Thursday, November 30, 2006

Gaston Rebuffat - Entre el cielo y la tierra

Ya es la tercera vez que en este blog aparece el nombre de Gaston Rebuffat, pero esta vez para mostrarlo en un video cuyas imagenes ilustrará perfectamente sus palabras. Dicho video pertenece a uno de los tres documentales de montaña que realizó, titulado "Entre terre et ciel", siendo los otros dos "Les horizons gagnés" (Los horizontes conquistados) y "Étoiles et tempêtes" (Estrellas y borrascas), ambos convertidos también en libros. Dichos documentales no son exhibiciones de escalada, sino que muestran como los libros la esencia del montañismo clásico. En ellos podemos ver a un Rebuffat como siempre vestido de una manera impecable al estilo del alpinismo tradicional, con su jersey de lana y sus medias con pantalones bombachos, ascendiendo muchas de las más importantes vías alpinas en montañas como el Petit Dru, las Grandes Jorasses, el Eiger o el Cervino. Pero a diferencia de los documentales habituales de alpinismo no intenta mostrar una cara trágica e incluso morbosa del peligro y la escalada, sino casi al contrario, pues a pesar de reflejar el esfuerzo de una ascensión, las escenas presentan la naturaleza alpina en toda su belleza, e incluso incluyen algunos momentos de humor. Pero hay un factor más de vital importancia en estos documentales, y es el papel de la musica. Rebuffat usa de forma maravillosa pasajes de la música romántica como es el caso de la Sonata de piano de Liszt u obras clásicas como la famosa suite de Violoncello de Bach. Incluso en el documental de "Estrellas y borrascas" hay una magnífica escena donde Gaston Rebuffat realiza un rappel mientras su compañero toca en directo, en la misma montaña, una pieza de Cello, terminado lo cual carga con el instrumento ladera abajo. En el video que podrán ver en este apartado apreciarán la atmósfera que añade la musica a las ya de por sí impresionantes imagenes.





Reino de luz y silencio
Gaston Rebuffat

El futuro alpinista ya lo ha adivinado: las montañas sólo viven por el amor de los hombres. Son bellas por muchas razones, pero también gracias al fervor de un muchacho. La técnica debe estar al servicio del entusiasmo, de lo contrario reduce el mundo de la alta montaña a las proporciones de un gimnasio. ¡Qué larga resulta la marcha que conduce a las cumbres!
Allá donde las casas, y después los árboles y, a continuación, la hierba desaparecen, nace un reino estéril, salvaje y mineral; sin embargo, en su pobreza extrema, en su desnudez total, ofrece una riqueza que no tiene precio: la felicidad que se descubre en los ojos de los que lo frecuentan.
El alpinista ha de tener músculos fuertes, dedos de acero, una técnica perfecta, aunque todo eso no sean más que herramientas. Sobre todo ama la vida, y sabe que el aire a 4.000 metros tiene un sabor particular, pero que hay que ganárselo. Mientras que muchos individuos se contentan cada día más fácilmente, el hombre en cambio tiene que mostrarse exigente consigo mismo: no puede gustarle una forma de paz que sólo sea la ausencia de vida. "Donde existe una voluntad, hay un camino". No le basta con existir, quiere vivir; no vivir peligrosamente, algo fácil y ponzoñoso. ¡Tiene un cuerpo y un alma! Las altas cumbres le proponen acción y contemplación; ayudan a los hombres a despertar sus sueños dormidos.
Pero la belleza de las cimas, libertad en los grandes espacios, la relación familiar con la naturaleza y los rudos placeres de la escalada resultarían mustios y hasta amargos sin la amistad de la cordada: amistad fraternal, hecha de amabilidad, de entrega, de alegrías y luchas compartidas.
Con frecuencia pienso en Moulin y cómo me inició. He realizado algo más de mil ascensiones en todas las épocas del año; en ocasiones tengo la impresión de que la montaña es mi reino y, pese a ello, cada vez que suelto mis cadenas, me siento muy bien y experimento ligeros escalofríos.
Como Moulin antaño, ahora "sé", pero aunque hubiese escalado todas las cimas por todos los itinerarios, nunca conocería la totalidad de ese mundo que amo; siempre estaré en camino.

Fragmento de La montaña es mi reino. Ed. Desnivel.

Sunday, July 09, 2006

San Bernardo de Claraval

San Bernardo
por René Guénon


Entre las grandes figuras de la Edad Media, hay pocas cuyo estudio sea más propicio que el de San Bernardo para despejar ciertos prejuicios tan queridos por el espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para éste que ver a un puro contemplativo, que ha querido siempre permanecer como tal, llamado a desempeñar una función preponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y teniendo éxito frecuentemente allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y de los diplomáticos de profesión? ¿Qué más sorprendente e incluso, más paradójico, siguiendo la manera ordinaria de juzgar las cosas, que un místico que no siente más que desdén por lo que él llama "las argucias de Platón y las sutilezas de Aristóteles", y que triunfa sin embargo sin dificultad sobre los más sutiles dialécticos de su tiempo? Toda la vida de san Bernardo podría parecer destinada a mostrar, con un ejemplo esplendoroso, que hay para resolver los problemas de orden intelectual e incluso de orden práctico, unos medios distintos de los que se acostumbra desde hace demasiado tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni la sombra de la verdadera sabiduría. Esta vida aparece así, en cierto modo, como una refutación anticipada de dichos errores, opuestos en apariencia pero en realidad solidarios, que son el racionalismo y el pragmatismo; y, al mismo tiempo, ella confunde e invierte, para quien la examine imparcialmente, todas las ideas preconcebidas de los historiadores "cientifistas", que estiman, con Renán, que "la negación de lo sobrenatural forma la esencia misma de la crítica", lo que nosotros admitimos -por otra parte- de muy buena gana, pero porque vemos en esa incompatibilidad todo lo contrario de lo que ahí ven ellos, vemos la condenación de la "crítica" misma. En verdad, ¿qué lecciones, en nuestra época, podrían ser más provechosas que esas?

Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lès-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza borgoñona y si damos cuenta especialmente de este hecho es por que nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los que tendremos ocasión de hablar a continuación, pueden ser relacionados hasta cierto punto con este origen. No queremos decir solamente que es posible explicar así el ardor, en ocasiones belicoso, de su celo o la violencia que presenta en diversas ocasiones en las polémicas a las que fue arrastrado, y que por otra parte sólo era superficial pues la bondad y la dulzura constituían incontestablemente el fondo do su carácter. Si hemos hecho alusión a su origen es por la relación que tuvo con las instituciones y el ideal caballerescos, a los cuales, por lo demás, hay que conceder siempre una gran importancia si se desean comprender los acontecimientos de la Edad Media y su mismo espíritu.

Es hacia los veinte años cuando Bernardo concibe el proyecto de retirarse del mundo; consigue en poco tiempo hacer compartir sus puntos de vista a todos sus hermanos, a algunos de sus parientes próximos y a cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, a pesar de su juventud, que pronto "se convirtió, dice su biógrafo, en el terror de las madres y de las esposas; los amigos temían verle abordar a sus amigos". Hay ya en esto algo de extraordinario y sería sin duda insuficiente invocar la potencia del "genio", en el sentido profano de la palabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale más reconocer la acción de la gracia divina que, penetrando de algún modo en toda la persona del apóstol e irradiando hacia fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, siguiendo la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándola a la Santa Virgen, y que también se puede, restringiendo más o menos su alcance, aplicar a todos los santos?
Es pues, acompañado de una treintena de jóvenes como Bernardo, en 1112, entró en el monasterio de Císter (Citeaux), que él había elegido en razón del rigor con el cual se observaba la regla, rigor que contrastaba con la dejadez que se había introducido en el resto de ramas de las órdenes benedictinas. Tres años más tarde, sus superiores no dudaban en confiarle, la conducción de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Claraval (Clairvaux), que debería gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecieron tan a menudo en el curso de su carrera. El renombre de Clairvaux no tardó en extenderse a lo lejos, y el desarrollo que esta abadía adquiere pronto fue verdaderamente prodigioso: cuando murió su fundador, abrigaba, se dice, alrededor de setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios.

