aquí, como una estatua, pensándolo todavía.
El perro ladraba sin parar; al mirarlo con más detenimiento no le pareció tan horrible sino, por el contrario, muy gracioso: tenía un collar rojo del que colgaba un reluciente cascabel, y toda vez que levantaba la cabeza meneándose al ladrar, el cascabel se dejaba oír encantadoramente.
—¡Eh, sólo tengo que decidirme! —exclamó la pequeña María—. Corro lo más que pueda y ¡rápido, rápido! salgo otra vez al camino. ¡Este animalillo no me ha de devorar tan rápidamente!
Al decir esto, la resuelta y vivaz niña se lanzó hacia el puentecillo y pasó a toda carrera junto al perro, que sin ladrar más le hizo fiestas alrededor. De pronto estaba en la pendiente, de manera que los negros abetos le impedían la vista hacia los contornos de la casa paterna y el resto del paisaje.
Vaya que estaba sorprendida. La rodeaba el jardín de flores más vistoso y alegre, sembrado de tulipanes, rosas y azucenas de incomparables y bellos colores; mariposas azul y púrpura se mecían en los pétalos, aves multicolores se colgaban de los emparrados en las jaulas de lustrosas rejas mientras cantaban hermosas melodías, y algunos niños, en albeantes y cortos vestiditos, de pelo rubio y rizado y de ojos claros, saltaban alrededor. Unos jugaban con corderitos, otros daban de comer a los pájaros o bien recolectaban flores que se regalaban mutuamente. Otros más comían cerezas, uvas y albaricoques rojizos. No podía verse ninguna casita. En cambio, una amplia y hermosa casa, con puerta de hierro en artístico y noble talle, lucía en medio de ese espacio. María estaba absorta y maravillada, y ni siquiera supo orientarse; pero, como no era nada tonta, en pocos instantes se acercó al primer niño que vio y le tendió la mano para saludarlo.
—¡Qué sorpresa que vengas a visitarnos! —dijo la deslumbrante niña a la que había saludado—. Te he visto correr y saltar allá afuera, pero te has asustado con nuestro perrito.
—¿Entonces no son ustedes ningunos gitanos bribones, como dice Andrés? ¡Vaya! Pero si es un tonto, y ¡el día entero habla sin ton ni son!
—Quédate con nosotros —dijo la maravillosa niña—, te gustará.
—Pero es que estamos corriendo.
—Regresarás a tiempo. ¡Toma y come!
María comió y encontró la fruta tan dulce como nunca había saboreado ninguna, y Andrés, la carrera y la advertencia de sus padres se borraron por completo de su mente.
Una mujer muy alta, vestida con lujo deslumbrante, se acercó y preguntó por la niña extranjera.
—Hermosa mujer —le dijo María—, vine corriendo hasta aquí y ella me invitó a quedarme.
—Tú sabes, Zerina —dijo la hermosa mujer—, que ella sólo tiene permiso por poco tiempo y, además, tenias que haberme preguntado antes que todo.
—Pensé —dijo la deslumbrante niña— que si la habían dejado cruzar el puente podía entonces quedarse; ya la hemos visto correr a menudo por el campo y tú misma te has deleitado con su carácter alegre y vivaz; al fin y al cabo, tendrá que abandonarnos muy pronto.
—No, yo quiero quedarme aquí —dijo María—. Esto es muy bonito; además, aquí están las cosas más agradables que he visto, sobre todo las fresas y las cerezas. Allá afuera no es tan espléndido como aquí.
La mujer, vestida con sus prendas doradas, se alejó sonriendo y muchos de los niños saltaron entonces alrededor de la alegre María bromeando con ella y animándola a bailar; otros le llevaron corderitos y juguetes maravillosos; unos más tocaron sus instrumentos y cantaron. Pero se mantuvo especialmente junto a la compañera que conoció desde su llegada pues era la más amable y simpática de todos. La pequeña María exclamaba una y otra vez:
—Quiero quedarme siempre con ustedes para que sean mis hermanos.
Ante ello, todos los niños se reían abrazándola.
—Ahora vamos a hacer un bonito juego —dijo Zerina. Corrió velozmente al interior del palacio y volvió con una diminuta caja dorada que guardaba un brillante polen. Tomó un poco de él con sus deditos y esparció algunos granos en el verde suelo. De pronto, se vio crujir el césped en forma de olas y, luego de breves momentos, surgieron de inmediato rosales que crecieron y se desarrollaron al instante, invadiendo el espacio con el más dulce aroma. María tomó también un poco de polvo y, cuando lo hubo esparcido, aparecieron blancas azucenas y multicolores claveles. A un movimiento de Zerina, desaparecieron las flores apareciendo otras en su lugar.
—Ahora —dijo Zerina—, prepárate para algo mejor. Puso entonces dos piñones en el suelo, los pisoteó enérgicamente hasta hundirlos en la tierra y, al momento, dos verdes arbustos comenzaron a erguirse ante los niños.
—Cógete fuerte de mí —le dijo Zerina.
María puso sus brazos alrededor de su tierno cuerpo. Sin pensarlo, se sintió elevada, los arbolillos crecieron debajo de las niñas con asombrosa rapidez hasta que los altos pinos se arqueaban y las niñas tuvieron que mantenerse abrazadas entre las rojas nubes del atardecer, balanceándose de uno a otro lado en medio de besos. Los otros pequeños subían y bajaban con suma agilidad por entre las ramas de los árboles; se hacían bromas y daban empujones con muchas risas al encontrarse en el camino. Uno de los niños cayó a causa del amontonamiento de los otros y voló entonces por los aires, si bien bajó lenta y seguramente a tierra. Por último, María sintió miedo, la otra pequeña entonó algunas canciones con voz muy clara y los árboles descendieron tan rápidamente como se habían elevado hasta las nubes.
Entraron por la puerta de hierro hacia el palacio. Sentadas allí, hermosas mujeres, tanto ancianas como jóvenes, se deleitaban dentro de la sala circular comiendo agradables frutas. Entre tanto, podía escucharse una hermosa y sutil melodía. En la bóveda había palmeras pintadas, flores y follajes entre los que subían y bajaban, haciendo gráciles movimientos, varias figuras infantiles. Las imágenes variaban y centelleaban en los más encendidos colores, de acuerdo con la música; al momento, el verde y el azul se encendían como una diáfana luz y, con tonos de flama dorada y púrpura, el color se opacaba hasta languidecer; entonces los niños, desnudos entre los follajes de flores, parecían avivarse y tomar aliento a través de sus labios rojos de rubí de manera que podía verse el fulgor de los dientecillos y de los ojos azul celeste.
Desde la estancia, una escalera de hierro conducía a un gran hipogeo. Allí, entre una gran cantidad de oro, plata y piedras preciosas, refulgían gemas de infinitos colores; había en las paredes hermosos vasos que parecían rebosantes de magníficos tesoros, y oro trabajado en varias maneras que brillaba con un familiar tono rojizo. Incontables enanitos se hallaban ocupados en seleccionar las piezas a fin de ponerlas en los vasos. Otros, jorobados y contrahechos, de largas y enrojecidas narices, traían con muchos trabajos, jadeantes casi hasta inclinar la frente contra el piso, como los molineros bajo su carga de trigo, unos sacos de los que caían al suelo granos de oro. En seguida saltaban torpemente de un lado a otro y tomaban las piedrecillas rodantes que iban escapándose; no era raro que, en medio de su inquietud, uno golpeara al otro de manera que caían al suelo, atolondrados bajo su propio peso. Ponían caras hoscas y desdeñosas cuando ella reía ante sus gestos de fealdad. Encogido, sentado hasta el fondo, estaba un diminuto anciano a quien Zerina saludó ceremoniosamente en tanto que él agradecía con una severa inclinación de su cabeza. Tenía en la mano un cetro y puesta en la cabeza una corona; todos los demás enanos parecían reconocerlo como su señor y obedecían sus indicaciones.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, malhumorado, cuando las niñas se le acercaron un poco más.
María guardó silencio, temerosa, pero su compañera contestó que sólo habían ido a echar un vistazo a los sótanos.
—¡Las niñerías de siempre! —exclamó el viejo—. ¿No terminará nunca el ocio? —y tras esto, volvió a sus ocupaciones haciendo pesar y seleccionar diversas piezas de oro; envió a otros enanos afuera, y a uno más lo regañó.
—¿Quién es ese señor? —preguntó María.
—Nuestro príncipe del Metal —dijo la pequeña, mientras seguían caminando.
Parecían estar nuevamente afuera; se encontraban en la orilla de un lago. Sin embargo, no había sol ni podían ver el cielo. Una barquita las recibió y Zerina remó incansablemente. Fue veloz la travesía. En medio del lago, María vio miles de carrizos, canales y afluentes ramificándose desde su centro en todas direcciones.
—Estas aguas corren bajo nuestro jardín hacia el lado derecho —dijo la deslumbrante niña—. Por ello, todo florece tan fresco. Desde aquí puede bajarse a la gran corriente del río.
De pronto, desde todos los canales, apareció una multitud de niños, y todos se acercaban nadando; muchos llevaban guirnaldas de juncos y lirios; otros, puntas de coral, y otros más iban tocados con retorcidas conchas. Un confuso barullo resonaba alegremente desde las oscuras riberas; entre los pequeños era posible apreciar los movimientos de las más hermosas mujeres, y muchos niños a la vez saltaban sin cesar y se colgaban de ellas besándolas en el cuello y los hombros. Todas saludaron a la extranjera mientras ésta cruzó el lago en medio de ese alboroto, hasta internarse en un afluente del río, cada vez más estrecho. Por último, la barca se detuvo. Se despidieron de ella y Zerina tocó una roca que se abrió como una puerta y una roja figura femenina las condujo hacia abajo.
—¿Se están divirtiendo? —preguntó Zerina.
—Están tan agitados y contentos como uno los puede ver —contestó la mujer—, y el calor es extremadamente agradable.
Subieron por una escalera circular y, de pronto, María se vio en una sala tan iluminada que, al entrar, sus ojos quedaron deslumbrados. Tapices de un rojo intenso nutrían con una brasa púrpura los muros, y cuando la mirada de María se hubo adaptado vio, para su sorpresa, cómo ciertas figuras saltaban y danzaban sobre los tapices en medio de la mayor alegría y con tan grácil constitución y proporción, que no podía imaginarse otra cosa más cautivante. Sus cuerpos semejaban al bermejo metal, y parecía como si la inquieta sangre pulsara visiblemente dentro de ellos. Mostraban su risa ante la niña extranjera saludando con repetidas inclinaciones, pero cuando María intentó acercarse, Zerina la retuvo de pronto con fuerza, gritándole:
—¡Vas a quemarte, María, todo eso es fuego!
María sintió el calor:
—¿Por qué estas figuras tan tiernas no salen y juegan con nosotros? —preguntó a su amiga.
—Porque así como tú vives en el aire, ellas tienen que permanecer en el fuego; de otro modo, morirían. Mira qué bien se sientan, cómo ríen y gritan; allí, bajo tierra, los ríos de fuego se expanden en todas direcciones. Por su causa, crecen ahora las flores, las frutas y los sarmientos; los rojos ríos corren al lado de los riachuelos, y así estos seres de cambiantes llamas se mantienen siempre activos y alegres. Pero es ya demasiado fuego para ti. Vamos otra vez al jardín.
En el jardín, el escenario era distinto. El brillo de la luna reposaba en cada pétalo, los pájaros permanecían en silencio y los niños dormían, en variados grupos, entre el verde follaje. Pero María y su amiguita no sentían ningún cansancio; en medio de largas conversaciones, paseaban bajo la cálida noche de verano.
Al amanecer, se refrescaron con frutas y leche. María dijo:
—Cambiemos de ambiente y salgamos al abetal para ver de cerca los abetos.
—Con mucho gusto —dijo Zerina—. Así podrás visitar a nuestros guardias, que seguramente van a gustarte. Están en lo alto del terraplén, entre los árboles.
Caminaron entre multicolores jardines, cruzando florestas repletas de ruiseñores; luego ascendieron por colinas rebosantes de parras y, después de seguir el intrincado curso de un claro hilo de agua, llegaron por fin al abetal y al declive que limitaba la región.
—¿Cómo es posible —preguntó María— que adentro tengamos que caminar tanto y afuera la distancia sea tan corta?
—No sé cómo sucede, pero así es —contestó la amiga.
Ascendieron hasta el sombrío abetal y un viento frío venía a acariciarlas desde el exterior; el paisaje parecía cubrirse por completo de niebla. En lo alto, extrañas figuras, cuyos rostros parecían cubiertos de polvo harinoso, estaban de pie, semejantes a las repugnantes cabezas de las lechuzas blancas. Se hallaban cubiertas con rugosos abrigos de gruesa y burda lana, y sostenían, abiertos, unos paraguas de extraña piel; soplaban y abanicaban sin parar con alas de murciélago que incidentalmente miraban, absortos, a través de los pliegues.
—Quisiera reír y siento miedo —dijo María.
—Ésos son nuestros buenos y laboriosos guardianes —replicó la pequeña compañera de juegos—. Aquí permanecen produciendo aire a fin de que todo extranjero que quiera acercarse experimente un extraño temor. Están cubiertos de esa manera por la lluvia y el frío pues no soportan ninguna de las dos cosas. Aquí abajo nunca llega nieve ni viento, ni hay frío; aquí es el eterno verano y la eterna primavera, pero si no se relevaran en sus puestos, morirían completamente.
—Pues, ¿quiénes son ustedes? —preguntó María cuando descendían de nuevo entre aromas florales—. ¿O no tienen un nombre con el que uno les pueda reconocer?
—Nos llamamos elfos —dijo la amable niña—. Según he podido escuchar, así nos nombran en el mundo.
Escucharon un tumulto que surgía del prado más cercano.
—¡Llegó la hermosa ave! —les gritaron los niños, a la distancia.
Todos se agitaban dentro de la estancia. Entre tanto, vieron cómo jóvenes y viejos se apresuraban a cruzar el umbral y cómo se regocijaban; dentro resonaba una música plena de júbilo. Al entrar, vieron la circular estancia repleta de las más variadas figuras; todos miraban por encima en dirección de la enorme ave que, con su lujoso plumaje, describía lentamente múltiples círculos. La música se escuchaba más alegre que nunca, y colores y luces cambiaban con increíble rapidez. Finalmente, la música se detuvo y el ave se lanzó estrepitosamente por encima de una refulgente corona que flotaba bajo un elevado ventanal, iluminando desde lo alto la bóveda. Su plumaje era de colores verde y púrpura, y a través de él corrían las más brillantes líneas doradas; en su cabeza se movía una diadema de pequeñas plumas, tan claras y luminosas que relampagueaban como si fueran gemas. El pico era rojo y las patas de un azul intenso. A cada movimiento del ave, todos los colores lucían entreverados y todas las miradas, embelesadas, se prendían de él. Sus dimensiones eran las de un águila. Al abrir su luminoso pico, una dulce melodía escapó de su agitado pecho en tonos más hermosos aun que los del apasionado ruiseñor; el canto cobraba fuerza y se esparcía como una masa de rayos de luz, de manera que todos, incluso los más pequeñuelos, no podían contener las lágrimas de alegría y entusiasmo. Cuando terminó, todos se inclinaron delante del ave, que de nuevo voló en círculos bajo la bóveda, disparándose a través de la puerta y lanzándose hacia el despejado cielo, donde pronto pareció tan sólo un punto rojo, tan rápidamente que, al instante, desapareció en las alturas.



—¿Por qué están todos tan contentos? —preguntó María, inclinándose hacia la hermosa niña, que en ese instante le pareció más pequeña que el día anterior.
—¡Viene el rey! —dijo la pequeña—. Muchos de nosotros todavía no lo hemos visto, y adonde quiera que se dirige hay fortuna y alegría. Mucho tiempo lo hemos esperado, más ansiosamente que ustedes esperan la primavera después de un largo invierno; y ahora anunció su venida con este hermoso mensajero. Esta agradable e inteligente ave, que nos ha sido enviada en el servicio del rey, se llama Fénix. Vive en tierras lejanas, en Arabia, en la copa de un árbol del cual sólo hay uno en el mundo, así como no existe un segundo Fénix. Cuando se siente viejo, fabrica un nido a partir de bálsamos e inciensos, lo enciende y se prende fuego a sí mismo, de modo que muere cantando; de las aromáticas cenizas se levanta otra vez el rejuvenecido Fénix con renovada hermosura. Muy raro es que emprenda el vuelo, así que aquellos que llegan a verlo —siendo que tal cosa sucede una vez en siglos— lo inscriben en sus memorias y esperan de ello acontecimientos maravillosos. Pero ahora, amiga mía, tienes también que partir pues no te está concedida la presencia del rey.
Entonces la hermosa mujer del vestido de oro se aproximó entre el tumulto, le hizo señas a María y se alejó con ella bajo una solitaria alameda.
—Tienes ahora que abandonarnos, mi querida niña —le dijo—. El rey quiere mantener su corte en este lugar durante los próximos veinte años o incluso más; se esparcirán fertilidad y bendiciones por todo el país y especialmente aquí. Los manantiales y los ríos serán más abundantes, todos los campos y los jardines, más ricos, y más noble el vino, más pródigo el prado y más fresco y verde el bosque; correrán más suaves vientos, ningún granizo perjudicará las cosechas ni inundación alguna amenazará a los hogares. Toma este anillo y piensa en nosotros, pero cuídate de hablarle a alguien acerca de nosotros pues si lo haces nos veremos obligados a abandonar esta tierra, y toda la gente de los alrededores, como también tú, carecerán de la fortuna y de las bendiciones que nuestra cercanía les otorga. Besa por última vez a tu compañera y adiós.
Al salir, Zerina lloraba; mientras tanto, María se inclinó para abrazarla y se separaron. Estando ya en el estrecho puente, el aire frío sopló sobre su espalda, desde el abetal, y el falderillo la saludó con sus ladridos dejando oír su cascabel; se volvió para echar una mirada y se apresuró a salir; la densidad de los abetos, la oscuridad de las casitas derruidas y las brumosas siluetas le inspiraron un angustioso temor.
—¡Cómo se habrán preocupado esta noche mis padres por mí! —se dijo, al encontrarse de nuevo en el campo—. Y no les puedo decir dónde estuve ni lo que he visto. Además, nunca lo creerían.
Dos hombres pasaron a su lado, la saludaron, y ella les escuchó decir:
—¡Qué chica más guapa! ¿De dónde será?
María apuró sus pasos al dirigirse a la casa paterna. Los árboles, apenas ayer rebosantes de frutos, se veían ahora raquíticos y sin follaje. La casa estaba pintada de otro color y un nuevo granero se levantaba a su lado. María se sorprendió tanto que creía estar en un sueño. Bajo tal turbación, abrió la puerta de la casa, su padre se hallaba sentado a la mesa, entre una mujer desconocida y un joven extranjero.
—¡Dios mío, padre! —exclamó—. ¿Dónde está mi madre?
—¿Tu madre? —dijo la mujer, presintiendo algo; precipitadamente, dio un paso hacia adelante—. ¡Vaya! ¿No serás...? ¡Pero claro, claro! Eres María, mi perdida que creían muerta, la única, querida María.
La había reconocido por un pequeño lunar debajo del mentón, por sus ojos y por su figura. Todos la abrazaron, todos estaban alegremente emocionados y los padres se enjugaban las abundantes lágrimas. María se sorprendió al notar que casi igualaba en estatura a su padre, y no alcanzaba a comprender que su madre hubiese cambiado y envejecido tanto. Preguntó por el nombre del joven.
—Es Andrés, el hijo de nuestro vecino —dijo Martín——. ¿Cómo es que vuelves tan inesperadamente después de siete largos años? ¿Dónde has estado? ¿Por qué no nos has enviado noticias tuyas?
—¿Siete años? preguntó María al no poder orientarse en sus ideas y recuerdos—. ¿Siete años enteros?
—Sí, sí —dijo Andrés, riéndose y tomándole cordialmente la mano—. Te gané, María, llegué hace siete años al peral y he vuelto; y tú, lenta, ¿apenas vas llegando?
Le preguntaron una y otra vez, le insistieron, pero ella, recordando la advertencia, no pudo dar ninguna respuesta. Casi le impusieron el cuento de que se había perdido al subirse a un carro que pasaba; que se había ido a un lugar extraño donde no supo indicar a la gente cuál era su hogar paterno; cómo había ido a parar a una ciudad lejana, donde unas buenas gentes la habían educado y amado; cómo éstas habían muerto y ella se había acordado de su lugar de origen y había decidido hacer el viaje de regreso.
—Dejémoslo así —dijo la madre——. Ya es suficiente con tenerte otra vez a nuestro lado. ¡Mi hijita, mi única, mi todo!
Andrés se quedó a cenar; María aún estuvo desorientada. La casa le parecía pequeña y oscura, le sorprendía su traje, limpio y sencillo, pero le resultaba totalmente ajeno; observó el anillo en su dedo, su oro brillaba a raudales y una piedra de un rojo refulgente resaltaba todavía más. A la pregunta de su padre, contestó que el anillo era un regalo de sus benefactores.
Anhelaba el momento de irse a dormir y, finalmente, se retiró. A la mañana siguiente se sentía serena, había ordenado mejor sus ideas y fue capaz de responder a la gente del pueblo que acudió a saludarla. Andrés, que había ido muy temprano, se mostraba afable y alegre, así como dispuesto a servirla. La muchacha, de quince años cumplidos, le había causado gran impresión, e incluso la noche anterior no había podido dormir. La mandaron llamar del palacio, adonde fue y tuvo que contar su historia, que ya había aprendido bien. El anciano señor y su mujer admiraron su buen comportamiento, pues era modesta sin ser tímida, respondía cortésmente y con buenas palabras a todas las preguntas que se le hacían; la timidez ante los nobles y ante aquellos de que se rodeaban había desaparecido, pues al comparar estas salas y sus adornos con los prodigios y la elevada belleza que había visto en la estancia secreta de los elfos, este lujo terrenal le parecía opaco, y la presencia de la gente, insignificante. Los jóvenes estaban sumamente encantados con su belleza.
Era febrero. Los árboles se cubrieron mucho antes de lo habitual con su frondosidad. El ruiseñor nunca había aparecido tan pronto. La primavera se presentó en el país con un mayor esplendor, tanto como no podían recordarlo los ancianos mayores. De todas partes brotaron manantiales que surtían de agua en abundancia a prados y vergeles. Las colinas parecían haber crecido, las regiones donde las parras de uva maduraban se elevaron notablemente, los frutales florecieron como nunca, y una bendición plena de aromas se expandía sobre el paisaje en forma de nubes y de pétalos. Todo se daba asombrosamente bien, no hubo día en que faltara el agua ni tempestad alguna que dañara las cosechas, el vino brotaba enrojecido de inmensos racimos y los habitantes del pueblo se admiraban sobrecogidos como en mitad de un dulce sueño. El año siguiente fue igual, si bien la gente ya se había acostumbrado a lo maravilloso. En otoño, María cedió a los ruegos de Andrés y de sus propios padres: se hizo su novia y en invierno se casó con él.
Muchas veces recordaba con honda nostalgia su viaje a la región oculta de los abetos; permanecía callada y seria. A pesar de lo hermoso que era todo cuanto la rodeaba, conocía algo todavía más hermoso; por ello, una ligera melancolía transformaba su ser con serena tristeza. Le dolía escuchar a su padre o a su marido hablar de los gitanos y bribones que se suponía vivían en la oscura pendiente; muchas veces quiso defenderlos, sobre todo ante Andrés, quien parecía encontrar cierto placer al hablar mal de ellos, pues ella sabía que eran los benefactores de la región. No obstante, reprimía siempre sus palabras. Así vivió durante un año, y al siguiente se puso la mar de contenta ante la llegada de una hija, a la cual le dio el nombre de Elfriede, seguramente en recuerdo de los elfos.
La joven pareja vivía con Martín y Brígida en la misma casa, que era suficientemente amplia, y ayudaba a los viejos en los quehaceres domésticos. La pequeña Elfriede mostró pronto capacidades y talentos especiales: caminó prematuramente y pudo hablar todo cuando aún no cumplía los primeros doce meses; más aún, después de varios años era tan lista y sensata y de tan extraordinaria belleza que todos la veían con admiración, en tanto su madre no podía dejar de pensar en su semejanza con los relucientes niños que habitaban en la pendiente de los abetos. A Elfriede no le agradaba estar con los demás niños; por el contrario, evitaba, hasta el punto de parecer tímida, sus entusiastas juegos, y prefería más que nada estar a solas. Entonces se apartaba en un rincón y leía o trabajaba con ahínco en su delicada costura. Muchas veces se le veía profundamente ensimismada o bien caminar de un lado a otro, hablando excitadamente consigo misma. Gustosos, sus padres la dejaban pues era una niña sana y alegre. Pero las respuestas y comentarios extrañamente inteligentes los hacía sentirse preocupados.
—Niños tan listos —dijo la abuela Brígida— a menudo no llegan a mayores, no están hechos para este mundo. Además, la niña es extraordinariamente hermosa y no se hallará a gusto en este mundo.
La pequeña tenía la particularidad de disgustarse mucho cuando era ayudada en sus quehaceres; quería siempre hacerlo todo por sí misma. Casi a diario era la primera en levantarse, se aseaba con mucho esmero y se vestía ella sola. Era muy cuidadosa por las noches; al guardar sus ropas y vestidos, absolutamente nadie, incluida su madre, tenía permitido acercarse a sus cosas. Su madre la miraba hacer en medio de tales caprichos; aún no sospechaba nada. Pero no salió de su asombro cuando, un día de fiesta en que iban de visita al castillo, al mudarle la ropa entre forcejeos, gritos y llantos de la niña descubrió en su pecho, colgada de una cadenita, una extraña medalla de oro; en ella reconoció de inmediato una de las tantas que había visto en la bóveda subterránea. La pequeña se asustó mucho, confesó haberla encontrado en el jardín y, al gustarle tanto, la guardó celosamente. Le rogó con tanta insistencia y ternura que le permitiera quedársela, que María se la sujetó de nuevo al cuello y, pensativa y silenciosamente, se encaminó con ella hacia el castillo.
A un costado de la casa había una troje y una construcción donde guardaban los aperos de labranza. Detrás, se hallaba un pequeño prado con un viejo cobertizo que nadie visitaba debido a que después de la nueva disposición de los edificios quedaba muy lejos del jardín. Era en esa soledad donde Elfriede prefería permanecer; allí nadie la perturbaba, de manera que sus padres no la veían durante gran parte del día. Una tarde, cuando María estaba en las viejas construcciones tratando de poner orden y de hallar alguna cosa, notó que a través de una grieta del muro un rayo de luz caía dentro de la habitación. Se le ocurrió mirar a través de la grieta para observar a su hija, hallándose con que le fue posible apartar un ladrillo flojo y, de esta manera, ver directamente hacia el cobertizo. Elfriede estaba sentada junto a su banquito y, a su lado, la muy conocida Zerina; ambas jugaban y se divertían en medio de una graciosa armonía. La elfa abrazó a la hermosa niña y, un tanto triste, le dijo:
—¡Mi adorada criatura! Así como contigo, jugué con tu madre cuando siendo pequeña nos visitó. Pero ustedes los humanos crecen demasiado rápido y se convierten rápidamente en gente adulta y razonable. Eso me pone completamente triste. ¡Ah, si permanecieran niños al igual que yo!
—Me gustaría tanto complacerte —dijo Elfriede—, pero todos los míos piensan que muy pronto entraré en razón y que no jugaré más, pues doy claras muestras de ser una niña precoz. ¡Ay! ¡Por si fuera poco, no te volveré a ver a ti, querida Zerinita! Pasa como con las flores de los árboles: ¡qué magnífico el floreciente manzano con sus rojizos y henchidos botones! El árbol crece y se ensancha tanto que cada hombre que camina a su vera piensa también que será algo especial; después llega el sol, el florecimiento de sus ramas deviene tan felizmente con el duro núcleo en sus entrañas que más tarde excreta el colorido adorno y lo arroja al suelo. Entonces ya no puede ayudársele más en su triste desarrollo, y ha de volver a dar sus frutos hasta el otoño. Ciertamente, una manzana es también placentera y agradable pero insignificante al lado de este florecimiento primaveral. Así ocurre también con la gente; no puedo alegrarme por el hecho de llegar a ser un adulto. ¡Ay, si pudiera visitaros una sola vez!
—Desde que el rey vive con nosotros —dijo Zerina— es absolutamente imposible, pero yo vengo a verte muchas veces sin que nadie me vea ni lo sepa, querida; soy invisible en el aire y vuelo como un pájaro. ¡Oh, vamos a estar juntas mucho tiempo, mientras sigas siendo una pequeña! Y ahora, ¿qué puedo hacer para complacerte?
—Debes quererme tanto como yo te guardo en el corazón; pero hagamos una rosa para nosotras.
Zerina tomó de su pecho su conocido cofrecillo, arrojó dos granos al suelo y, al momento, brotó de él un verde arbusto con un par de rosas de un rojo intenso y que parecían inclinarse y besarse entre sí. Sonrientes, cortaron las rosas y el arbusto desapareció.
—¡Oh, si tan sólo la vida de esta rosa no fuera tan breve! —dijo Elfriede—. Encendida criatura, milagro de la tierra.
—¡Dame! —dijo la elfa, quien aspiró el capullo antes de besarlo tres veces—. Ahora —dijo al devolvérselo— se mantendrá fresco y floreciente hasta el invierno.
—Quiero guardar esta rosa como si fuera tu propia imagen —dijo Elfriede—; quiero guardarla en el rincón más secreto de mi habitación para besarla todas las noches y todos los días como si fueras tú misma.
—El sol se está poniendo —dijo Zerina—; ya tengo que irme a casa.
Se abrazaron una vez más y Zerina desapareció.
Por la noche, María tomó a su niña, con una sensación de angustia y respeto, entre sus brazos. A partir de entonces, le dio a su muchachita mayor libertad que antes y, en ocasiones, tranquilizó a su marido cuando éste iba en busca de la niña, lo cual venía haciendo desde tiempo atrás pues no acababa de gustarle su excesivo retraimiento y temía que pudiera volverse una ingenua y poco avispada muchacha. Sigilosamente, la madre iba repetidas veces ante la grieta del muro y, con frecuencia, encontraba a la pequeña y deslumbrante elfa sentada al lado de su hija, ocupadas ambas en algún juego o en una muy seria conversación.
—¿Te gustaría volar? —preguntó en una ocasión Zerina a su amiguita.
—¡Cuánto me gustaría! —exclamó Elfriede.
De inmediato el hada abrazó a la niña y se elevó con ella de manera que ambas se mantuvieron a la altura del cobertizo. La madre, inquieta, olvidó toda precaución y asomó, asustada, la cabeza con objeto de no perderlas de vista; de pronto Zerina levantó su dedo y, sonriente, la amenazó; descendió con la niña, la estrechó contra su corazón y desapareció. A menudo María fue advertida por la maravillosa niña, quien meneaba la cabeza amenazándola si bien siempre con amables gestos.
María le había dicho muchas veces, en tono de riña, a su marido:
—¡Eres injusto con la gente que habita la casita!
Cuando Andrés insistía en que le explicara por qué estaba en contra de la opinión del pueblo e incluso de la del conde, creyéndose mejor entendida, ella se contenía y, desconcertada, guardaba silencio.
Un día, Andrés llegó a casa a la hora de la comida más impetuoso que otras veces; llegó a afirmar que era necesario desterrar a esa canalla en virtud de que era perniciosa para la región. Ella exclamó entonces, llena de indignación:
—¡Calla! Ellos son nuestros benefactores.
—¿Nuestros benefactores? —preguntó Andrés, sorprendido—. ¿Los vagabundos?
Un arranque de cólera incontenible la llevó a contarle a su marido la historia de su juventud bajo la promesa de guardar el más absoluto silencio, y como se mostrara mayormente incrédulo ante sus palabras y ladeaba la cabeza haciendo más patente su escepticismo, lo condujo a la habitación desde donde acostumbraba observar a su hija y, para su sorpresa, vio a la elfa en el cobertizo jugando con ella.
No supo qué decir. Dejó escapar una exclamación de asombro ante la cual Zerina alzó la vista. Al momento, ésta se puso pálida, tembló con cierta agitación y se mostró hosca sin poder contener su expresión alterada, todo lo cual la hizo comportarse en una actitud amenazante antes de decirle a Elfriede:
—Tú no tienes la culpa de esto, corazón mío, pero nunca conocerán la prudencia por más inteligentes que se crean.
Abrazó a la pequeña, sobresaltada y apuradamente, y voló en seguida como un cuervo, lanzando roncos graznidos, en dirección de los abetos, más allá del jardín.
Al anochecer, la pequeña se mantuvo en extremo callada y, llorando, besaba su rosa. María se sintió presa de angustia; Andrés apenas si dijo algo: se hizo la noche. De pronto susurraron los árboles, los pájaros volaron lanzando angustiosos garlidos, se escuchó el redoble de un trueno que sacudió la tierra y asimismo quejumbrosas voces que el viento parecía acercar y alejar. María y Andrés no tenían valor ni para levantarse. Se envolvieron en sus mantas y aguardaron el día temblando de miedo. Por la mañana, la cosa fue tranquilizándose; todo se mantenía en silencio cuando el sol penetraba con su luz en lo alto de los bosques.
Andrés se levantó y se vistió; al despertar, María se dio cuenta de que la piedra de su anillo se había opacado. Al abrir la puerta, el sol brillaba ante ellos claramente pero casi no reconocieron el paisaje que había en torno suyo. La frescura del bosque había desaparecido, las colinas eran más bajas, los arroyos corrían cansinos y casi secos, el cielo estaba gris. Cuando dirigieron la mirada hacia el abetal, los abetos no les parecieron ni más oscuros ni más tristes que los otros árboles. No había en las casitas situadas detrás de ellos nada que pudiera inspirar ningún temor. Varios aldeanos llegaban y contaban los extraños sucesos de la noche anterior; algunos incluso fueron hasta los solares donde vivían los supuestos gitanos, quienes muy probablemente, según dijeron, se habían ido ya, pues las casitas estaban deshabitadas y su interior se apreciaba como siempre, semejante al de las casas de la gente pobre; incluso parte del mobiliario había sido abandonado.
Elfriede le dijo en secreto a su madre:
—Mamá, por la noche, cuando no podía conciliar el sueño por el miedo a los truenos y me puse a rezar fervientemente, se abrió de pronto la puerta y entró mi compañera de juegos para despedirse. Traía un veliz y tenía puesto un sombrero; traía también un cayado enorme para el camino. Estaba visiblemente enfadada contigo, pues ahora tendrá que soportar las peores y más dolorosas penas por tu causa. ¡Tanto te había amado siempre! De cualquier manera, según dijo ella, abandonarán contra su voluntad nuestra región.
María le prohibió hablar acerca del asunto. Entre tanto, el barquero llegó del otro lado del río; contó cosas extraordinarias. Al caer la noche, según dijo, un hombre de elevada estatura y de aspecto extraño llegó con él para alquilarle la embarcación hasta la hora del amanecer, pero a condición de que se quedara tranquilamente durmiendo en su casa o, al menos, no pasara de la puerta hacia afuera.
—Tenía miedo —continuó el anciano—, pero ese extraño asunto no me dejaba dormir. Me escurrí silenciosamente hacia la ventana y miré hacia afuera buscando con los ojos el río. Grandes y turbulentas nubes flotaban en el cielo y los bosques lejanos susurraban temiblemente. Mi cabaña parecía temblar, y lamentos y aullidos parecían irla cercando lentamente. Entonces miré de pronto una luz blanca que se extendía y se hacía más ancha, como miles y miles de astros caídos del cielo. Palpitando con mucho brillo, se agitó sobre la pendiente del abetal, avanzó a través del campo y se esparció a lo largo de las aguas del río. Entonces escuché por todos lados, como si alguien caminara torpemente, algo parecido a un tintineo y, luego, murmullos. Se dirigieron hacia mi barca y todos treparon a ella; grandes y pequeñas siluetas luminosas, hombres, mujeres y al parecer niños, así como un alto y extraño hombre que iba al frente de ellos hacia la otra orilla. Miles nadaban en las aguas del gran río, al lado de la embarcación, mientras en el aire flotaban luces y nubes blancas, y no había quién diera término a sus lamentos y quejas por tener que viajar tan lejos. El golpe de los remos sobre el agua producía un murmullo aislado de todo lo demás, y después, de pronto, surgió el silencio. Muchas veces atracaba la barca y volvía en todas las ocasiones con una nueva carga. Llevaban consigo muchos toneles de gran peso, que cargaban y hacían rodar unos asquerosos enanos que los acompañaban; parecían diablos o duendes, yo no lo se. Más tarde, en medio de un ondulante fulgor, llegó un engalanado séquito. Un anciano, que montaba un corcel blanco, parecía ser el centro en torno al cual todos se apretujaban; sólo pude apreciar la cabeza del caballo cubierto por completo con unos bellos y lustrosos mantos. El viejo llevaba sobre su cabeza una corona tan brillante que, cuando cruzó el río en dirección de la orilla opuesta, pensé que el sol quería elevarse y la aurora flameaba frente a mí. Así transcurrió toda la noche; por último me dormí, a la vez alegre y temeroso. Por la mañana todo estaba tranquilo, pero el río casi desapareció, y es tanta su merma que tendré dificultades para gobernar mi embarcación.
En el transcurso de ese mismo año, cuanto abarca la vista iba decreciendo. Los bosques morían, los veneros se agotaban y la región —antaño la común alegría de los viajeros— estaba en el otoño tan asolada, diezmada y yerma por todas partes, que apenas si se mostraba un pequeño sitio, en medio del mar terroso, donde crecieran pálidos yerbajos. Los frutales habían desaparecido, las viñas se perdieron y el aspecto del paisaje era tan triste que al año siguiente el conde abandonó con su familia el castillo, que con el curso del tiempo quedó en ruinas.
Elfriede, sumida en la mayor tristeza, contemplaba noche y día su rosa. Recordaba a su compañera de juegos y, a medida que se doblaba y secaba la flor, también ella iba inclinando su cabecita, hasta consumirse antes de llegar la primavera. María iba a plantarse muchas veces enfrente de la casita e imploraba y lloraba por la dicha perdida. Se consumió al igual que su pequeña hija y murió al cabo de pocos años. Entonces el viejo Martín se fue a vivir con su yerno a la región donde antaño había vivido.