El cuidado que Bernardo aporta a la administración de Clairvaux, regulando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida corriente, la parte que tomó en la dirección de la Orden Cisterciense, como jefe de una de sus primeras abadías, la habilidad, y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgieron frecuentemente con las Ordenes rivales, todo ello hubiese ya bastado para probar que lo que se llama el sentido práctico puede muy bien aliarse en ocasiones con la más alta espiritualidad. Había ahí más de lo que hubiera bastado para absorber toda la actividad de un hombre ordinario: y sin embargo Bernardo iba muy pronto a ver abrirse ante él otro campo de acción, bien a pesar suyo por lo demás, pues no temió jamás nada tanto como ser obligado a salir de su clausura para mezclarse en los asuntos del mundo exterior, del cual había creído poder aislarse para siempre entregándose enteramente a la ascesis y a la contemplación sin que nada viniera a distraerle de lo que era a sus ojos, según la palabra evangélica, "la única cosa necesaria". En esto, se había equivocado grandemente; pero todas las distracciones, en el sentido etimológico, a las cuales no pudo sustraerse y de las que llegó a quejarse con cierta amargura, no le impidieron en absoluto alcanzar las cumbres de la vida mística. Esto es muy notorio; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y todos los esfuerzos que hizo por permanecer en la sombra, se acudió a su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no fue nadie para el mundo, todos, y comprendidos los más altos dignatarios civiles y eclesiásticos, se inclinaron siempre espontáneamente ante su autoridad espiritual y no sabemos si esto sirve más como alabanza del santo o de la época en que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquel donde un simple monje podía convertirse en cierto modo en el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro incontestado de todos los conflictos donde el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más reputados de la filosofía, y de la teología, el restaurador de la unidad de la Iglesia, el mediador entre el Papado y el Imperio, y ver en fin, a ejércitos de centenares de miles de hombres levantarse con su predicación!

Bernardo había comenzado por denunciar el lujo en el cual vivía la mayor parte de los miembros del clero secular e incluso los monjes de ciertas abadías; sus exhortaciones habían provocado conversiones espectaculares, entre ellas las de Suger, el ilustre abad de Saint Denis que, sin llevar aún el título de primer ministro del Rey de Francia, realizaba ya las funciones de tal. Esta conversión fue la que hizo a la corte el nombre del abad de Clairvaux, al que se consideró, al parecer, con un respeto mezclado con miedo ya que se veía en él al adversario irreductible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Luis el Gordo y diversos obispos y protestar contra la impiedad del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad, no se trataba aún más que de asuntos puramente locales, que interesaban solamente a tal o cual monasterio o a tal o cual diócesis; pero, en 1130, sobrevinieron acontecimientos de muy diferente gravedad, que pusieron en peligro a la Iglesia entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y es en esta ocasión cuando el nombre de Bernardo debía extenderse a toda la Cristiandad.

No vamos a describir aquí la historia del cisma con todos sus detalles: los cardenales partidos en dos facciones rivales, eligieron sucesivamente a Inocencio II y Anacleto II, el primero, obligado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia Universal. Fue Francia quien respondió primero; en el concilio convocado por el Rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, "como un verdadero enviado de Dios" en medio de obispos y señores reunidos; todos siguieron su criterio sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron la validez de la elección de Inocencio II. Este se encontraba entonces sobre suelo francés y es a la abadía de Cluny adonde Suger fue a anunciarle la decisión del concilio. Recorrió las principales diócesis y fue en todas partes acogido con entusiasmo; este movimiento iba a arrastrar la adhesión de toda la Cristiandad. El abad de Clairvaux visitó luego al rey de Inglaterra y acabó prontamente con sus dudas; quizás tuvo también una parte, al menos indirecta en el reconocimiento de Inocencio II por parte del Rey Lothario y del clero alemán. A continuación fue a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerardo de Angulema, partidario de Anacleto II; pero es sólo en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, cuando debía triunfar y destruir el cisma obrando la conversión del conde de Poitiers. En el intervalo, fue a Italia, llamado por Inocencio II que allí había retornado con el apoyo de Lothario, pero que estaba detenido por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y Génova; era preciso encontrar un acomodo entre las dos ciudades rivales y hacerles aceptarlo; es Bernardo quien fue encargado de esta difícil misión y pudo apuntarse el más maravilloso de sus éxitos. Inocencio pudo por fin entrar en Roma, pero Anacleto permaneció ocupando San Pedro, de la cual era imposible apropiarse; Lothario, coronado emperador en san Juan de Letrán, se retiró pronto con su ejército; tras su partida, el antipapa recupera la ofensiva y el pontífice legítimo debió huir nuevamente y refugiarse en Pisa.
El abad de Claraval, que había retornado a su clausura, conoce estas noticias con consternación; poco después le llega el ruido de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar a toda Italia para la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurar su propia supremacía. Bernardo escribe bien pronto a los habitantes de Pisa y Génova para animarlos a permanecer fieles a Inocencio; pero esta fidelidad no constituía mas que un débil apoyo y para conquistar Roma, solamente de Alemania se podía esperar un socorro eficaz. Desgraciadamente, el Imperio era continuamente presa de división y Lothario no podía volver a Italia sin haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió para Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador; aquí también sus esfuerzos fueron coronados por el éxito; fue luego a consagrar la feliz salida a la dieta de Bamberg, que abandonó luego para volver al concilio que Inocencio II había convocado en Pisa. En esta ocasión, hubo de dirigir reproches a Luis el Gordo, que se había opuesto a la salida de los obispos de su reino; la prohibición fue levantada y los principales miembros del clero francés pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de su tiempo, su puerta era asediada por los que tenían algún asunto grave que tratar, como si este humilde monje hubiera tenido el poder de solucionar con su opinión todas las cuestiones eclesiásticas Delegado luego a Milán para ganar esta ciudad para Inocencio II y Lothario, fue aclamado por el clero y los fieles que, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacerle su arzobispo, y tuvo grandes dificultades para sustraerse a este honor. El no aspiraba sino a volver a su monasterio, volvió efectivamente, pero no fue por mucho tiempo.
Desde principios del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad para venir, conforme al deseo del Papa, a unirse en Italia al ejército alemán, comandado por el duque Enrique de Baviera, yerno del Emperador. El desacuerdo había estallado entre éste e Inocencio II; Enrique, poco respetuoso con los derechos de la Iglesia, inducía en todas las circunstancias a no ocuparse más que de los derechos del Estado. También el abad de Clairvaux debió trabajar de firme para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente en algunas cuestiones relativas a las investiduras, donde parece haber desempeñado constantemente un papel de moderador. Sin embargo, Lothario, que había tomado él mismo el mando del ejército, sometió a toda la Italia meridional, pero se equivocó al rechazar las pretensiones de paz del rey de Sicilia, que no tardó en tomarse la revancha, arrasando todo a sangre y fuego. Bernardo no dudó entonces en presentarse en el campo de Roger, el cual acogió muy mal sus palabras de paz y a quien predijo un desastre que efectivamente se produjo; luego, volviendo sobre sus pasos, le visitó en Salerno y se esforzó en apartarlo del cisma en el que su ambición lo había arrojado. Roger consintió en escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocencio y de Anacleto, pero, aun pareciendo conducir la encuesta con imparcialidad, no buscó más que ganar tiempo y rechazó tomar una decisión; al menos, este debate tuvo por feliz resultado la conversión de uno de los principales autores del cisma; el cardenal Pedro de Pisa al cual Bernardo condujo ante Inocencio II. Esta conversión asestó un golpe terrible a la causa del antipapa; Bernardo supo aprovecharse de ello, y en Roma mismo, por su verbo ardiente y convencido, consiguió en algunos días separar del partido de Anacleto a la mayor parte de los disidentes. Esto ocurría en el año 1137, hacia el período de las fiestas de Navidad; un mes más tarde, Anacleto moría súbitamente. Algunos cardenales, más comprometidos en el cisma, eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo y el día octavo de Pentecostés, todos dimitieron; desde la semana siguiente, el abad de Clairvaux retomaba el camino a su monasterio.