Tuesday, February 19, 2008

Dos textos de Menéndez Pelayo

«España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo. Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios, sin juzgarse todos hijos de un mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos; y consagra, con el óleo de justicia, la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lucha contra el enemigo de la fe o el invasor extraño; ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dio a España el cristianismo.

La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso.»

Fragmento de la Historia de los heterodoxos españoles


«Yo no pensaba hablar; pero las alusiones que me han dirigido los señores que han hablado antes, me obligan a tomar la palabra.

Brindo por lo que nadie ha brindado hasta ahora: por las grandes ideas que fueron alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar por la fe católica, apostólica, romana, que en siete siglos de lucha nos hizo reconquistar el patrio suelo, y en los albores del Renacimiento abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América, y a los portugueses los fabulosos santuarios de la India. Por la fe católica, que es el substratum, la esencia y lo más grande y lo más hermoso de nuestra teología, de nuestra filosofía y de nuestro arte.

Brindo, en segundo lugar, por la antigua y tradicional Monarquía española, cristiana en la esencia y democrática en la forma, que durante todo el siglo XVI vivió de un modo cenobítico y austero, y brindo por la casa de Austria, que con ser de origen extranjero y tener intereses y tendencias contrarios a los nuestros, se convirtió en portaestandarte de la Iglesia, en gonfaloniera de la Santa Sede durante toda aquella centuria.

Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie... y el espíritu de disgregación y de herejía que separó de nosotros a las razas setentrionales.

Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, que Calderón sublimó a las alturas del arte en el Alcalde de Zalamea, y que Alejandro Herculano ha inmortalizado en la historia. En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros; que aceptamos por propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos nosotros los que sentimos y pensamos como él; los únicos que con razón y justicia y derecho podemos enaltecer su memoria, la memoria del poeta español y católico por excelencia; del poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; del poeta teólogo, del poeta inquisitorial, a quien nosotros aplaudimos y festejamos y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos que en nombre de la unidad centralista a la francesa han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la península, asesinada primero por la casa de Borbón, y luego por los gobiernos revolucionarios de este siglo.

Y digo, y declaro firmemente, que no me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semipagana informada por principios que aborrezco, y que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón si levantase la cabeza.

Y, ya que me he levantado, y que no es ocasión de traer a esta reunión fraternal nuestros rencores y divisiones de fuera, brindo por los catedráticos lusitanos que han venido a honrar con su presencia esta fiesta y a quienes miro, y debemos mirar todos, como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española. Y no digo ibérica, porque esos vocablos de iberismo y de unidad ibérica, tienen no sé qué mal sabor progresista (murmullos). Sí, española, lo repito; que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens; y aun en nuestros días Almeida Garrett, en las notas de su poema, Camoens, afirmó que españoles somos y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos la península ibérica. Y brindo, en suma, por todos los catedráticos aquí presentes, representantes de las diversas naciones latinas, que, como arroyos, han venido a mezclarse en el grande océano de nuestra gente romana.»


Brindis por Calderón de la Barca

Tuesday, January 08, 2008

Walter Scott dijo sobre Jane Austen...

Sir Walter Scott journal entry, March 14th 1826

Also read again, and for the third time at least, Miss Austen's very finely written novel of
Pride and Prejudice. That young lady had a talent for describing the involvement and feelings and characters of ordinary life which is to me the most wonderful I ever met with. The big Bow-wow strain I can do myself like any now going, but the exquisite touch which renders ordinary commonplace things and characters interesting from the truth of the description and the sentiment is denied to me. What a pity such a gifted creature died so early!


* * *

También he leído, de nuevo, y por tercera ver al menos, la novela muy elegantemente escrita por la señorita Austen “Orgullo y prejuicio”. Aquella joven dama tenía un talento para describir las relaciones de sentimientos y personajes de la vida ordinaria que es para mí lo más maravilloso con lo que alguna vez me haya encontrado [...], pero el exquisito toque con que representa lo ordinario, lo común, e interesantes personajes desde la verdad de la descripción y el sentimiento a mi me resulta imposible. ¡Qué pena que una criatura con tanto talento muriera tan pronto!

Thursday, January 03, 2008

IDEA DE LA HISPANIDAD - Manuel García Morente (parte II)

II. EL CABALLERO CRISTIANO



Decíamos ayer que la nación no es ninguna cosa material de las que hay en la naturaleza. No es una raza, ni una sangre. No es un territorio, ni un idioma. Tampoco, como creen algunos pensadores modernos, puede definirse como la adhesión a un determinado pasado o a un determinado futuro. La nación, por el contrario, es algo que comprende por igual el pasado, el presente y el futuro; está por encima del tiempo; está por encima de las cosas materiales, naturales; por encima de los hechos y de los actos que realizamos. La nación es el estilo común a una infinidad de momentos en el tiempo, a una infinidad de cosas materiales, a una infinidad de hechos y de actos, cuyo conjunto constituye la historia, la cultura, la producción de todo un pueblo. La nación española es, pues, el estilo de vida que ostentan todos los españoles y todo lo español, en los actos, en los hechos, en las cosas, en el pensamiento, en las producciones, en las creaciones, en las resoluciones históricas.

Simbolización del estilo español

Ahora bien; ¿en qué consiste ese estilo propio de España y de lo hispánico? ¿Qué es la hispanidad? Tal fué el problema que dejamos planteado ayer para la conferencia de hoy: el de evocar –puesto que definir no es posible– ante ustedes la esencia del estilo español. Y digo que un estilo no puede definirse, porque el estilo no es un ser –ni real, ni ideal–; no es una cosa, no es un posible término ni de nuestra conceptuación, ni de nuestra intuición. Hay cosas que no pueden definirse –como por ejemplo, un color–, pero que son objeto de intuición directa. El estilo no es tampoco de estas cosas; porque el estilo no es cosa, sino «modalidad» de cosas; ni es ser, sino «modo» de ser. No es un objeto que nosotros podamos circunscribir conceptualmente, ni señalar intuitivamente en el conjunto o sistema de los objetos. El estilo no puede, pues, ni definirse ni intuirse. Entonces, ¿qué podemos hacer para conocerlo? ¿Cómo podremos formarnos alguna noción, o idea, o evocación, o sentimiento, de lo que es el estilo hispánico?

Lo mejor que podríamos hacer sería, sin duda, entrar en trato profundo y continuado con ese estilo; sumergirnos durante largas semanas y meses en el estudio de la historia de España; estar con los españoles, que fueron, en un largo comercio de íntima familiaridad; recorrer la península ibérica; contemplar sus paisajes; visitar sus ciudades, sus pueblos, sus aldeas; conversar con sus habitantes; admirar los cuadros que los españoles han pintado, las estatuas que han labrado y los edificios que han construído; leer las obras de su literatura y de su ciencia; oír sus cantos y sus músicas; mirar sus bailes; en suma, convivir real e intuitivamente con todas las manifestaciones de su vida pasada y presente. Y, al cabo de esa larga y variada convivencia con todo lo hispánico, con todas esas cosas en que está impreso el estilo, el modo de ser hispánico, tendríamos en nuestro espíritu una noción clara, precisa, intuitiva, aunque inefable e indefinible, del estilo español.

Pero este camino sería extraordinariamente largo y sólo practicable para contadísimas personas. Hay, pues, que buscar un sustituto. ¿Cuál? El único que en este caso se ofrece a las posibilidades humanas: la simbolización. Busquemos un símbolo, esto es, una figura que descifre y evoque todo ese montón de formas, esas modalidades en las cuales el estilo de la nacionalidad española se documenta. Cuando algo no puede ni definirse ni señalarse con el dedo; cuando algo no tiene posible concepto ni posible intuición, entonces la única manera de descifrarlo y evocarlo consiste en descubrirle algún símbolo adecuado. Símbolo es una figura real –objeto o persona– que, además de lo que ella es en sí y por sí misma, desempeña la función de descifrar y evocar algo distinto de ella. La bandera es un símbolo. La balanza de la justicia es un símbolo. De igual manera, ¿no podríamos descubrir alguna figura de cosa o de persona que nos empujase irremediablemente hacia ciertos pensamientos, ciertos sentimientos, ciertas emociones e intuiciones similares o idénticas a esa «modalidad» del ser hispánico? Intentémoslo y preguntemos, ante todo: ¿en qué figura podría simbolizarse lo español, el estilo de la hispanidad?

No podrá, desde luego, simbolizarse en una cosa. Para simbolizar un modo de ser viviente, una cosa inánime no sirve. La figura simbólica tendrá, pues, que ser figura de persona viva, un ser humano, un hombre. Puesto que lo que se trata de simbolizar aquí es un estilo de vida, el camino para hallar el símbolo no podrá ser otro que el de buscar en el arsenal de nuestra historia y de nuestra cultura españolas alguna figura humana que sea típica y que, sin ser real –pues sería entonces harto limitada–, designe en su diseño psicológico, con amplitud suficiente, la modalidad particular del alma española. ¿Dónde encontraremos semejante figura, que no siendo real se aplique, sin embargo, a la realidad hispánica y que no caiga en el peligro de la fría abstracción y del mero esquema? Lo primero en que se nos ocurre pensar es el arte. En las producciones del arte tenemos, efectivamente, un buen repertorio de figuras irreales y, sin embargo, concretas, y bien llenas de espiritualidad y de estilo hispánicos. Una solución muy atractiva sería, por ejemplo, la de simbolizar el estilo español en las figuras de Don Quijote y Sancho. Encontraríamos, sin duda, en ellas, un gran número de alusiones y evocaciones de la eterna hispanidad. También podría elegirse la figura artística del Cid. Acaso, igualmente, alguna traza sacada de un cuadro español famoso. Así no sería mal símbolo del estilo español la figura central del cuadro de Velázquez denominado las Lanzas. En esta escena vemos a Espínola recibiendo con gesto de suprema elegancia y benevolencia las llaves que entrega el burgomaestre de la ciudad de Breda. El contraste entre los dos personajes es notabilísimo. Velázquez ha sabido, con intuición genial, cifrar en esas dos figuras los estilos de dos pueblos completamente dispares. También el retrato del Greco, conocido bajo el nombre de «el caballero de la mano al pecho», nos proporcionaría quizás un elocuente símbolo de la humanidad española.

El caballero Cristiano

Pero todas estas figuras, tomadas del tesoro artístico de España, tienen un grave inconveniente: su excesiva determinación, su adscripción marcada a un momento, a un lugar o a una esfera de la realidad vital. Y esta determinación excesiva les impide desempeñar con plenitud de valor la función de símbolos de la hispanidad integral. Podrán, sin duda, plasmar con acusado relieve, en trazos inolvidables, una o dos o tres cualidades de la índole hispánica; pero no es fácil que tengan la universalidad que para nuestro intento se requiere. Nuestro intento, efectivamente, no es sólo de evocación concreta, sino también de sugestión amplia; es, a un tiempo mismo, sentimental, intuitivo e intelectual, discursivo. Los símbolos procedentes de esferas demasiadamente acusadas y de concreciones demasiadamente limitadas, correrían el riesgo de reducir con exceso el área de su vigencia y aplicación. Más que una figura, lo que necesitamos, pues, para simbolizar la hispanidad, es un tipo, un tipo ideal; es decir, el diseño de un hombre que, siendo en sí mismo individual y concreto, no lo sea, sin embargo, en su relación con nosotros; un hombre que, viviendo en nuestra mente con todos los caracteres de la realidad viva, no sea, sin embargo, ni éste, ni aquél, ni de este tiempo, ni de este lugar, ni de tal hechura, ni de cual condición social o profesional; un hombre, en suma, que represente, como en la condensación de un foco, las más íntimas aspiraciones del alma española, el sistema típicamente español de las preferencias absolutas, el diseño ideal e individual de lo que en el fondo de su alma todo español quisiera ser. Los antiguos griegos, para representar plástica e intuitivamente el estilo de su nación, forjaron el término bien expresivo de kalós kai agathos; el hombre bello y bueno. La síntesis de esas dos virtudes, material y corpórea la una, moral y cordial la otra, simbolizan perfectamente el ideal humano, que, más o menos claro, se cernía ante la mirada de todos los griegos clásicos. Del mismo modo, el ideal humano, que los romanos clásicos aspiraban a realizar, puede también condensarse o simbolizarse en los dos términos famosos del otium cum dignitate, que dibujan inequívocamente la gravedad honorable del patricio, alejado de todo negocio (nego otium) y exclusivamente dedicado a la administración de sus bienes, de la república y de la honra personal y familiar. Y para no citar sino un solo ejemplo de naciones modernas, recordad la significación de infinitas resonancias que tiene para los ingleses la palabra gentleman, donde se concreta y a la vez se condensa toda una ética, una estética, una sociología y, en suma, la manera misma de ser típica del pueblo inglés.

Pues bien, yo pienso que todo el espíritu y todo el estilo de la nación española pueden también condensarse y a la vez concretarse en un tipo humano ideal, aspiración secreta y profunda de las almas españolas, el caballero cristiano. El caballero cristiano –como el gentleman inglés, como el ocio y dignidad del varón romano, como la belleza y bondad del griego– expresa en la breve síntesis de sus dos denominaciones el conjunto o el extracto último de los ideales hispánicos. Caballerosidad y cristiandad en fusión perfecta e identificación radical, pero concretadas en una personalidad absolutamente individual y señera, tal es, según yo lo siento, el fondo mismo de la psicología hispánica. El español ha sido, es y será siempre el caballero cristiano. Serlo constituye la íntima aspiración más profunda y activa de su auténtico y verdadero ser –que no es tanto el ser que real y materialmente somos, como el ser que en el fondo de nuestro corazón quisiéramos ser.

Vamos, pues, a intentar un análisis psicológico del caballero cristiano, de ese ser irreal, que nadie ha sido, es, ni será, pero que –sépanlo o no– todos los españoles quisieran ser. Vamos a intentar describir a grandes rasgos la figura del caballero cristiano, como representación, símbolo o imagen del estilo español, de la hispanidad. ¿Qué siente, qué piensa, qué quiere el caballero cristiano? ¿Cómo concibe la vida y la muerte? ¿Cómo cree en Dios y en la inmortalidad? ¿Cuál es el matiz de su religiosidad? ¿Cuál es, en suma, su sistema de preferencias absolutas? Esta descripción interior del caballero cristiano es la única manera posible de determinar –en cierto modo– la esencia de la hispanidad, el estilo de la nación española.


Paladín

Los siglos de Reconquista han impregnado de religiosidad hasta el tuétano el alma del caballero cristiano; infundiéndole, además, la convicción de que la vida es, en efecto, lucha; la lucha por imponer a la realidad circundante una forma buena, una manera de ser excelente, que por sí misma la realidad no tendría. El caballero cristiano es, pues, esencialmente un paladín defensor de una causa, deshacedor de entuertos e injusticias, que va por el mundo sometiendo toda realidad –cosas y personas– al imperativo de unos valores supremos, absolutos, incondicionales. Y lo que lo caracteriza y designa como paladín no es solamente su condición de esforzado propugnador del bien, sino, sobre todo, el método directo con que lo procure. El caballero cristiano no tiene aguante, no aguarda, no espera; no busca, para transformar la realidad mala en realidad buena, algunos rodeos más o menos largos que de un modo, por decirlo así, mecánico, metódico y natural, vayan produciendo la deseada modificación de la realidad. El caballero cristiano cree ciegamente en la virtud y eficacia inmediata de su propia voluntad y esforzada resolución para transformar las cosas. Otras mentalidades más lentas, menos ejecutivas y más propensas a acatar el sistema de las leyes naturales, pensarán que toda modificación de la realidad por el hombre requiere tiempo, exige primero una sumisión aparente a la legalidad física y material, hasta descubrir, poco a poco, las coyunturas por donde se pueda obligar a la naturaleza a asumir la forma y función determinada por el pensamiento humano de lo mejor. Esta manera de actuar sobre las cosas reales postula, empero, la necesidad de esperar; requiere tiempo y trae como consecuencia la idea de una evolución lenta en el proceso de modificación de las cosas por el hombre. Mas el método evolutivo y paciente de influir sobre la realidad repugna al caballero cristiano, que quiere ahora mismo y sin más tardar, por sólo el imperio de su voluntad y poder, que el mal desaparezca y el bien sea, y que todo se someta a la fórmula contundente de sus palabras. Hay en la mentalidad del paladín al mismo tiempo optimismo e impaciencia; optimismo como fe absoluta en el poder moral de la voluntad; impaciencia como demanda de transformación inmediata y total, no gradual y progresiva. Para el caballero cristiano, en suma, el ideal moral no es la norma a que se somete un proceso de transformación lento y progresivo, sino el imperativo de realización inmediata, completa y perfecta.

Esta manera de sentir y de pensar implica, a su vez, un cierto desprecio de la realidad intrínseca; no sólo en el sentido de considerarla mala o indiferente, sino también en el sentido de tenerla por fácilmente vencible, transformable, dominable. La materia, el cuerpo, los cuerpos están o deben estar a las órdenes del espíritu; si se niegan a obedecer a éste, es preciso obligarles, por la violencia, si fuera necesario, o por la penitencia o por el castigo sobre sí mismo y sobre los demás. El caballero cristiano no duda de poder transformar la realidad, de acuerdo con los imperativos de las preferencias absolutas; justamente porque desprecia esa realidad y la considera incapaz de verdadera y autónoma existencia. La vida, pues, toda la vida habrá de consistir esencialmente en una constante enmienda de las cosas, de acuerdo con los dictados de lo mejor, de lo más perfecto.

Ahora bien, ¿qué es lo mejor, lo más perfecto? ¿Quién dice al caballero cristiano lo que tiene que preferir, lo que debe hacer, la ley a que debe someter a los demás y a sí mismo? Ahora llegamos a otro punto capital de nuestro análisis. Esos valores, esas preferencias absolutas, esa ley a que el caballero cristiano somete a los demás y se somete a sí mismo, no proceden de ningún código escrito, ni de costumbres, ni de convenciones humanas; proceden exclusivamente de la propia conciencia del caballero. El caballero no los encuentra hechos y vigentes, sino que los hace e impone él por sí mismo. No están «ahí», como las leyes públicas; sino que florecen en el corazón del caballero, el cual no conoce otra legalidad que la ley de Dios y su propia convicción. El caballero cristiano es el paladín de una causa, que se cifra en Dios y su conciencia. No acata leyes que no sean «sus» leyes; no se rige por otro faro que la luz encendida en su propio pecho.