Este resumen muy rápido basta para dar una idea de lo que se podría llamar la actividad política de San Bernardo, que por otra parte no se detuvo ahí: de 1140 a 1144, hubo de protestar contra la intromisión abusiva del Rey Luis el Joven en las elecciones episcopales, después tuvo que intervenir en un grave conflicto entre este mismo rey y el conde Thibaut de Champagne; pero sería fastidioso extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo fue siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante por la unidad lo que le anima en su lucha contra el cisma; es ella también la que le hace emprender, en 1145, un viaje al Languedoc para hacer retornar a la Iglesia a los heréticos neomaniqueos (cátaros) que comenzaban a extenderse en esta zona. Parece que tuvo sin cesar presente en el pensamiento estas palabras del Evangelio: "Que sean todos uno, como el Padre y yo somos uno".
Sin embargo, el abad de Claraval no solo luchó en el dominio político, sino también en el campo intelectual, donde sus triunfos no fueron menos esplendorosos, ya que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes, Abelardo y Gilberto de la Porrée. El primero había adquirido, por su enseñanza y sus escritos, la reputación de dialéctico muy hábil, incluso abusaba de la dialéctica pues, en lugar de ver lo que ella es realmente, un simple medio para llegar conocimiento de la verdad, la veía casi como un fin en sí misma, lo que desembocaba naturalmente en una especie de verbalismo. Parece también que haya en él, sea en su método o en el mismo fondo de sus ideas, una búsqueda de originalidad que le aproxima algo a los filósofos modernos; y, en una época donde el individualismo era poco menos que desconocido, tal defecto no podía pasar como una cualidad tal como ocurre en nuestros días. También algunos se inquietaron pronto con sus novedades, que tendían nada menos que a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el de la fe; No es que Abelardo fuese propiamente hablando un racionalista tal como se ha pretendido en ocasiones, pues no hubo racionalistas antes que Descartes, sino que no supo hacer la distinción entre lo que revela la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y aquí está la raíz de todos sus errores. Abelardo ¿no llegaba acaso hasta a sostener que los filósofos y los dialécticos gozaban de la inspiración habitual que seria comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Se comprende sin esfuerzo que San Bernardo, cuando se llamó su atención sobre semejantes teorías, se hubiera levantado contra ellas con fuerza, incluso con cierto arrebato, y también que haya reprochado amargamente a su autor el haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres tan diferentes, comenzó en entrevistas particulares, teniendo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios. Abelardo, confiando en su habilidad para manejar el razonamiento, pidió al. Arzobispo de Sens la reunión de un concilio ante el cual se justificaría públicamente, pues pensaba poder conducir bien la discusión de tal forma que llevaría la confusión al adversario. Las cosas sucedieron de muy diferente forma: el abad de Claraval, en efecto, no concebía el concilio más que como un tribunal ante el cual el teólogo sospechoso debía comparecer como acusado; en una sesión preparatoria analizó las obras de Abelardo y extrajo las proposiciones más temerarias, de las que probó la heterodoxia; al día siguiente, introducido el autor en el concilio se le conminó, tras haber enunciado tales proposiciones, a retractarse o justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no esperó el juicio del concilio y declaró que apelaba a la corte de Roma; el proceso no dejo de seguir su curso, y, desde que la condena fue pronunciada, Bernardo escribió a Inocencio II y a los cardenales unas cartas de apremiante elocuencia, si bien, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny, cerca de Pedro el Venerable, que le preparó una entrevista con el abad de Claraval y logró reconciliarlos.

El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147 Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilberto de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad; estos errores procedían do que el autor aplicaba a Dios la distinción real de la esencia y de la existencia, que no es aplicable más que a los seres creados. Gilberto se retractó entonces sin dificultad; también se le prohibió simplemente leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida; su autoridad, fuera de los puntos particulares que se cuestionaban, no quedó alcanzada, y su doctrina mantuvo gran crédito en las escuelas durante toda la Edad Media.
Dos años antes de este último asunto, el abad de Claraval había tenido la alegría de ver subir al trono pontificio a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que tomó el nombre de Eugenio III y que siempre continuó manteniendo con él las más afectuosas relaciones; es este nuevo Papa quien, casi desde el principio de su pontificado, le encargó predicar la segunda cruzada. Hasta entonces Tierra Santa no había tenido, en apariencia al menos, más que un lugar muy pequeño en las preocupaciones de San Bernardo; seria sin embargo un error creer que fue enteramente ajeno a lo que pasaba y la prueba es un hecho sobre el cual, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría. Queremos hacer referencia al papel que jugó en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las Ordenes militares por la fecha y por la importancia, la que iba a servir de modelo para todas las demás. Es en 1128, diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su regla en el concilio de Troyes y es Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, estuvo encargado de redactarla, o al menos de trazar sus orientaciones generales, pues parece que no fue sino un poco más tarde cuando se le llamó para completarla, y que no acabó su redacción definitiva más que en 1131. Comentó luego esta regla en el tratado "De laude Novae militiae", donde expuso en términos de magnífica elocuencia la misión e ideal de la caballería cristiana., de lo que llamaba la "milicia de Dios". Estas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no consideran sino como un episodio bastante secundario de su vida tenían sin duda muy otra importancia a los ojos de los hombres de la Edad Media; y hemos mostrado en otra parte que constituyen sin duda la razón por la cual Dante debía escoger a San Bernardo para su guía en los últimos círculos del Paraíso.
Desde 1145, Luis VII, tenía el proyecto de acudir en socorro de los principados latinos de Oriente amenazados por el emir de Alepo, pero la oposición de sus consejeros había obligado a retrasar su realización y la decisión definitiva había sido remitida a la asamblea plenaria que debía celebrarse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaldo de Brescia, encargó al abad de Clairvaux el reemplazarlo en esta asamblea; Bernardo, tras haber dado lectura a la bula que invitaba a Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la más grande pieza oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron para recibir la cruz de sus manos. Animado por este éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía ir en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó luego a Alemania, donde su predicación obtuvo los mismos efectos que en Francia; el Emperador Conrado, tras haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia mediados del año 1147, los ejércitos franceses y alemanes se ponían en marcha para esta gran expedición que, a pesar de su formidable apariencia, desembocó en un desastre. Las causas del fracaso fueron múltiples: las principales parecieron ser la traición de los Griegos y la falta de entendimiento entre los diversos jefes de la cruzada; pero algunos buscaron, muy injustamente por lo demás, hacer recaer la responsabilidad sobre el abad de Clairvaux. Este debió escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables más que a las faltas de los cristianos, y que así "las promesas de Dios permanecían intactas, pues ellas no prescriben contra los derechos de su justicia"; la apología está contenida en el libro De Consideratione, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene especialmente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por otro lado, no todos se dejaban llevar por el desánimo, y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva cruzada de la que el mismo abad de Clairvaux debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Luis VII detuvo la ejecución de los planes. San Bernardo también murió poco después, en 1153, y sus últimas cartas testimonian que se preocupó hasta el final por la suerte de Tierra Santa.

Si el fin inmediato de la cruzada no había sido alcanzado, ¿se diría por ello que la expedición fue completamente inútil y que los esfuerzos de San Bernardo habían sido desperdiciados? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar los historiadores que sólo se ocupan de las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la Edad Media un carácter político y religioso a la vez y razones más profundas de las que una, la única que queremos resaltar aquí, era el mantener en la Cristiandad una viva conciencia de su unidad. La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda civilización normal, y que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII; la pérdida de este carácter tradicional debía necesariamente seguir a la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue realizada en el dominio religioso por la Reforma, lo fue, en el dominio político, por la instauración de las nacionalidades, precedida por la destrucción del régimen feudal; y se puede decir, sobre este último punto de vista, que aquel que asestó los primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso, el mismo que por una coincidencia que no tiene, sin duda nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atacando directamente la obra misma de San Bernardo.
En el curso de todos sus viajes, San Bernardo apoyó constantemente su predicación en numerosas curaciones milagrosas que eran para la masa como los signos visibles de su misión; estos hechos han sido referidos por testigos oculares, pero él mismo no hablaba de ello sino en contadas ocasiones. Quizás esta reserva le era impuesta por su extraordinaria modestia; pero sin duda tampoco atribuía a esos milagros mas que una importancia secundaria, considerándolos solo como una concesión acordada por la misericordia divina a la debilidad de la fe en la mayor parte de los hombres, conforme a la palabra de Cristo: "Bienaventurados los que creerán sin haber visto". Esta actitud estaba en relación con el desdén que manifestó siempre por todos los medios exteriores y sensibles, tales como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; se le ha incluso podido reprochar, con alguna apariencia de verosimilitud, el no tener más que desprecio por el arte religioso. Los que formulan esta crítica olvidan sin embargo una distinción necesaria, la que él mismo establece entre lo que llama arquitectura episcopal y la arquitectura monástica: esta última es solamente la que debe tener la austeridad que él preconiza; no es más que a los religiosos y a los que siguen el camino de la perfección que prohibe el "culto a los ídolos", es decir, a las formas de las que proclama por el contrario, su utilidad como medio de educación para los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra el abuso de las representaciones desprovistas de significado y no poseedoras sino de un valor puramente ornamental, no ha podido desear, como se ha pretendido falsamente, el proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, mientras que él mismo en sus sermones hacía de él un uso muy frecuente.