Grandeza contra mezquindad

De esa condición primaria del caballero, paladín de su propio ideal, derívanse un cierto número de preferencias más concretas, que vamos a enumerar rápidamente. En primer lugar la preferencia de la grandeza sobre la mezquindad. Pero ¿qué es la grandeza y qué la mezquindad? Grandeza es el sentimiento de la personal valía; es el acto por el cual damos un valor superior a lo que somos sobre lo que tenemos. Mezquindad es justo lo contrario, esto es, el acto por el cual preferimos lo que tenemos a lo que somos. El caballero cristiano cultiva la grandeza, porque desprecia las cosas, incluso las suyas, las que él posee. Pone siempre su ser por encima de su haber. Se confiere a sí mismo un valor infinito y eterno. En cambio no concede valor ninguno a las cosas que tiene. Vale uno por lo que es y no por lo que posee. Don Quijote lo afirma: «dondequiera que yo esté, allí está la cabecera».

Antes, pues, consentirá el caballero cristiano sufrir toda clase de penurias y de pobrezas y verse privado de toda cosa, que rebajar su ser con el gesto vil, innoble, de la mezquindad, que es adulación a las cosas materiales. El adulador atribuye falsamente al adulado valores y modalidades que éste no tiene; de igual modo el mezquino supone falsamente en las cosas materiales valores que éstas no poseen. El caballero cristiano no adula ni a las personas ni a las cosas. Su grandeza le protege de cualquier mezquindad. Prefiere padecer toda escasez y sufrir trabajos que doblegar la conciencia que de sí mismo tiene.

Esta preferencia por lo grande sobre lo mezquino, documentaríase fácilmente en mil hechos de la historia española, en innumerables productos del arte y de la vida españoles. El Escorial, por ejemplo, es la ilustración en piedra de esa preferencia; es pura grandeza pobre. La sobriedad de las formas personales y estéticas –a veces rayana en austeridad y aun en tosquedad– impresiona a todo el que se acerca a la vida española; y no es sino un derivado inmediato de esa preferencia esencial de lo grande a lo mezquino. La generosidad, a veces loca, del español; el desprecio impresionante con que trata las cosas materiales; la sencillez sublime con que se despoja de todo; la disposición tranquila al sacrificio de todo bien material; he aquí algunas de las consecuencias prácticas de esa condición hispánica que hemos llamado grandeza. El alma española no puede nunca conceder a lo material más valor que el de un simple medio para realzar y engarzar el valor supremo de la persona.

Arrojo contra timidez

Otra consecuencia del «ser» caballeresco es la preferencia del arrojo a la timidez o de la valentía al apocamiento. El caballero cristiano es esencialmente valeroso, intrépido. No siente miedo más que ante Dios y ante sí mismo. Pero ¿qué sentido tiene esta valentía? O dicho de otro modo: ¿por qué no conoce el miedo el caballero cristiano?

Lo característico, a mi juicio, de la intrepidez hispánica es, en términos generales, su carácter espiritualista o ideológico, o también podríamos decir religioso. En efecto, se puede ser valiente –o por lo menos dar la impresión de la valentía– de dos maneras: por una especie de embotamiento del cuerpo y de la conciencia al dolor físico, o por un predominio decisivo de ciertas convicciones ideales. En el primer caso situaríamos la valentía de los primitivos, de los hombres toscos, rudos, endurecidos, encallecidos física y psíquicamente; es una valentía hecha en su mayor parte de inconsciencia y de anestesia fisiológica; es una propiedad –¿cualidad o defecto?– de la raza, de la fisiología, de la constitución somática. En el segundo caso situaríamos la valentía de los que van a la lucha y a la muerte sostenidos por una idea, una convicción, la adhesión a una causa. Estos saben bien lo que sacrifican; pero saben también por qué lo sacrifican. Tipo supremo: los mártires. Sin duda alguna este segundo modo de la valentía es la que merece más propiamente el nombre de humana. La primera es animal; está en relación con el sexo, con la fisiología, con la anatomía, con la especie o la variedad biológica. La segunda, la humana, es superior a esas limitaciones o condicionalidades «naturales»; es superior al sexo, a la edad, a la efectividad fisiológica y anatómica. Depende exclusivamente del poder que la idea –la convicción– ejerza sobre la voluntad –la resolución.

Ahora bien, una de las características esenciales del caballero cristiano –y por consiguiente del alma hispánica– es la tenacidad y eficacia de las convicciones. Precisamente porque el caballero no toma sus normas fuera, sino dentro de sí mismo, en su propia conciencia individual, son esas normas acicates eficacísimos y tenaces, es decir capaces de levantar el corazón por encima de todo obstáculo. La valentía del caballero cristiano deriva de la profundidad de sus convicciones y de la superioridad inquebrantable en su propia esencia y valía. De nadie espera y de nadie teme nada el caballero, que cifra toda su vida en Dios y en sí mismo, es decir en su propio esfuerzo personal. Escaso y escueto, o abundante y rico en matices, el ideario del caballero tiene la suprema virtud de ser suyo, de ser auténtico, de estar íntimamente incorporado a la personalidad propia. Por eso es eficaz, ejecutivo y sustentador de la intrépida acción. El caballero no conoce la indecisión, la vacilación típica del hombre moderno, cuya ideología, hecha de lecturas atropelladas, de pseudocultura verbal, no tiene ni arraigo ni orientación fija. El hombre moderno anda por la vida como náufrago; va buscando asidero de leño en leño, de teoría en teoría. Pero como en ninguna de esas teorías cree de veras, resulta siempre víctima de la última ilusión y traidor a la penúltima. El caballero, en cambio, cree en lo que piensa y piensa lo que cree. Su vida avanza con rumbo fijo, neto y claro, sostenida por una tranquila certidumbre y seguridad, por un ánimo impávido y sereno, que ni el evidente e inminente fracaso es capaz de quebrantar.

Esa seguridad en sí mismo del caballero cristiano es por una parte sumisión al destino y por otra parte desprecio de la muerte. Ahora bien, la sumisión del caballero a su destino no debe entenderse como fatalismo. Ni su desprecio de la muerte como abatimiento. Ya iremos viendo más adelante el sentido completo de estas cualidades. Baste, por ahora, observar que esa sumisión al destino no se basa en una idea fatalista o determinista del universo, sino que, por el contrario, se funda en la idea opuesta, en la idea de que el destino personal es obra personal, es decir, congruente con el ser o esencia de la persona, que «hace» su propio destino. Cada caballero se forja su propia vida; pero no una vida cualquiera, sino la que está en lo profundo de su voluntad, es decir, de su índole personal. Y de su congruencia entre lo que cada cual es y lo que cada cual hace, o entre la índole personal y los hechos de la vida, responde en el fondo la Providencia, Dios eterno, juez universal e infinitamente justo. La fe tranquila, sin nubes, del caballero cristiano es el fundamento de su tranquila y serena sumisión a la voluntad de Dios.

El desprecio a la muerte tampoco precede ni de fatalismo ni de abatimiento o embotamiento fisiológico, sino de firme convicción religiosa; según la cual el caballero cristiano considera la breve vida del mundo como efímero y deleznable tránsito a la vida eterna. ¿Cómo va a conceder valor a la vida terrenal quien, por el contrario, percibe en ella un lugar de esfuerzo, un seno de penitencia, un valle de lágrimas, hecho sólo para prueba de la santificación creciente? Así la fe religiosa del caballero cristiano, compenetrada estrechamente con su personal fe y confianza en sí mismo, es la que sirve de base a la virtud de la valentía o del arrojo.

Altivez contra servilismo

La combinación de la confianza en sí mismo con la grandeza y el arrojo dan de sí, inevitablemente, la altivez y casi diríamos el orgullo. En esta cualidad el caballero cristiano peca un tanto por exceso –aunque hay casos en que, como dice Aristóteles, es preferible pecar por exceso que por defecto–. El caballero cristiano, huyendo del servilismo, incide gustoso en la altivez. Como no estima ninguna cosa nunca tanto como su propia persona, guardaráse muy mucho siempre de mostrar aprecio a cosas ajenas, de aparecer rendido, obsequioso, y de manifestar que encuentra fuera de sí mismo valores que apeteciera poseer. El caballero, si es rico, se ufana de menospreciar su riqueza; y si es pobre, se ufana de serlo y subraya su pobreza con su altivez. En todo caso el caballero se precia de ser más que de poseer, y opone el desdén a todo oropel adventicio y material.

Esta altivez, en unión con el arrojo, de donde procede, manifiéstase también como afirmación inquebrantable del propósito. El caballero no gusta de componendas, apaños ni medias tintas. Aparece en la vida –y es en verdad– intransigente y a veces terco. Pero es la intransigencia y la terquedad del que se siente llamado a cumplir una misión. Es la intransigencia que abre vía a las iniciativas particulares, individuales. Es la intransigencia fecunda que permite a todo propósito sincero desenvolver su propia esencia hasta el término final y completo.

Mas como el caballero funda su acción y su conducta en la alta idea que de sí mismo tiene, resulta que nunca aspira a ser otro que el que es; y si se complace y alegra en el trato de los demás hombres, es sólo en cuanto que son en efecto hombres y caballeros, pero no porque ocupen puestos elevados o sean de categoría o alcurnia superior. Nada más lejos del alma española que el moderno vicio del snobismo. El español no puede ser snob. Tiene de sí harto elevada opinión y tan profunda conciencia de su ser personal, que prefiere ser quien es –por humilde que sea su condición y posición– a incidir en ridículas y serviles actitudes, saliéndose de su media y categoría humana. El español ha sabido realizar con maravillosa naturalidad y sencillez la síntesis más difícil que pueda imaginarse: servir con dignidad, estar en su sitio sin humillación ni vergüenza y desempeñar con desenvoltura y gravedad al mismo tiempo los más humildes menesteres.

Dos matices de conducta completarán el cuadro de la altivez del caballero: el silencio y la grandilocuencia. El caballero castellano es hombre silencioso y aun taciturno, grave en su apostura y de pocas palabras en el comercio común. Pero cuando se ofrece ocasión solemne o momento de emoción punzante, el caballero sabe alzar la voz y encumbrarse a formas superiores de la elocuencia y de la retórica. Gustará, entonces, de hablar en términos escogidos y aun, si se quiere, rebuscados; en los términos que él juzga congruentes con el valor de su persona, pensamiento y voluntad.

Más pálpito que cálculo

Este tipo de hombre, que se precia de llevar dentro de sí el guía certero de su vida por el mundo, ha de tomar sus resoluciones más por obediencia a los dictados misteriosos de esa voz interna, que por estudio prudente de las probabilidades. Vosotros tenéis aquí, en América, una palabra lindísima para expresar lo que quiero decir, la palabra pálpito. El caballero es hombre de pálpitos más que de cálculos. ¿Imagináis a los conquistadores calculando y computando sabiamente las posibilidades de conquistar Méjico o el Perú? Si tal hubiesen hecho no habrían acometido jamás la empresa, porque el número de probabilidades de fracasar era tan grande y el de triunfar tan ridículamente pequeño, que un cálculo somero bastara para hacerles abandonar el propósito. Pero el caballero cristiano no echa semejantes cuentas; no se pregunta si es fácil, si es difícil y ni aun siquiera si es posible la empresa que tiene ante los ojos. Bástale con que su corazón le mande ejecutarla, para que la acometa, sin detener ni contener su ánimo en el estudio exacto de las probabilidades. Sin duda el caballero fracasa y fenece muchas veces. Pero muchas veces también triunfa por ventura y casi por milagro; y si no fuese por ese arrojo increíble y esa obediencia ciega a los dictados del corazón, la historia no registraría entre sus páginas muchas de las más estupendas hazañas que el género humano ha llevado a cabo.

Esa preferencia del pálpito al cálculo significa en el caballero simplemente la fe inquebrantable en sí mismo y en su destino personal. El caballero cristiano acaricia como supremo ideal de vida el de ser él mismo autor, actor y total responsable de su propia existencia. En dos grupos podrían generalmente dividirse los hombres en lo que al régimen y dirección de la vida se refiere: los que hacen ellos mismos su propia vida y los que la reciben pasivamente ya hecha. Los primeros buscan sus directivas en el fondo de sus propios corazones; actúan de dentro a fuera; influyen sobre el medio y el contorno; imponen a las cosas la huella de su voluntad soberana. Los segundos acatan normas ajenas, a que el medio social u otros individuos les constriñen; viven al dictado; son materia plástica y sumisa. Al primer grupo, sin vacilación alguna, pertenece el caballero cristiano, cuya existencia es una alternativa entre la acción denodada y la abstención orgullosa. El caballero es lo que quiere ser o no es nada. No, empero, consiente transacciones en que su autónoma actividad menoscabe y melle la eficacia de su poder plástico. Hay en el fondo del alma del caballero un residuo indestructible de estoicismo –Seneca era español– que, hermanado íntimamente con el cristianismo, ha enseñado a los hombres de España a sufrir y a aguantar por una parte, a acometer y a dominar por otra. En la historia de nuestra nación hispana adviértese, en efecto, una como oscilación pendular entre el heroísmo y el abstencionismo, entre la hazaña y la inmovilidad, que encuentra bella expresión de sus contrastes en múltiples aspectos de nuestra pintura y de nuestra literatura. Sólo una cosa se mantiene firma: la resolución de no ser vulgar, de ser auténtico, de no sucumbir a la mediocridad de lo común, informe y mostrenco.

Por eso, también –y perdonad esta digresión hacia lo adjetivo– el caballero cristiano es elegante en su porte e indumentaria. La elegancia de los españoles es proverbial desde hace siglos. Ya Baltasar Castiglione la pondera. Nuestro arte la documenta. Y la raíz de esta cualidad vital se encuentra justamente en la acentuación enérgica que el español reclama de su propia autonomía. Al español le preocupa sin duda –y mucho– el que dirán. Pero no lo teme. En la aprobación ajena, que espera y desea, encuentra la confirmación de la valiosa idea que tiene de sí mismo. Pero si lo que hace o dice obtuviere la reprobación ajena, no por eso cambiaría ni su conducta ni la opinión que de sí mismo ha formado. Así las actitudes del caballero, su porte, su indumentaria llevan siempre el sello de la más perfecta desenvoltura y son la expresión más sencilla, directa y espontánea de la seguridad con que su alma siente y piensa. La elegancia del caballero español no consiste ni en el minucioso cuidado del atuendo ni en el aspecto artístico de la indumentaria; estriba toda ella en la perfecta naturalidad, en la adecuación perfecta de lo exterior con lo interior. Dijérase que el vestido cae sobre el español como si perteneciera a su propia esencia, como si fuere la prolongación natural de su alma. En este caso –al parecer nimio– se realiza plenamente el hondo ideal del caballero: que la envoltura exterior sea fiel imagen y producto de la esencia interna.

Personalidad

Todas estas cualidades del caballero van, en resumidas cuentas, a parar a una característica fundamental: la afirmación enérgica de la personalidad individual. El caballero español se siente vivir con fuerza; se sabe a sí mismo existiendo como un poder de acción y de creación. El caballero español es regularmente una personalidad fuerte. No cede, no se doblega, no se somete. Afirma su yo con orgullo, con altivez, con tesón; a veces con testarudez. Pero siempre con nobleza; es decir, sobre la base de una honda convicción y de una honrada estimación de la propia valía. Es un carácter enérgico, violento y tenaz; pero noble y generoso. Y así como cultiva en sí mismo las virtudes de la resistencia y de la dureza, así también las admira en los demás. Acaso sea la única cosa ajena que él admira.

Una ilustración del temple acerado con que está hecha el alma del caballero español encuéntrase en los innumerables ejemplos de predominio vital de los españoles y de lo español. En un conjunto de individuos pertenecientes a varias nacionalidades, si uno de ellos es español, raro será que no imponga insensiblemente a los demás sus normas de vida y de conducta; y más raro aún que se deje imponer esas mismas normas por los demás. A lo sumo se segregará del grupo y emprenderá su camino solitario, si la divergencia entre él y los restantes componentes del conjunto se hace muy tirante. Así, por ejemplo, el idioma español cuando entra en contacto con otros idiomas suele desenvolver un extraño poder de prevalencia –o desaparece en seguida y por completo–. Y se da el caso curioso de que los habitantes franceses de la frontera hispanofrancesa entiendan y hablen el español, mientras que los españoles no entienden ni hablan el francés. Hay en lo hispánico –en los hombres, en las costumbres, en todo lo que contenga átomos de espiritualidad– una especie de poderío afirmativo, una capacidad de prevalecimiento, un poder de imperar y sobreponerse, que se refleja en los más menudos rasgos de la vida individual y colectiva.

Se refleja, desde luego, en la preferencia resuelta que los españoles dan a las relaciones reales sobre las relaciones formales. Llamo reales a aquellas relaciones entre los hombres, que se fundan en lo que cada persona es realmente, en lo que uno siente y piensa y en cómo siente y piensa, en lo que uno es y en lo que uno vale. Llamo, en cambio, formales a aquellas relaciones que se basan en la abstracción pura, en el mero «ser ciudadano», o «ser hombre» o «ser prójimo»; es decir, en una simple forma, despojada de toda realidad personal, individual, concreta y reducida a mero concepto del derecho o de la moral. El caballero español no siente y casi no comprende la relación abstracta: por ejemplo, la de ciudadanía pura o la de pura humanidad. Necesita cuanto antes «conocer» al otro, hacerse amigo –o enemigo– del otro; establecer con el otro una relación que se funde en la singular persona del otro y no en su simple carácter de «hombre», o de «ciudadano». Por eso entre españoles el trato puede más que el contrato, y las obligaciones de amistad pesan mucho más que las obligaciones jurídicas.

La virtud de la obediencia –por ejemplo– no será fácilmente practicada por el español cuando el jefe, a quien deba obedecer, no tenga en su persona cualidades reales, individuales, que lo impongan naturalmente como jefe. El español se somete con gusto y entusiasmo a otro yo real, en quien percibe fuerza, energía, poder de mando, dureza y superioridad de carácter. Pero no se inclina ante la autoridad puramente metafísica de un concepto; no se somete a la mera idea jurídica de la soberanía, basada, por ejemplo, en voto o sufragio o procedimiento cualquiera de tipo formalista. Entre españoles manda el que «puede»; no el «elegido» por votación. La ley tiene que ir acompañada de otras fuerzas reales, para que su predominio sea efectivo: prestigio personal, tradición secular, superioridad psicológica, jerarquía religiosa. Pero la simple abstracción legal no tiene acceso en el ánimo de los hispanos, siempre propensos a cotejar toda cosa o idea con la íntima realidad de su propia persona individual.

Esta condición radicalmente individualista –y diríamos realista, si este término no fuera expuesto a confusiones– del caballero cristiano, podría fácilmente dar lugar a una falsa apreciación del carácter español. Adelantémonos, pues, a declarar que el caballero español no conoce el «resentimiento». Es raro, muy raro, que un español sea «resentido». Justamente porque el español tiene una conciencia muy elevada de sí mismo y de su valía –conciencia a veces excesiva y exagerada– no incide con facilidad en la envidia y muda codicia rencorosa de lo ajeno. El resentimiento –como el snobismo– no es vicio español. El resentimiento es defecto natural de almas reptantes o trepadoras. Pero el caballero cristiano podrá caer en cualquiera otra aberración antes que en la bajeza o vileza del espíritu reptil. Lo que sucede es que entre el resentimiento o envidia reprimida y el profundo sentimiento de la propia estimación y superioridad, las diferencias externas, visibles y palpables, son sutiles y no siempre claras. El hombre que tiene de sí mismo una alta idea, un profundo sentimiento, propende naturalmente a no percibir los valores ajenos y aun a menospreciarlos. Ahora bien, precisamente esa actitud de menosprecio a lo ajeno es la que el resentido o envidioso adopta también. La conducta es, pues, la misma en los dos casos. Por eso se explica fácilmente la confusión. Pero la diferencia interna es profundísima. El resentido finge ese menosprecio, porque siente su propia inferioridad. El hombre de honda conciencia personal siente de veras ese menosprecio, porque no reconoce nada ni nadie superior a sí mismo. El español, que lleva consigo por el mundo el repertorio personal de sus gustos, de sus preferencias, de sus admiraciones, niégase terminantemente a reconocer valor a todo lo que no coincida con su propia norma. Pero esto, lejos de ser resentimiento, es, por el contrario, la ingenua y a veces pueril manera de manifestar la obstinada afirmación de su índole personal. Este hermetismo ante la vida puede tener en ocasiones su lado deplorable y aun doloroso. Así, por ejemplo, entre los españoles, el reconocimiento de la superioridad artística, literaria o científica del poeta, del pintor, del pensador, tarda mucho tiempo –a veces mucho más que la vida de un hombre– en expandirse y consolidarse; precisamente porque es difícil forzar la admiración de un hombre que, como el caballero español, está dispuesto de antemano a no admirar. Casos ilustres conoce nuestra historia. Citemos uno solo: Cervantes. Pero este aspecto se compensa por otros favorables del mismo sentimiento. Ese recato, ese retraimiento, ese intimismo del caballero español, imprime, en cambio, a la producciones del arte y de la vida hispanos un peculiar carácter de espontánea sencillez, opuesta a toda convención falsa y vacía. El español –tanto en su arte como en los momentos de su vida– huye siempre de lo resobado, de lo convencional, de lo falso. Podrá ser, a veces, ampuloso y exagerado; pero nunca inauténtico, nunca preparado, aderezado y –para decirlo de una vez– cursi. La poderosa impresionante sinceridad del arte español constituye el anverso del hermetismo y recogimiento del ánimo en la psicología del caballero.


Culto al honor

Esa estimación superior que el caballero cristiano concede a su personalidad individual encuentra su expresión y manifestación extrema en el culto del honor. El caballero cristiano cultiva con amoroso cuidado su honra. ¡Como que la honra es propiamente el reconocimiento en forma exterior y visible de la valía individual interior e invisible! El honrado es el que recibe honores, esto es, signos exteriores que reconocen y manifiestan el valor interno de su persona. El mecanismo psicológico del sentimiento del honor consiste –brevemente expresado– en lo siguiente: Entre lo que cada uno de los hombres es realmente y lo que en el fondo de su alma quisiera ser, hay un abismo. Ennoblécese, empero, nuestra vida real por el continuo esfuerzo de acercar lo que en efecto somos a ese ser ideal que quisiéramos ser. En la tierra la limitación humana no permite al hombre realizar la perfección, esto es, la identificación entre el ser real que efectivamente somos y el ser ideal que quisiéramos llegar a ser; por eso justamente la vida humana consiste en una imitación o recuerdo imperfecto de la vida ideal divina –Imitación de Cristo–. Honra es, pues, toda aquella manifestación externa que alienta al hombre en su afán y propósito de perfección, ocultando en lo posible el abismo entre la maldad real y la bondad ideal, haciendo como si ese abismo no existiera, como si cada hombre –mientras no se patentice lo contrario– fuese ya el ser perfecto del ideal, el caballero cumplido. La honra, el honor es, pues, ese reconocimiento externo del valor interior de la persona. En cambio, el menosprecio es todo acto o manifestación externa que hace patente bien a las claras el abismo entre el ser real y el ser ideal perfecto, y que tiene por consecuencia un «menor aprecio» de la persona individual. Puede, pues, una persona deshonrarse o ser deshonrada. Se deshonra cuando es ella misma, por su conducta o sus palabras, la que pone de manifiesto su menor valía, la gran distancia entre el ideal de bondad y la realidad de maldad. Es deshonrada cuando otros, por su conducta o sus palabras, son los que ponen de manifiesto esa menor valía o menor aprecio, el abismo entre la realidad íntima de su persona y el ideal a cuyo servicio está o debe estar.

Siendo esto así, fácil es comprender que la psicología propia del caballero cristiano, su profunda confianza y fe en sí mismo, han de llevarle a consagrar al honor, a la honra, un culto singularmente intenso y profundo. En el caballero el sentimiento del honor se manifiesta de dos maneras complementarias: primero como exigencia de los honores que le son debidos, de los respetos máximos a su persona y función; y segundo, como extraordinario cuidado de mantener ocultas a todo el mundo las flaquezas, las máculas que pueda haber en su ser y conducta. Y de ninguna manera se piense que haya en esto hipocresía. El sentimiento del honor no consiste en que el caballero finja ser lo que no es; sino en que el caballero, por respeto al ser ideal que se ha propuesto ser, prefiere que las imperfecciones de su ser real permanezcan ocultas en el recato de la conciencia y en el secreto de la confesión. El caballero cristiano se sabe, como todo hombre, caña frágil, expuesta al quebranto del pecado; pero ha puesto su vida al servicio de un elevado ideal humano, y la grandeza de su misión es para él tan respetable que exige la ocultación de las humanas miserias. Las debilidades, los pecados queden entre el caballero, su confesor y Dios; y nadie sea osado de descubrirlos y afrentarle con ellos, pues, entonces, la afrenta recae sobre ese mismo ideal perfecto a que el caballero pecador sirve rendidamente. No hay aquí ni disimulo, ni doblez, ni hipocresía. Recordad, por ejemplo, los grandes dramas del honor en Calderón. Encontraréis, sin duda, hombres terribles y quizá excesivos, hombres que lavan su honra en sangre. Pero ninguno es innoble, hipócrita ni disimulado. En la idea que del honor tiene Calderón –índice en esto de todo el pensamiento castellano–, el honor es «patrimonio del alma»; es decir, la forma con que acatamos y reverenciamos exteriormente nuestra misión ideal, ese «mejor yo» hacia cuya imagen enderezamos los actos todos de nuestro yo real histórico.

Idea de la muerte

En la idea que el caballero cristiano tiene de la muerte puede condensarse el conjunto de su psicología y actitud ante la vida. Porque una de las cosas que más y mejor definen a los hombres es su relación con la muerte. El animal difiere esencialmente del hombre en que nada sabe de la muerte. Ahora bien, las concepciones que el hombre se ha formado de la muerte pueden reducirse a dos tipos: aquellas para las cuales la muerte es término o fin, y aquellas para las cuales la muerte es comienzo o principio. Hay hombres que consideran la muerte como la terminación de la vida. Para esos hombres, la vida es esta vida, que ellos ahora viven y de la cual tienen una intuición inmediata, plena e inequívoca. La muerte no es, pues, sino la negación de esa realidad inmediata. ¿Qué hay allende la muerte? ¡Ah! Ni lo saben, ni quieren saberlo; no hay probablemente nada, según ellos; y sobre todo, no vale la pena cavilar sobre lo que haya, puesto que es imposible de todo punto averiguarlo.

El otro grupo de hombres, en cambio, ven en la muerte un comienzo, la iniciación de una vida más verdaderamente vida, la vida eterna. La muerte, para éstos, no cierra, sino que abre. No es negación, sino afirmación, y el momento en que empiezan a cumplirse todas las esperanzas. El caballero cristiano, porque es cristiano y porque es caballero, está resueltamente adscripto a este segundo grupo, al de los hombres que conciben la muerte como aurora y no como ocaso. Mas ¿qué consecuencias se derivan de esta concepción de la muerte? En primer lugar, una concepción correspondiente y pareja de la vida. Porque es claro que, para quien la muerte sea el término y fin de la vida, habrá de ser la vida algo supremamente positivo, lo más positivo que existe y el máximo valor de cuantos valores hay reales. En cambio, el hombre que en la muerte vea el comienzo de la vida eterna, de la verdadera vida, tendrá que considerar esta vida humana terrestre –la vida que la muerte suprime– como un mero tránsito o paso o preparación efímera para la otra vida decisiva y eterna. Tendrá, pues, esta vida, un valor subalterno, subordinado, condicionado, inferior. Y así, los primeros se dispondrán a hacer su estada en la vida lo más sabrosa, gustosa y perfecta posible; mientras que los segundos estarán principalmente gobernados por la idea de hacer converger todo en la vida hacia la otra vida, hacia la vida eterna.