La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística; por esto entendemos que contempla sobre todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor; que sería, por otro lado, erróneo interpretar en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos. Como muchos grandes místicos, fue especialmente atraído por el "Cantar de los Cantares", el cual comentó en numerosos sermones, formando una serie que se prosigue durante casi toda su carrera; y este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la Paz suprema a la cual el alma alcanza en el éxtasis. El estado extático, tal como lo comprende y que ciertamente lo ha experimentado, es una especie de muerte a las cosas de este mundo; con las imágenes sensibles todo sentimiento natural ha desaparecido; todo es puro y espiritual en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía naturalmente reflejarse en los rasgos dogmáticos de san Bernardo; el título de una de sus principales obras: De diligendo Deo, muestra, en efecto, suficientemente, qué lugar ocupa ahí el amor; pero se estaría muy equivocado al creer que ello sea en detrimento de la verdadera intelectualidad. Si el abad de Clairvaux quiso siempre permanecer ajeno a las vanas sutilidades de escuela, es por que no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un sólo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía por una larga serie de operaciones discursivas, lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como a tientas, él lo alcanzaba inmediatamente, por la intuición intelectual, sin la cual ninguna metafísica real es posible, y fuera de la cual no se puede aprehender sino una sombra de la verdad.

Un último rasgo de la fisonomía de San Bernardo, que es esencial señalar aún, es el lugar eminente que mantiene en su vida y en sus obras, el culto a la Santa Virgen, y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas que son quizás aquello por lo que ha permanecido más popular. Gustaba de dar a la Santa Virgen el título de "Notre Dame", (Nuestra Señora), cuyo uso se generalizó en esta época y sin duda en gran parte gracias a su influencia; y es que él era verdaderamente, como se ha dicho, un auténtico "caballero de María", y la consideraba verdaderamente como su "dama", en el sentido caballeresco de la palabra. Si tal hecho se relaciona con el papel que jugaba el amor en su doctrina, y que desempeñaba también en formas más o menos simbólicas, en las concepciones propias a las Ordenes de Caballería, se comprenderá fácilmente el porqué hemos cuidado de mencionar al principio sus orígenes familiares. Convertido en monje, permanecerá siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por ello mismo, se puede decir que estaba, en cierto modo, predestinado a desempeñar, como lo hizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, y árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque había en su persona como una participación en la naturaleza de lo uno y de lo otro. Monje y caballero al tiempo, estas dos características eran las de los miembros de la "milicia de Dios", de la Orden del Temple; eran también, y en primer lugar, los del autor de su regla, del gran santo al que se ha denominado el último de los Padres de la Iglesia, y en quien algunos quieren ver, no sin alguna razón, el prototipo de Galahad, el caballero ideal y sin tacha, el héroe victorioso de la "demanda del Santo Grial".


De la Loa a la Nueva Milicia (fragmentos)
San Bernardo

“Levántate, soldado de Cristo; levántate, sacúdete el polvo; vuélvete al campo de batalla, de donde huiste, a pelear con mayor fortaleza después de la fuga y a triunfar con mayor gloria. Muchos son los soldados que tiene Cristo, que comenzaron con coraje y perseveraron en él, y vencieron. Muchos menos se cuentan de los que, tras haberse declarado en fuga, volvieron al peligro antes temido e hicieron huir a los enemigos que antes los habían ahuyentado. Mas como todo lo raro es precioso, me alegro de que te cuentes entre aquellos que, cuanto más escasos son, tanto más gloriosos aparecerán. Por otra parte, si te sientes demasiado tímido, ¿a qué temer en donde no hay por qué, y no temer donde verdaderamente se ha de temer? ¿O piensas que porque te fugaste de la fortaleza, evadiste las acometidas de los enemigos? Con más furor te persigue el adversario si huyes que te combatirá si resistes; con mucha más audacia te atacará por la espalda que se resistirá de frente. Hoy, creyéndote seguro, prolongas tu sueño hasta entrada la mañana, cuando a la misma hora ya Jesús se había levantado del sepulcro en su resurrección. ¿E ignoras que estando desarmado, has de hallarte tú mismo más tímido y menos terrible a los enemigos? Tropa de gente armada ha rodeado tu casa, ¿y tú duermes? Ya escalan los muros, ya derriban las defensas, ya irrumpen por las brechas. ¿Y estarás más seguro si te toman solo que si estas con tus compañeros? ¿Valdrá más te sorprendan desnudo en cama que armado en el campo? Levántate, embraza las armas, júntate a los soldados que abandonaste en tu fuga. La misma cobardía que de ellos te separó, vuélvate con ellos a juntar. ¿Por qué rehusas la aspereza y el peso de las armas, cobarde soldado? El enemigo que ya tienes encima y las saetas voladoras que te rodean disparándote al corazón, te harán olvidar lo incómodo de la loriga, lo duro del casco, lo pesado del escudo. Ciertamente al que pasa de súbito de la sombra al sol o de la ociosidad al trabajo sin transición alguna, todo le parece pesado, porque comienza. pero cuando ya va olvidándose de aquello y haciéndose a esto, la misma costumbre quita la dificultad y ve fácil lo que juzgaba imposible. Aun los soldados más bravos tiemblan muchas veces al repentino son de trompeta, antes del combate; pero en llegando a las manos, la esperanza de la victoria y el temor de ser vencidos los hace intrépidos.
Mas ¿cómo tiemblas tú, rodeado de todos tus hermanos, que te ciñen cual muro defensivo, teniendo a los ángeles que asisten a tu lado y viendo caminar delante a Cristo que anima a los suyos a la victoria, diciendo: Confiad; yo he vencido al mundo? Si Cristo está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Seguro puedes pelear allí donde estas seguro de vencer. ¡Oh victoria segura por Cristo y con Cristo, de la que nadie puede defraudarte, ni herido, ni postrado, ni hollado, ni muerto, si posible fuere, mil veces. La única causa de no alcanzarla es la fuga. Huyendo puedes perderla, muriendo no puedes. Y feliz tú, si murieses luchando, porque al punto serías coronado, pero ¡ay de ti si, rehuyendo la pelea, perdieras juntamente la victoria y la corona! No lo consienta Aquel, hijo carísimo...”

"Mas los soldados de Cristo con seguridad pelean las batallas del Señor, sin temor de cometer pecado por muerte del enemigo ni por desconfianza de su salvación en caso de sucumbir. Porque dar o recibir la muerte por Cristo no sólo no implica ofensa de Dios ni culpa alguna, sino que merece mucha gloria; pues en el primer caso, el hombre lucha por su Señor, y en el segundo, el Señor se da al hombre por premio, mirando Cristo con agrado la venganza que se le hace de su enemigo, y todavía con agrado mayor se ofrece Él mismo por consuelo al que cae en la lid. Así, pues, digamos una y más veces que el caballero de Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor confianza y seguridad todavía. Ganancia saca para sí, si sucumbe, y triunfo para Cristo, si vence. No sin motivo lleva la espada al cinto. Ministro de Dios es para castigar severamente a los que se dicen sus enemigos; de su Divina Majestad ha recibido el acero, para castigo de los que obran mal y exaltación de los que de los que practican el bien. Cuando quita la vida a un malhechor no se le ha de llamar homicida, sino malicida, si vale la palabra.; ejecuta puntualmente las venganzas de Cristo sobre los que obran la iniquidad y con razón adquiere el título de defensor de los cristianos. Si le matan no decimos que se ha perdido, sino que se ha salvado. La muerte que da es para gloria de Cristo, y la que recibe, para la suya propia. En la muerte de un gentil puede gloriarse un cristiano porque sale glorificado Cristo; en morir valerosamente por Cristo muéstrase la liberalidad del gran Rey, puesto que saca a su caballero de la tierra para darle el galardón. Así, pues, el justo se alegrará cuando el primero de ellos sucumba, viendo aparecer la divina venganza, mas si cae el guerrero del Señor, dirá: ¿Acaso no habrá recompensa para el justo? Cierto que sí, pues hay un Dios que juzga a los hombres sobre la tierra.
Claro está que no habría de dar muerte a los gentiles si se los pudiese refrenar por otro cualquier medio, de modo que no acometiesen ni apretasen a los fieles y les oprimiesen. Pero por el momento vale más acabar con ellos que no dejar en sus manos la vara con que habían de esclavizar a los justos, no sea que alguien los justos sus manos a la iniquidad.
Pues ¿qué? Si no es lícito en absoluto al cristiano herir con la espada, ¿cómo el pregonero de Cristo exhortaba a los soldados a contentarse con la soldada, sin prohibirles continuar en su profesión? Ahora bien, si por particular providencia de Dios se permite herir con la espada a los que abrazan la carrera militar, sin aspirar a otro género de vida más perfecto, ¿a quién, pregunto yo, le será más permitido que a los valientes, por cuyo brazo esforzado retenemos todavía la fortaleza de la ciudad de Sión, como baluarte protector adonde pueda acogerse el pueblo santo, guardián de la verdad, después de expulsados los violadores de la ley divina? Disipad, pues, y deshaced sin temor a esas gentes que sólo respiran guerra; haced tajos a los que siembran entre vuestras filas el miedo y la duda; dispersad de la ciudad del Señor a todos los que obran iniquidad y arden en deseos de saquear todos los tesoros del pueblo cristiano encerrados en los muros de Jerusalén, que sólo codician apoderarse del santuario de Dios y profanar todos nuestros santos misterios. Desenváinese la doble espada, espiritual y material, de los cristianos, y descargue con fuerza sobre la testuz de lso enemigos, para destruir todo lo que se yergue contra la ciencia de Dios, o sea, contra la fe de los seguidores de Cristo; no digan, nunca los fieles: ¿Dónde está su Dios?"


Friday, June 30, 2006

El anillo - Joseph von Eichendorff

EL ANILLO
Por Joseph von Eichendorff



Rosa había bostezado varias veces durante la conversación. Faber lo notó y, como siempre se distinguiera por ser un admirador del bello sexo, se ofreció ante la complacencia de todos a narrar un cuento.
—Pero, por favor, que no sea un cuento rimado, pues sólo se les entiende a medias.
Entonces el grupo se hizo más cerrado; Faber se encaminó en medio de él y comenzó, mientras sus pasos continuaban entre un boscoso declive, la siguiente historia:
—Había una vez un caballero...
—Esto comienza como en un cuento...
Faber retomó su historia:
—Había una vez un caballero que vivía en lo profundo del bosque en su antiguo castillo, donde practicaba espirituales contemplaciones y penitencias. Ningún extranjero visitaba al santo varón, todos los caminos se hallaban cubiertos de tupida hierba y sólo la campanilla, que de tiempo en tiempo hacia sonar en el curso de sus oraciones, interrumpía el silencio dejándose escuchar en la claridad de la noche, adentrándose en la espesura del bosque. El caballero tenía una hija, la cual le inspiraba no pocos sobresaltos a causa de su manera de pensar, del todo diferente a la suya, y cuyo entero anhelo dirigíase únicamente a las cosas profanas. Por las noches, cuando se encontraba sentada ante su rueca y él le leía en sus viejos libros las historias maravillosas de los santos mártires, ella solía pensar entre sí: "Pero eran realmente unos tontos", y creía saber mucho más que su anciano padre. Este creía en todos esos milagros. Muchas veces, cuando él estaba ausente, ella hojeaba los libros y pintaba grandes bigotes sobre las imágenes de los santos.
Al oír esto, Rosa soltó una carcajada.
—¿De qué te ríes? —preguntó Leontín, un tanto picante.
Faber continuó con su relato:
—Ella era más hermosa e inteligente que todos los demás niños de su edad, por lo que siempre se avergonzaba de jugar con ellos; y quien hablaba con ella creía estar escuchando a una persona adulta. Con tal conocimiento y elocuencia conversaba con ellos. Además, sin sentir miedo y riéndose del viejo alcalde su padre, que le contaba cosas espantosas acerca del genio del agua, día y noche ella se paseaba en completa soledad por el bosque. Muchas veces, estando en medio del bosque o a la orilla del celeste río, gritaba con la voz agitada por las risas:
—¡Que el Genio del agua sea mi novio! ¡Que el Genio del agua sea mi novio!
Cuando su padre estaba a punto de morir, éste hizo llevar a su hija a su lecho de muerte y le entregó un enorme anillo labrado en oro puro y macizo. Le dijo entonces:
—Este anillo fue fabricado por una diestra mano hace cientos de años. Uno de tus antepasados lo obtuvo en Palestina en mitad de una batalla; allí se encontraba el anillo, completamente cubierto de sangre y arena; allí permaneció, inmaculado y reluciente, con un brillo tan claro y destellante que todos los caballos reparaban ante él, evitando pisarlo con su casco. Tu madre y tus antepasadas lo llevaron y, de este modo, Dios bendijo sus matrimonios. Tómalo tú también y contémplalo todas las mañanas con limpios pensamientos, así su destello aliviará y fortalecerá tu corazón. Pero si tus pensamientos y pareceres se inclinaran hacia lo malo, su brillo desaparecerá junto con la transparencia de tu alma e incluso te parecerá turbio. Consérvalo fielmente en tu mano hasta que encuentres un hombre virtuoso. Pues aquel que una vez lleve puesto este anillo, será por siempre tu marido fiel.
Con estas palabras, el anciano caballero murió. Ida, su hija, se quedó entonces sola. Conforme pasaba el tiempo, su miedo crecía al vivir en ese viejo castillo, y como hallase enormes tesoros en los sótanos de su padre, cambió de inmediato su manera de vivir.
—Gracias a Dios —dijo Rosa—, pues hasta entonces se había sentido bastante aburrida...
Faber reanudó el relato una vez más:
—Los oscuros arcos, portales y patios de la antigua fortaleza fueron derruidos y un castillo nuevo y luminoso de blancos y ligeros muros con pequeños torreoncilios se erigió al poco tiempo sobre los viejos escombros. A su lado mandó construir un amplio y hermoso jardín en medio del cual cruzaba el celeste río. Había miles de flores, altas y vistosas, entre las que se elevaban saltos de agua cerca de los cuales se paseaban plácidos terneros. El patio del castillo hormigueaba de caballos y de pajes ricamente ataviados, que cantaban alegres canciones para su bella dama que, entre tanto, se había hecho una mujer extraordinariamente hermosa. Por ello, ricos pretendientes llegaban a cortejarla desde todos los puntos de la tierra y los caminos que conducían al castillo resplandecían de jinetes, cascos y crestones.
Esto le agradaba enormemente a la doncella y, sin embargo, a pesar de su aprecio por todos los caballeros, a ninguno quiso darle su anillo, pues todo pensamiento en relación con el matrimonio le parecía odioso y ridículo:
—¡¿Para qué —se decía— he de ver marchita mi hermosa juventud representando el papel de una miserable ama de casa en esta apartada y aburrida soledad, en vez de ser libre como un ave en su vuelo?!
Por añadidura, todos los hombres le parecían tontos, ya fuese por ser demasiado torpes como para corresponder a sus bromas debido a su orgullosa pretensión de abrigar elevados propósitos en los que ella no creía. Y así, en su ceguera, se consideraba un hada encantadora en medio de monos y osos hechizados que tenían que bailar y atenderla, pendientes de cualquiera de sus gestos. Entre tanto, el anillo se hizo cada vez más oscuro.