Para el caballero cristiano, la vida no es sino la preparación de la muerte, el corredor estrecho que conduce a la vida eterna, un simple tránsito, cuanto más breve mejor, hacia el portalón que se abre sobre el infinito y la eternidad. El «muero porque no muero» de Santa Teresa expresa perfectamente este sentimiento de la vida imperfecta. En cambio, hay colectividades humanas que han propendido y propenden más bien a hacerse una idea positiva de la vida terrestre. Ven la vida como algo estante, duradero –aunque no perdurable–, que merece toda nuestra atención y todos nuestros cuidados. Estos pueblos, que saben paladear la «douceur de vivre», cuidan bien de aderezar y realzar las formas diversas de nuestra vida terrenal; aplican su espíritu y su esfuerzo a cultivar la vida, convierten, por ejemplo, la comida en un arte, el comercio humano en un sistema de refinados deleites y la hondura santa del amor en una complicada red de sutilezas delicadas. Son gentes que aman la vida por sí misma y le dan un valor en sí misma, y la visten, la peinan, la perfuman, la engalanan, la envuelven en músicas y en retóricas, la sublimizan; en suma, le tributan el culto supremo que se tributa a un valor supremo.

Pero el caballero cristiano siente en el fondo de su alma asco y desdén por toda esta adoración de la vida. El caballero cristiano ofrenda su vida a algo muy superior, a algo que justamente empieza cuando la vida acaba y cuando la muerte abre las doradas puertas del infinito y de la eternidad. La vida del caballero cristiano no vale la pena de que se la acicale, vista y perfume. No vale nada; o vale sólo en tanto en cuanto que se pone al servicio del valor eterno. Es fatiga y labor y pelear duro y sufrimiento paciente y esperanza anhelosa. El caballero quiere para sí todos los trabajos en esta vida; justamente porque esta vida no es lugar de estar, sino tránsito a la eternidad.

Y así, la concepción de la muerte como acceso a la vida eterna descalifica o desvaloriza, para el caballero cristiano, esta vida terrestre, y la reduce a mero paso o tránsito, harto largo, ¡ay!, para nuestros anhelos de eternidad. Y esta manera de considerar la muerte y la vida viene a dar la razón, en último término, de las particularidades que ya hemos enumerado en el carácter del caballero español. En efecto, un tránsito o paso no vale por sí mismo, sino sólo por aquello a que da acceso. Así, la vida del caballero no vale por sí misma, sino por el fin ideal a cuyo servicio el caballero ha puesto su brazo de paladín. Así, el caballero despreciará como mezquina toda adhesión a las cosas y cultivará en sí mismo la grandeza, o sea la conciencia de su dedicación a una gran obra. Así, el caballero será valiente y arrojado; lejos de temer a la muerte, la aceptará con alegría, porque ve en ella el ingreso en la vida eterna. El caballero no será servil y, antes, pecará por exceso de orgullo que por excesiva humildad; y en la vida, nada, sino su ideal eterno, le parecerá digno de aprecio. El caballero vivirá sustentado en su fe más bien que en los cómputos de la razón y de la experiencia en esta vida. Afirmará su personalidad ideal, la que ha de vivir en lo eterno, ocultando pudorosamente y con vergüenza la individualidad real, manchada por el pecado, que sería deshonroso exhibir. En suma, el caballero cristiano extrae la serie toda de sus virtudes –y defectos– de su concepción de la muerte y de la vida. Porque subordina toda la vida a lo que empieza después de la muerte.

Vida privada y vida pública

Pero ahondemos algo más en la concepción que de la vida sustenta nuestro caballero cristiano, preguntándonos cómo entiende el conjunto de sus relaciones con los demás hombres. En este punto es esencial el ángulo desde el cual se enfoque la idea de ese trato o relación. La cual puede verificarse entre dos personalidades reales o entre dos personalidades abstractas. En el primer caso, tenemos la relación privada. En el segundo caso, la relación pública. Nuestra vida, en efecto, oscila entre los dos polos extremos de lo absolutamente privado –que es lo más íntimo y personal mío, mi soledad– y de lo absolutamente público –que es lo que no me pertenece ni a mí ni a ningún sujeto en particular–. Entre esos dos polos, los varios momentos de la vida se agrupan, según se aproximen más al uno que al otro. Así, las relaciones conmigo mismo, con las personas de mis familias, con mis amigos, con mis conocidos, pertenecen al hemisferio de lo privado; porque las personas que entran en ellas tienen necesariamente que conservar en ellas sus peculiaridades reales, individuales. En cambio, las relaciones que mantengo con desconocidos, pertenecen al hemisferio de lo público; porque las personas, al entrar en ellas, se han despojado previamente de todas sus peculiaridades reales, para reducirse estrictamente a una mera función abstracta. El trato entre amigos supone que el uno sabe del otro no sólo que uno y otro son seres humanos, sino qué seres humanos son. El trato con un transeúnte, con un funcionario, con un empleado de Banco, &c., no supone, en cambio, nada más sino que el uno sabe del otro que es ciudadano, transeúnte, funcionario, empleado de Banco, es decir, puras abstracciones funcionales. Lo que distingue a un funcionario de otro –el llamarse Pedro o Juan, el tener tales o cuales aficiones, tales parientes y amigos, tales cualidades personales, tanta o cuanta ciencia, &c., &c.– no entra para nada en la relación pública. En cambio, constituye el contenido esencial de la relación privada. La relación pública es, pues, tanto más pública cuanto más vacía de contenido real están las abstracciones humanas que en ella se relacionan. La relación entre dos seres humanos, que en absoluto se desconocen, es más pública que entre dos ciudadanos que se saben conciudadanos; y ésta es más pública que entre dos conciudadanos que se saben colegas; y ésta más pública que entre dos colegas que se saben paisanos. Y así, la relación irá perdiendo el carácter de pública conforme vayan siendo más abundantes en ella los elementos de mutuo conocimiento. Llegará a tener carácter de privada cuando los elementos mutuamente conocidos den ya el tono fundamental a la relación; que irá siendo tanto más privada cuanto más íntimos, individuales, singulares e incomparables sean los elementos de mutuo conocimiento. En el ápice de la vida privada está la relación que yo mantengo conmigo mismo; en donde la intimidad es absoluta y el conocimiento de lo individual es completo y total.

De aquí, empero, se deduce inmediatamente que cada uno de nosotros, puesto que tiene esas dos vidas, la pública y la privada, ofrece a los demás humanos dos aspectos, o mejor dicho, dos personalidades: la pública y la privada. Pero entre estas dos personalidades hay una diferencia fundamental. La personalidad pública está hecha de ideas, pensamientos, conocimientos, acciones, reacciones, &c., que, en rigor, no me pertenecen a mí, sino a la función abstracta –ser humano, ciudadano, funcionario– que estoy desempeñando. En la relación pública no soy yo el que piensa, siente y actúa, sino ese ser humano, ese funcionario, ese ciudadano, cuyo papel estoy desempeñando. Mas como lo mismo exactamente puede decirse de cualquier otro hombre, resulta entonces que «nadie» es el funcionario, el ciudadano; resulta que esa personalidad pública pertenece a todos y a ninguno, y es una personalidad mostrenca, irreal, pura forma o ficción del pensamiento jurídico formalista. Conclusión: que la personalidad privada es la única auténtica y real, y que la pública no significa sino la unidad abstracta de un cierto número de convenciones y de formas pertenecientes a todos y a ninguno; es decir, en realidad, a nadie.

Nuestra conducta, empero, se rige por leyes. Estas leyes o normas, ¿de dónde proceden? Unas proceden del poder soberano, que las impone a toda la colectividad; son las leyes promulgadas debidamente y de obediencia obligatoria. Su infracción está sancionada por el poder público. Otras proceden del conjunto viviente de la comunidad; son costumbres, opiniones, reacciones, modos de conducta que se sustentan sobre el sentir general y reciben la sanción difusa de la sociedad. Otras, en fin, proceden de nosotros mismos; son leyes que nosotros nos damos a nosotros mismos; son normas de conducta que extraemos cada uno de nosotros de nuestra propia conciencia. Ahora bien, si consideramos lo anteriormente dicho, es claro que las dos primeras clases de leyes son leyes públicas. La tercera especie de leyes es, en cambio, ley privada. Así, pues, la ley pública rige para todos los hombres considerados en su personalidad pública; es ley de todos –y de nadie–; vale para esa pura «forma» irreal que llamamos la vida pública. En cambio, la ley privada vale para la persona privada, es decir, para la persona real, íntima, para cada persona individual, en la intimidad profunda de su ser auténtico.

Pero hay épocas en la historia y hay pueblos o naciones que dan a su vida general un tinte preferentemente público o predominantemente privado. Uno de los rasgos que más ampliamente imprimen carácter en la fisonomía de un pueblo o de una época es, justamente, el predominio de la vida pública sobre la privada o de la vida privada sobre la pública. Nuestra época actual, desde 1850, propende a reducir al mínimum la vida privada, concediendo, en cambio, un amplísimo margen a la vida pública. Un sinnúmero de relaciones que antes eran privadas –individuales o familiares– se han convertido hoy en públicas-sociales. Puede decirse, en general, que en nuestra época la vida pública tiende a absorber la vida privada. En cambio, la época histórica llamada Edad Media se caracteriza esencialmente por el gran predominio de lo privado sobre lo público; la mayor parte de las relaciones humanas en esa época medieval propenden a constituirse como relaciones personales privadas, de hombre real a hombre real. Por eso, el proceso de «modernización», el paso de la Edad Media a la época actual, se señala por la «publificación» –perdónese el algo bárbaro neologismo– de la vida; es decir, por la creciente e incesante conversión de lo privado en público. Los historiadores de la Revolución francesa usan, para señalar esta conversión o paso hacia lo público, una palabra muy expresiva: abolición de los privilegios.

Privilegio significa, en efecto, ley privada. La abolición de los privilegios es, efectivamente, la conversión de las leyes privadas en leyes públicas; es justamente ese proceso histórico que hemos llamado «publificación» de la vida. La época actual representará en la historia del mundo los antípodas de la Edad Media. Pero el ideal del caballero cristiano está, como hemos visto, arraigado en la confianza en sí mismo, en la afirmación de la personalidad propia –de la personalidad real, efectiva, no la jurídica y formal–. Esto quiere decir que el caballero percibe la vida colectiva preferentemente bajo el ángulo de la relación privada. El caballero camina por el mundo sin más norma que su ley propia, su ley privada, su «privilegio». A esta ley particular, inscrita en su pecho y mantenida por su brazo, obedece únicamente el caballero, y a ella somete uno tras otro los casos que en el mundo se le presentan; y en ella vacía sus relaciones con los demás hombres. El caballero hace justicia; pero la ley de esa justicia caballeresca no está escrita en códigos ni en seculares costumbres de la sociedad, sino en la conciencia del justiciero mismo. El caballero se vincula por lazos de amistad, conoce a los hombres, los trata, convive con ellos; pero no como frías abstracciones del derecho político o del código civil, sino como cálidas realidades de amor y de dolor. Las relaciones entre los caballeros son esencialmente las que hemos llamado privadas; fúndanse exclusivamente en lo que cada uno es y vale en realidad; nacen del ser individual y conforman la vida de dentro a fuera, de manera que la vida viene a tener la forma que su esencia íntima reclama. Al caballero cristiano le es, en el fondo de su alma, profundamente antipático todo socialismo, o sea, la tendencia a vaciar en moldes de relación y vida públicas lo que por esencia constituye el producto más granado de la persona particular, real y viviente. Para el caballero cristiano, la justicia es un modo inferior de la caridad; y la más sagrada obligación es la que libremente se impone el hombre a sí mismo; como el más intangible derecho es el que cada cual, por su propio esfuerzo, mérito o valor, llega a conquistarse para sí y los suyos.
En esta concepción de la vida como vida privada, hay, sin duda, hoy, cierto anacronismo. Pero no sabemos si por retraso o por adelanto. Algunas de las consecuencias que de esta concepción se derivan, cuentan entre las naciones más adelantadas del momento actual. La hostilidad profunda del caballero español a todo formalismo falso, se compadece mal, claro está, con eso que se ha llamado democracia y con la ridícula farsa del parlamentarismo. El caballero no puede ser demócrata ni parlamentario. Estas dos formas de relación son el prototipo justamente de eso que hemos llamado «publificación de la vida». He aquí que se atribuye soberanía y mando, no al o a los que más valen y pueden y saben, sino a los «elegidos» por sufragio. La falsedad es tan patente, que llega a ser irritante. La competencia, la capacidad, la valía personal son sustituidas por una designación hija del soborno material o espiritual, por un nombramiento que se encomienda –locura insigne– a la masa irresponsable, caprichosa e irracional. A tal y tan absurda consecuencia tenía que llegar una doctrina que empieza por escamotear la realidad de cada hombre, para substituirla por la abstracción irreal de los «ciudadanos», todos iguales entre sí. Mas para que dos hombres sean entre sí iguales, claro está que hay que empezar por despojarlos de todo lo que cada uno de ellos es en realidad y reducirlos así a la mera función abstracta de los conceptos. Aquí tocamos, por decirlo así, con la mano la diferencia radical que existe entre la personalidad privada y la personalidad pública; y vemos, por decirlo así, con nuestros propios ojos la realidad de aquélla y la abstracción irreal de ésta. El caballero cristiano no podrá jamás comprender la idea del contrato social, ni la lista de los derechos del hombre y del ciudadano.

Por eso, en el fondo, el pueblo español ha sido siempre rebelde a ese tipo de normas o leyes que se fundan en abstracciones puramente doctrinales. Durante el siglo XVIII, y más aún, durante el XIX, España se aparta de la marcha que el mundo emprende hacia una concepción racionalista de la vida. El aislamiento español durante esos siglos consistió precisamente en eso. El ideario profundo de España repugnaba esas formas de vida pública. Y justamente la reaparición de la España actual en el gran escenario del mundo histórico, coincide con un instante de profunda crisis, en que ya se ven despuntar concepciones nuevas y más congruentes con el sentido realista de la hispanidad eterna.

Ahora bien, esta preferencia de la vida privada –de la lex privata– sobre la pública, tiene, por otra parte, algunos inconvenientes. Es innegable, por ejemplo, la imperfección de que siempre han adolecido en España aquellas formas de vida que indispensablemente tienen que ser públicas. Así, en épocas normales, España es un país difícil de gobernar; porque obtener la obediencia a la ley no es fácil en un pueblo para quien la ley no es lo supremo, ni la vida pública la más alta norma. Cada español propende un poco a considerarse, en efecto, como «privilegiado» y exento. Pues, ¿qué tiene que ver con Don Quijote la Santa Hermandad? En cambio, cuando en algún momento punzante de la historia las circunstancias aprietan a España y a los españoles, entonces, ¡qué magníficos ejemplos de cohesión, de heroica abnegación y de disciplinada eficacia! Entonces, la ley privada de cada español coincide y armoniza con la de todos los demás, y se produce el caso de un país entero alzado en suprema tensión, para afirmarse radicalmente contra la amenaza a su nacionalidad.