Cierto día, la joven ofreció un vistoso banquete. Debajo de una hermosa tienda levantada en el centro del jardín se habían sentado las mujeres y los caballeros jóvenes que habitaban en las cercanías, y en el centro de todos la orgullosa doncella, como una reina, luciendo sus ademanes graciosos que resplandecían por encima del brillo de las perlas y gemas que ornamentaban su cuello y su pecho. Era como una manzana agusanada, tan rozagante y engañosa se aparecía. El dorado vino dio alegres vueltas, los caballeros le otorgaban a la joven sus miradas más atrevidas; voluptuosas y seductoras canciones se escuchaban sin cesar en el jardín, penetrando el aire estival. Entonces la mirada de Ida cayó por casualidad en el anillo. Éste se había vuelto oscuro y su apagado brillo despedía tan sólo un opaco destello. Se levantó en el acto y fue hacia el declive del jardín.
—¡Piedra tonta, no me molestarás más! —dijo, riéndose con loca alegría.
Se quitó el anillo y lo arrojó a la corriente del río. En su vuelo, el anillo describió un arco claro y luminoso y fue a sumergirse en seguida en las profundidades. Más tarde ella volvió al jardín, donde voluptuosos sonidos parecían alargar sus brazos hacia ella.

—Al otro día —prosiguió Faber— Ida se encontraba sola, sentada en el jardín, mirando hacia el río. Era mediodía. Todos sus huéspedes se habían marchado, la región entera estaba sumida en un sofocante silencio. Solitarias nubes de raras formas cruzaban con lentitud el claro cielo azul. A ratos, corría un viento súbito por la región y al instante parecía como si las rocas y los árboles se inclinaran y hablaran de ella. Ida sintió un escalofrío. De pronto, vio a un apuesto y esbelto caballero que llegaba por el camino, montado en un caballo blanco como la nieve. Brillaban su armadura y su casco de color azul marino, una cintilla del mismo color flotaba al viento, sus espuelas eran de cristal. La saludó amablemente, desmontó del caballo y se acercó a ella. Asustada, Ida dejó escapar un grito pues descubrió en su mano el viejo anillo prodigioso, que apenas el día anterior había arrojado al agua, y recordó en seguida las palabras que su padre le dijera en el lecho de su muerte. El apuesto caballero extrajo una triple cinta recamada con perlas y la colocó en el cuello de la doncella, la besó en la boca, la llamó su novia y le prometió llevarla a su casa esa misma noche. Ida no pudo responderle, pues todo le parecía verlo como en un profundo sueño; sin embargo, había escuchado muy bien al caballero, que le habló con encantadoras palabras que se mezclaban con los sonidos del río como si éste estuviera encima de ella, susurrando continua y confusamente. Más tarde, lo vio montar en su corcel blanco y galopar hacia el bosque, tan veloz que el viento soplaba a sus espaldas.

Al anochecer, desde una ventana del castillo, la joven miraba en dirección de las montañas, cubiertas ya por un grisáceo crepúsculo. Se preguntaba inútilmente una y otra vez quién podía ser ese apuesto caballero que tanto le agradaba. Una inquietud y un miedo que jamás había sentido invadieron su alma, y a medida que el paisaje oscurecía, ella se sentía mayormente oprimida por semejantes sentimientos. Tomó el laúd con objeto de distraerse. Le vino entonces a la mente una vieja canción que su padre cantaba a menudo, por las noches, cuando ella era niña, y que escuchaba al despertar en medio del sueño. Comenzó a cantar:

Aunque el sol se tenga que ocultar
Y a oscuras tengamos que permanecer,
Podemos pese a ello cantar
La bondad de Dios y su poder,
Pues ni la noche nos ha de impedir
Su justo elogio cumplir.

Entre tanto, unas lágrimas escaparon de sus ojos y tuvo que dejar el laúd; tanto era su dolor.
Al fin, afuera había oscurecido por completo; de pronto escuchó un estrépito de extrañas voces y cascos de caballo. El patio del castillo se vio en un momento inundado con luces flotantes entre cuyos destellos ella vio un furioso hormiguero de coches, caballos, caballeros y damas. Los invitados a la boda pronto se distribuyeron en la amplitud de todo el castillo, siéndole evidente que se trataba de sus viejos conocidos que apenas la víspera habían asistido a su banquete. El apuesto novio, de nuevo totalmente vestido en seda azul marino, se acercó a ella y alegró al instante su corazón con expresiones dulces y graciosas; los músicos tocaban sus instrumentos con vivo entusiasmo, unos pajes escanciaban vino y todo el mundo bailaba y se regalaba en medio de un alegre barullo.
Durante la fiesta, Ida se colocó junto a su novio frente a la ventana abierta. A sus pies, la región se hallaba distante y en completo silencio, como si toda ella fuese una tumba; sólo el río susurraba hacia lo alto desde el oscuro declive.
—¿Qué pájaros negros son esos que vuelan lentamente en largas hileras? —preguntó Ida.
—Vuelan durante toda la noche —dijo el novio—, y simbolizan tu boda.
—¿Quién es toda esa gente extraña —volvió a preguntar Ida— que está tranquilamente sentada en las piedras a un lado del río?
—Son mis sirvientes —dijo el novio—. Y nos aguardan. Entre tanto, lustrosas bandadas comenzaron a elevarse en el cielo y a lo lejos, desde los valles, se escuchaban los cantos de los gallos.
—Hace frío —dijo Ida, y cerró la ventana.
—En mi casa hace aún más —respondió el novio, e Ida se estremeció instintivamente.
Entonces él la tomó del brazo y la condujo, en medio del alegre gentío, a bailar. No tardaría en amanecer, las velas de la sala aún parpadeaban, aunque mortecinamente. Ida bailaba mientras tanto, con su novio a quien veía cada vez más pálido, a medida que el día se acercaba. Afuera, más allá de las ventanas, vio llegar a largos hombres de singulares rostros, quienes se instalaban en el interior de la sala. Asimismo, los rostros de los demás huéspedes e invitados se fueron transformando poco a poco hasta semejar unos semblantes cadavéricos.

—¡Dios mío! ¿Con quién he convivido durante este tiempo? —gritó.
La mucha fatiga le impidió escapar y no pudo ni siquiera zafarse, mas el novio la sostuvo firmemente abrazada y continuó bailando hasta que cayó al suelo, desvanecida.
Al amanecer, cuando el sol brillaba alegremente por encima de las cordilleras, el jardín del castillo se veía solitario en la montaña, no había un alma y todas las ventanas permanecían abiertas.
Tiempo después, cuando los viajeros pasaban junto al río bajo el claro brillo de la luna, o incluso al mediodía, veían con frecuencia a una joven muchacha surgir en medio de la corriente, con el desnudo torso fuera del agua. Era en verdad hermosa, aunque tan pálida que parecía la muerte.

Saturday, May 27, 2006

IM ABENDROT - Richard Strauss

Im Abendrot de Richard Strauss


En una ocasión anterior ya hablamos de este maravilloso lieder sobre el poema de Joseph von Eichendorff En la puesta de sol. Esta vez podremos ver y escuchar una bella interpretación de esta canción con la que se despidió de la vida el genial compositor romántico Richard Strauss. Nacido el 11 de junio de 1864 en Munich, estudió en la universidad de dicha ciudad y fue allí donde debutó como director con tan sólo 21 años. Su padre, Franz Strauss, fue un célebre trompa, por lo que no es extraño que Richard compusiera unos bellísimos conciertos para trompa y orquesta.
Fue además un gran admirador de Wagner, utilizando la técnica del leitmotiv y llegando a un nivel altísimo en el poema sinfónico, género que nació posiblemente con Berlioz, pero que fue desarrollado por Franz Liszt. Entre los poemas sinfónicos de Straus se podrían destacar los bellísimos Ein Heldenleben (Una vida heroica), Eine Alpensinfonie (Sinfonía Alpina), Don Juan y Don Quixote.
Entre sus lieder hay obras igualmente de gran inspiración como los de Ophelia o los de Daphne, pero es en sus cuatro últimos donde alcanzará unas cotas elevadísimas de belleza lírica. Después de la II Guerra Mundial, Strauss viaja a Suiza, y allí descubre el sugestivo poema de Eichendorff, a finales de 1946. En mayo de 1948 ya había compuesto su música para soprano y orquesta. Por aquella época trabajaba también en tres canciones inspiradas por poemas de Hermann Hesse: Frühling ­(Primavera), Beim Schlafengehen ­(Al ir a dormir), September (Septiembre). Tanto el primer lied de Eichendorff como estos tres de Hesse, jamás fueron escuchados por Richard Strauss, que moría el 8 de septiembre de 1949, en la localidad bávara de Garmisch Partenkirchen a la edad de 85 años. Aunque Im abendrot era una obra independiente, después de su muerte se considero que era un buen complemento para las tres canciones de Hesse, con lo que desde entonces se interpretaron las cuatro juntas, conociendose simplemente con el nombre de Vier Letze Lieder (Cuatro últimas canciones). La primera interpretación de este ciclo sería llevada a cabo bajo la batuta de Wilhelm Furtwangler en 1950, con la Filarmónica de Londres y la maravillosa voz de Kirsten Flagstad.
El bello poema de Eichendorff dio a Strauss en sus últimos años de vida una inspiración maravillosa, pero éste a su vez hizo famoso dicho poema gracias a su canción, que pasará a la historia como una de las más bellas de toda la música. El resultado de esta perfecta simbiosis lo podéis comprobar en el siguiente video. La interpretación está a cargo de Claudio Abbado (director) y Renee Fleming (soprano), año 2004.





EN LA PUESTA DE SOL
por Joseph von Eichendorff



Con penas y alegrías,
mano a mano, hemos caminado.
Reposemos ahora de nuestros viajes,
en la tranquila campiña.

A nuestro alrededor se inclinan los valles,
ya la brisa se ensombrece.
Sólo dos alondras alzan todavía el vuelo
soñando de nuevo en el oloroso aire.

Acércate y déjalas trinar,
pronto será hora de dormir,
para que no podamos perdernos
en esta soledad.

Oh, inmensa y dulce paz,
tan profunda en la puesta de sol,
qué fatigados estamos por haber caminado.
¿Será esta, entonces, la muerte?

Saturday, April 15, 2006

Parsifal de Wagner

PARSIFAL
Por Dietrich Eckart



Los coros solemnes rebosantes de fervor sacro, y en medio el grito desesperado de un alma inocente; la risa estridente del pecado; y como eco al sollozo y los lamentos de arrepentimiento, la locura demoníaca de la envidia llena de odio y la llamarada clamorosa de una líbido sensualísima; los sonidos de las campanas de la fe y el lamento furioso de la desesperación. Todo esto se junta en un mar de sonidos enormes que riñen y luchan entre sí, desde el cielo hacia la tierra y otra vez hacia el cielo, gozando y quejándose, y finalmente un acorde sublime, reconciliador, ínunda el todo y con fuerza arrolladora abraza los sonidos inciertos y los funde con la armonía divina del amor que redime al mundo y a los hombres.
El augusto canto de amor, este canto del amor sublime se llama Parsifal y une, con maravillosa plasticidad, todo lo que el corazón humano, desde los albores de la vida, ha esperado y temido, ha sufrido y conquistado.
El misticismo misterioso del Cristianismo forma la base, y el encanto seductor del mito forma el soporte, pero el alma de la obra es el hombre mismo, el hombre mortal que eternamente lucha, soñando con el cielo. Como Amfortas, también el débil pecador pide perdón, como Klingsor, el espíritu maligno engaña a los demás y a sí mismo, y como Kundry, la mujer pecadora, se ríe de su propio tormento, y como Parsifal, el noble mártir pasa a través de este valle de lágrimas y su corazón llameante reconcilia las miserias del mundo. La lanza milagrosa, ese símbolo sublime, cierra la herida del rey y también nuestras heridas, y la gloria resplandeciente del GRIAL derrame también sobre nuestros pechos la esperanza consoladora de un futuro purificado.
¡Parsifal! ¡Dulce sonido! Todo un mundo se eleva a través de tu encanto, y delante del ojo ebrio una imagen sigue a la otra.
Un obscuro bosque nos recibe con sus enormes árboles y salvajes matorrales. El sol envía apenas su luz a través del ramaje e ilumina dolorosamente una cabaña en ruinas. Delante del umbral está sentada una mujer, cara arrugada por las preocupaciones, cabellos encanecidos por los disgustos. A sus pies, “acostado dulcemente sobre el musgo blando”, descansa un niño de rubios rizos, duerme pacíficamente y sueña. ¡Herzelaide y Parsifal! ¡Madre e hijo!. Sus lágrimas mojan al durmiente, sus suspiros se extinguen en el bosque. Ningún oído humano oye sus quejas por la felicidad perdida en su juventud. ¿Dónde está Gamuret, su amado esposo, el héroe victorioso? Cayó en la batalla. Hace mucho tiempo que su cuerpo está pudriéndose. ¡Oh! Este mundo que le quitó el ser más querido y también amenaza, quizás, a su último bien, su joya, Parsifal, el hermoso niño. Con fervor ruega a Dios que ningún pie extraño irrumpa en la soledad en que se ha refugiado y que en el corazón del chico nunca se despierte la ardorosa inquietud de la que fue víctima su padre. Es por eso que le educó con ingenua simpleza y es por eso que le ocultó todo lo que ella había sufrido en aquél entonces. No sabe nada de su padre, nada de armas y luchas, los animales y los árboles del bosque son el único mundo que él conoce. Debe pertenecer sólo a ella porque la vida del hijo es también su vida. Se levanta lentamente, besa, bendiciéndole, la frente del chico y corre absorta hacia el fondo oscuro del bosque a recoger bayas y raíces para la miserable comida. El sol se oculta y unas sombras hoscas se arrastran intrépidas hacia la luz, sólo en la lejanía brilla aún algo, y ese resplandor se acerca más y más. Se escucha un pisoteo de caballos y unos caballeros resplandecientes llegan a rienda suelta cerca de la choza. El muchacho se despierta, se incorpora y mira con asombro los adornos suntuosos. Sus ojos se inflaman de deseo y con el candor de la simpleza se acerca y toca las armas. Pero los hombres se ríen y se alejan al galope. La sangre de su padre hierve en su interior e inconscientemente se despierta en él el deseo de parecerse a esos caballeros. ¡Vamos! Antes que desaparezcan para siempre. ¡Pobre Herzelaida! Ligero como un corzo corre Parsifal por el bosque obscuro y la cabaña solitaria queda cada vez más lejos. No conoce el miedo porque nadie se lo enseñó, no conoce el cansancio porque es fuerte como un oso. Sin embargo no logra alcanzar a los caballeros. A veces le parece ver el resplandor de las armas y con fuerza duplicada corre y corre. “Llega la noche, otro día y luego otras noches y otros días” pero él no se desanima nunca. Dobla una rama de sauce a guisa de arco y aprovecha una raíz fibrosa como cuerda; con piedras puntiagudas y madera se fabrica unas flechas, unos enseres toscos, pero él sabe aprovecharlos. Tira sobre todo lo que vuela. Unos hombres robustos le atacan pero su fuerza aplasta a ladrones y gigantes. Y ¡adelante! Debe alcanzar a los caballeros. El bosque obscuro se vuelve más claro y, de improviso, unos sonidos estremecedores y largos llenan el aire. Parsifal escucha los raros sonidos que poco a poco se van extinguiendo en la brisa matutina. Ni sospecha que sus pies están pisando un lugar sagrado, el territorio del GRIAL Sólo los hombres puros pueden encontrar el camino que lleva al lugar donde una elegida comunidad de Caballeros vive consagrada a las obras de la Fe.
La bendición de Dios protege el lugar y el maravilloso castillo que corona la cumbre de la montaña. Se denomia Monsalvat y fue construido por Titurel, el primer rey de aquella pía Congregación.
"Porque ante él, cuando la astucia y poder de enemigos feroces amenazaban el reino de la fe pura, ante él se inclinaron en aquel tiempo, en una santa y obscura noche, los Mensajeros del Redentor: de este sagrado y generoso Cáliz bebió durante la última cena, y en esta Copa consagrada, cayeron las gotas de su divina sangre cuando estaba clavado en la cruz, y la lanza que le hirió, la entregaron al rey para su custodia, los testigos del sublime milagro. Él elevó un santuario para la Santa Reliquia".
El cáliz lleno de gracia, el GRIAL, en determinadas horas se ilumina de una aureola milagrosa y protege a sus caballeros puros de inexorables enfermedades y de la misma muerte. La lanza divina defiende el territorio con su poder invencible, y quien la arroja ve caer a sus enemigos.