También en el orden de la vida artística y personal produce sus efectos esta preferencia de lo privado sobre lo público. El caballero cristiano propende un poco a recluirse en su soledad. Si Don Quijote no hubiese muerto, al curarse de su locura se habría hecho fraile. Y no sería superfluo dedicar algunas meditaciones al estudio del solitarismo en nuestra literatura y en nuestro arte. Acaso resultaran, de este estudio, conclusiones bien interesantes; por ejemplo, lo poco que el escritor español lee a los demás escritores de su tiempo, y, por consiguiente, la escasa influencia que in concreto ejercen unos sobre otros. El arte y la literatura de nuestro país gustan de los grandes genios solitarios y aislados, hitos magníficos sin escuela ni secuela. Y en sus producciones, esos genios de España afirman en todo y por todo el intimismo, la personalidad privada, el realismo del caballero. Nuestro arte penetra en el interior de las cosas; es arte del «dentro», no arte del «fuera». Nuestro realismo es la afirmación de lo individual, de lo estrictamente singular, de lo que, más que cualquier otra cosa, merece la denominación de «ser substancial y real». Nuestro arte huye de la abstracción, de los convencionalismos, que ocultan la auténtica y verdadera realidad. Nuestros pintores no pintan ni ideas, ni conceptos; pintan individuos reales, en un momento real de su vida. Nuestros escultores no esculpen «la virgen» o «el santo», sino esta virgen concreta y este santo real. Y, para ellos, la divinidad de Jesucristo está tan íntimamente unida con su real humanidad, que ningún crucifijo del mundo puede parangonarse con los nuestros en conmovedora y apasionada concreción humana.

Ha habido en la historia de Europa una época en la cual la organización de la sociedad estaba fundada esencialmente sobre la realidad personal y efectiva de los hombres, sobre la ley privada o privilegio. Esa época se ha llamado feudalismo. En el período feudal de nuestra historia europea, la vida era –contrariamente a lo que es hoy– sobre todo vida privada. La mayor parte de las relaciones humanas habíanse vaciado en el molde de la relación personal, particular. Pues bien, yo diría que, por naturaleza propia, el caballero cristiano propende al feudalismo. El alma española obedece a preceptos reales más gustosamente que a leyes formales y abstractas; antepone la amistad a la juridicidad; la caridad a la obligación; el valor personal al derecho; la vida privada a la pública. Pero el feudalismo ha desaparecido del mundo hace ya muchos siglos. ¿Se dirá entonces que el caballero español es, en el fondo de su corazón, retrógrado y reaccionario? No. De ninguna manera.

¿Qué significa eso de retrógrado o reaccionario? Evidentemente, esta palabra designa la condición espiritual de quienes anhelan retraer la vida a algún momento ya pretérito de la historia. Pero eso no es posible. La historia no vuelve jamás sobre sus pasos, y, en realidad, nadie puede ser reaccionario si se da cuenta exacta del sentido de esta palabra. Pero si la historia no vuelve jamás sobre sus pasos, es lo cierto, sin embargo, que los pasos de la historia materializan o concretan o singularizan, por decirlo así, un cierto repertorio fijo y determinado de aspiraciones eternas humanas. Cada época de la historia realiza en una modalidad o forma particular unas cuantas actitudes fundamentales del hombre. El feudalismo del siglo XIII fué un modo especial y concreto de dar forma plástica al ideal de la vida privada; como el democratismo socializante de 1890-1930 ha sido un modo especial y concreto de dar forma plástica al ideal de la vida pública. Pero los ideales humanos no caducan, aunque hayan caducado las formas que hubieron de asumir concretamente en los períodos históricos anteriores. Y muchos síntomas de la época presente parecen indicar que la humanidad está quizá llegando ya al punto de saturación de vida pública. Ha de venir pronto un momento en que la actitud humana comience a cambiar; un momento en que los hombres se sientan más atraídos por la vida íntima, privada, personal; un momento en que las relaciones y organizaciones busquen sus fundamentos en las realidades personales, en vez de buscarlos en las formas vacías de los conceptos racionales. Entonces surgirán nuevas maneras de organizar y realizar el ideal de la vida privada. El feudalismo desaparecido fué uno de los múltiples modos posibles de manifestarse ese ideal eterno. El feudalismo no puede retornar. Pero el ideal de la vida privada buscará y encontrará formas nuevas para su manifestación concreta. La civilización humana volverá a pasar por una especie de Edad Media. Claro está que en la historia no hay regresos ni retrocesos. Pero también sería erróneo representarse la historia como una línea recta tendida siempre en la misma dirección; más exacto fuera imaginarla a modo de espIral, cuyos amplios giros pasaran una y otra vez –bien que en planos totalmente diferentes– por ciertos ejes ideales, que serían como las categorias permanentes de la vida humana.

El caballero español expresa y representa una de esas categorías, que en la historia obtuvo ya varias veces plena realización –por ejemplo, una vez en la Edad Media europea–. Representa una concepción de la vida basada en el predominio de la realidad sobre la abstracción, del ser individual sobre la definición racional, de la persona sobre la especie, de lo privado sobre lo público. Es muy posible –y aun muy probable– que este modo de enfocar la vida vuelva otra vez a prevalecer en la historia próxima del hombre. Sin duda, ya no será con las formas del siglo XIII; no será en la concreta modalidad del feudalismo medieval. Pero en formas que aun no sospechamos y con caracteres que no podemos ni vislumbrar, la afirmación de la vida peculiar y privada sobre la vida genérica y abstracta constituirá la esencia de la nueva organización humana. Y, entonces, el caballero español, el caballero cristiano, cuya concepción de la vida es justamente ésa, oirá sonar otra vez su hora en el reloj de la historia. El sentido hispánico de la vida puede ser muy bien el que, de nuevo, dé la pauta al mundo.

Religiosidad del caballero

No es posible poner término a esta conferencia sin intentar –aunque sea superficialmente– caracterizar en sus grandes rasgos la religiosidad peculiar del caballero cristiano. Porque el caballero cristiano es esencialmente religioso. Lo es de modo tan profundo y auténtico, que, en efecto, el serlo constituye una de sus características radicales, y resulta imposible separar y discernir en él la religiosidad y la caballerosidad. Y no podía por menos de ser así. En la psicología del pueblo español, la fe religiosa, cristiana católica, está tan indisolublemente unida y fundida con el sentimiento nacional, que no le es nada fácil al español ser español y no ser cristiano. ¡Como que el pueblo español se ha forjado en la lucha por salvaguardar su fe, en la preocupación secular de mantener su fe frente al invasor musulmán! La nacionalidad española, el «estilo» hispánico, ha tenido que afirmarse y consolidarse desde un principio, y a lo largo de muchos siglos, justamente en y por la negación de lo no-español. Mas como lo no-español era principalmente lo musulmán, lo español hubo necesariamente de identificarse, desde luego, con lo cristiano, y la hispanidad con la cristiandad.

Pero no basta decir que el caballero español es esencialmente religioso; hace falta, además, caracterizar un tanto en qué consiste esa religiosidad. Para resumir brevemente mi pensamiento, condensaré en tres formas principales el carácter de la religiosidad española.

La primera es la confianza ilimitada en Dios y su providencia. El caballero español fía fundamentalmente en Dios. Por eso es paladín de grandes causas; por eso menosprecia la mezquindad y cultiva la grandeza; por eso antepone el arrojo a la timidez y la resolución heroica a la lenta ejecución prudente; por eso, en suma, quiere en todo momento hacer él la vida y la historia, en vez de ser hecho por la vida y por la historia. Frente al fatalismo oriental o al determinismo racionalista, el caballero opone su propio poderío ejecutivo, pero fundado sobre la confianza omnímoda en la asistencia de Dios.

La segunda forma o modalidad de la religiosidad hispánica consiste en el peculiar matiz que la fe tiene en ella. La fe constituye el centro, el eje en torno del cual gira todo el pensamiento y sentimiento religioso. En dos sentidos: como sólido fundamento de todo lo demás y como inequívoca certidumbre de sí misma. Otras almas religiosas conocen las tormentas terribles del corazón y son escenario de dramáticas, de angustiosas luchas entre la voluntad de creer y las acometidas de la duda. Pero la fe del caballero español no sufre jamás de tales vacilaciones y congojas. Es una fe tan segura de sí misma, que ni necesita ni teme las razones. Es, por decirlo así, previa a la razón; más honda que la razón, y arraigada tan en el centro del ser, que su pérdida equivaldría a la destrucción del ser mismo. Es una fe pura, como el puro azul del cielo, sin nubes de duda que la empañen; y tan certera y entera, que podría decirse, en cierto modo, que todo el edificio o estructura de la religiosidad hispánica empieza en la fe y sobre la fe, no antes de la fe; y se desenvuelve a partir de la fe, no como puntal para asegurar la fe. En este carácter del sentimiento religioso español encontraríase seguramente el origen de otros muchos matices propios y peculiares.


Impaciencia de eternidad

La tercera forma en que se determina la estructura del sentimiento religioso español es algo que yo llamaría «impaciencia de la eternidad». ¡Impaciencia de la eternidad! ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el caballero cristiano siente en su alma un anhelo tan ardoroso de eternidad, que no puede ni esperar siquiera el término de la breve vida humana; y «muere porque no muere». Quisiera estar ya mismo en la gloria eterna; y si no fuera pecado mortal, poco le faltaría para suicidarse. Ahora bien, esta premura le conduce a una consideración de los hechos y de las cosas, que es bien típica y característica de su modo de ser. Consiste en poner cada acto y cada cosa en relación inmediata y directa con Dios. Otros tipos humanos consideran y determinan cada cosa y cada acto en relación con la cosa siguiente y el acto siguiente. Construyen así una curva de la vida, una especie de parábola, en donde los hechos y momentos se integran, formando un conjunto singular, personal, individual, la vida histórica de un hombre. Y cabe entonces proponer, como ideal de vida, ese ideal de una «vida bella» que Goethe, el gran pagano, encomiaba y quiso realizar. Pero el caballero español, que tiene mucha prisa por estar en Dios y con Dios y siente insaciable afán de eternidad y quiere la eternidad ya mismo, ahora mismo, procederá en la vida de muy distinto modo. No colocará los actos y las cosas en relación con los siguientes, para tenderlos a lo largo del tiempo en una curva plástica o estética, sino que querrá poner cada acto y cada cosa en relación directa e inmediata con Dios mismo; querrá «santificar» su vida santificando uno por uno cada acto de su vida; querrá vivir cada momento «como si» ya perteneciese a la eternidad misma; querrá «consagrar» a Dios cada instante por separado, precisamente para descoyuntarlo de todo sentido y relación humanos y henchirlo, desde ahora mismo, de eternidad divina.

Para satisfacer esta su impaciencia de la eternidad, el caballero español necesita, empero, abolir toda distancia entre el ser temporal y el ser eterno. Necesita unir indisolublemente su vida personal con Dios. Y esto, de dos maneras complementarias: viendo, percibiendo, descubriendo a Dios en cada uno de los momentos y hechos de su vida terrestre; y, por otra parte, encumbrando hasta Dios, hasta la eternidad de Dios, cada uno de esos momentos y hechos. ¡Doble movimiento del misticismo hispánico, que descubre al Señor en los «cacharros» y sabe elevar hasta Dios los repliegues más humildes de la realidad humana! Así, más o menos vagamente, la conciencia religiosa del caballero concibe la gloria eterna no tanto como una recompensa que ha de merecer, sino más bien como un «estado» del alma, al cual desde ya mismo puede por lo menos aspirar. Al «muero porque no muero» hay que añadir el «no me mueve mi Dios para quererte». La vida terrestre se le aparece al caballero como una especie de anticipación de la gloria eterna; o mejor dicho: el caballero se esfuerza por impregnar él mismo de gloria eterna su actual vida terrestre –tal y tanta es la premura, la impaciencia que siente por estar con Dios–. A diferencia de otras almas humanas, que aspiran a lo infinito por el lento camino de lo finito, el caballero cristiano español anhela colocarse de un salto en el seno mismo de la infinita esencia.

Y si meditáis, señoras y señores, esta condición espiritual del sentimiento religioso español, fácilmente encontraréis en ella la raíz más profunda de todas las demás propiedades que hemos señalado en el caballero cristiano, o, lo que es lo mismo, en el estilo español. Porque es cristiano, y porque lo es con ese dejo o rasgo profundo que llama impaciencia de la eternidad, es por lo que el hispánico es caballero y todo lo demás. Dijérase un desterrado del cielo, que, anhelando la infinita beatitud divina, quisiera divinizar la tierra misma y todo en ella; un desterrado del cielo, que, sabiendo inmediatamente próximo su ingreso en el seno de Dios, renuncia a organizar terrenalmente esta vida humana y se desvive por anticipar en ella los deliquios celestiales. La impaciencia de la eternidad, he aquí la última raíz de la actitud hispánica ante la vida y el mundo. Mientras prepondere entre los hombres el espíritu racionalista de organización terrestre y el apego a las limitaciones; mientras los hombres estén de lleno entregados a los menesteres de la tierra y aplacen para un futuro infinitamente lejano la participación en el ser absoluto, la hispanidad desde luego habrá de sentirse al margen del tiempo, lejos de esos hombres, de ese mundo y de ese momento histórico. Pero cuando, por el contrario, el soplo de lo divino reavive en las almas las ascuas de la caridad, de la esperanza y de la fe; cuando de nuevo los hombres sientan inaplazable la necesidad de vivir no para ésta sino para la otra vida, y sean capaces de intuir en esta vida misma los ámbitos de la eternidad, entonces habrá sonado la hora de España otra vez en el reloj de la historia; entonces, la hispanidad asumirá otra vez la representación suprema del hombre en este mundo, y sacará de sus inagotables virtualidades formas inéditas para dar nueva expresión a los inefables afanes del ser humano.