Así estaban las cosas cuando Titurel, ya envejecido por las fatigas, cedió el poder a su hijo Amfortas. Hacía falta un brazo fuerte y joven porque en los confines del castillo acechaban la ruina y el pecado. Klingsor, un mago poderoso, amenazaba a los caballeros con medios diabólicos. Unos años antes se había acercado con humildad simulada y había suplicado que le admitieran en la congregación de los hermanos. Deseaba hacer penitencia para llegar a ser santo, pero al no poder suprimir el pecado en sus adentros, se había mutilado ignominiosamente para ahogar así sus impulsos sensuales. Y así, el dos veces engañado, con rabia envidiosa había transformado un desierto en un jardín de placeres, animado por mujeres de maravillosa belleza, quienes debían seducir a los caballeros con sus encantos pecaminosos. Si a él no se le permitía evitar la perdición, tampoco los demás podrían beneficiarse de la Gracia y así su obra diabólica prosperaba debido a que muchos caballeros no lograban resistir las tentaciones maléficas, cayendo en las redes placenteras y siendo eternamente condenados. A fin de refrenar la llaga de la magia, Amfortas se puso en camino con sus fieles y con la sagrada lanza en el valiente puño, penetró en el territorio de Klingsor. Pero también él, el héroe fuerte, no pudo sustraerse a las artes del maestro experto. Mientras el rey se iba acercando solo al castillo embrujado, una mujer de rara belleza se le acercó y fascinó sus ojos y su corazón. Con abulia cayó él en sus brazos y el arma que debía protegerle resbaló de su mano. Entonces Klingsor saltó desde un matorral y su mano profana arrojó la lanza sagrada. Demasiado tarde corrieron los fieles: de una profunda herida salía ya la sangre del rey. Riéndose desapareció Klingsor llevando en su poder el precioso botín.
Los serviciales escuderos irrumpieron en ayuda de los caballeros anonadados por el dolor y sólo a duras penas Gurnemanz, el más anciano de los guardianes del GRIAL, logró cubrir la huida del rey, luchando contra los enemigos, sus compañeros en el pasado.
Grandes fueron las lamentaciones de Titurel por la herida del hijo que no quería cerrarse nunca. En vano iban los caballeros, especialmente el valiente Gawan, en busca de plantas salutíferas. Unos caían en manos de Klingsor, y otros volvían a la patria, después de un largo viaje, sin haber conseguido ningún remedio. En vano Kundry, dotada de misteriosa magia, cabalgaba por los países lejanos. El bálsamo que ella traía no lograba tampoco sanar la herida. El dolor no disminuía jamás, pero el corazón de Amfortas sufría todavía más atormentado por el arrepentimiento. Él, el único pecador entre los puros, debía diariamente cumplir con sus deberes de rey y tenía que descubrir el GRIAL lleno de gracia que sólo a él negaba su prodigio, sólo le alejaba la muerte, la muerte que él invocaba con ardor. En las horas de mayor desaliento, olvidaba hasta las palabras esperanzadoras que una vez había escuchado durante su fervorosa oración delante del GRIAL. Un sonido celestial vibraba en la cúpula del templo y claramente resonaba la consolación misteriosa.
"Iniciado por la piedad el ingenuo puro. Espera a quien yo elegí. ¿Quién es su salvador y cuando llegará?"
Con ansia los caballeros esperan la hora del consuelo y mientras ésta no llega no escatiman remedio alguno para atenuar el dolor del rey. La mayor preocupación que tienen es Klingsor que ya posee la lanza sagrada y cada día se vuelve más audaz, y con más confianza en sí mismo, y cree que ya está cerca el momento en que pueda adueñarse del GRIAL Pero ellos vigilan fielmente los confines de su territorio y cada mañana desde el torreón tocan las trompas para alertar contra la astucia y el peligro. Estos son pues los raros sonidos que Parsifal oye en la oscuridad del bosque.
Se extinguen y el muchacho se dirige lentamente hacia donde provienen. Aparece un lago tranquilo bajo los árboles obscuros y de ancha sombra.
Sobre las aguas, en el día soleado, se puede escuchar un ruido acercarse más y más, luego aparece un cisne flotando majestuosamente en el cielo. Sin vacilar coge el arco y su flecha segura vibra en el aire. iÉl tira sobre todo lo que vuela! El ave, herida de muerte, se desploma y se revuelca agonizante en el suelo hasta que se le acaban las fuerzas. Parsifal se acerca corriendo, pero inesperadamente unos hombres le rodean y no obstante su fuerte resistencia, le vencen. Se oyen unos gritos iracundos mientras le arrastran hacia el cisne. Allí está el ave y un enérgico anciano, rodeado de fuertes jóvenes, se inclina sobre el animal muerto. Es Gurnemanz con los escuderos del GRIAL.
Con franqueza Parsifal confiesa ser autor del tiro mortal, su corazón se sorprende del dolor y la furia del anciano. Pero cuando Gurnemanz le hace entender con sus insistentes palabras, que ha interrumpido la paz del bosque, y que por un infantil deseo ha matado a un animal que tiene devoción y amistad para con los hombres, entonces un sentimiento de angustia invade al muchacho, una pena profunda hace temblar su corazón, y con la primera emoción del arrepentImiento rompe el arco mortífero. Asombrado el anciano le pregunta por su nombre, familia y procedencia, pero el muchacho no sabe contestar, se acuerda tan sólo de su madre a quien ha abandonado. Mientras tanto Amfortas, el rey enfermo, después de un baño reparador, es llevado al castillo, todos los caballeros, menos Gurnemanz, se unen al grupo que se aleja.
El anciano se queda con el muchacho y con esperanza creciente sondea su alma. ¿Y si fuera por fin el ingenuo puro que todo el mundo espera con tanta ansiedad?. Él, efectivamente ingenuo y puro, ¿habrá sido iniciado por la piedad? Parece de noble ascendencia pero... ¿por qué no posee mejores armas? Kundry, la tímdia mujer, lo descubre. Poco antes ella había llegado trayendo un bálsamo para el rey, y ahora descansa extenuada en un rincón del bosque. Con una carcajada estridente narra la historia del que no tiene padre y de la muerte de su madre. Sus palabras suenan sarcásticas, pero sus ojos denotan un tormento interior. “Pasé con mi caballo delante de ella y la ví morir” dice sordamente al muchacho y añade: “me encargó darte recuerdos a ti, el ingenuo”. Un dolor feroz por la pérdida de la madre conmociona a Parsifal, fuera de sí ataca a Kundry, quiere matarla. Cree que la fuerza de sus brazos puede alejar la desgracia y confunde embajada con embajadora. No logra entender que fue él mismo con su fuga infantil, quien provocó su muerte.
Gurnemanz frena indignado la violencia del muchacho, pero ya no hace falta. El dolor imprevisto ha quebrado su fuerza y el muchacho vacila extenuado en los brazos del anciano. Con premura, la extraña mujer corre a la fuente y le mola los secos labios. Pero rehúsa el agradecimiento del anciano con estas tristes palabras: “nunca hago bien”, gime ella, “quiero sólo mi paz”.
En este momento llegan, como de la lejanía, unos raros sonidos, unas mágicas melodías que atrapan a la mujer que tiembla hasta desplomarse detrás del matorral en medio de desgarradores lamentos.
Mientras tanto Gurnemanz atiende paternalmente a Parsifal, acrecentándose en él la convicción de que éste es el salvador enviado por Dios. Está decidido a conducirlo al Santuario del GRIAL. Con solicitud le sostiene mientras avanzan. Aparecen unas paredes rocosas y un portón se abre ante un camino ascendente que ambos recorren.
Se escuchan prolongados sonidos de trompa cada vez más cercanos y entremezclados llegan toques de campana. Por último llegan a una inmensa sala de alta cúpula a través de la cual brilla la luz del sol. Unas puertas se abren y cantando solemnemente aparecen los caballeros del GRIAL Parsifal está aturdido y sigue asombrado y silencioso. Traen a un hombre bello pero con rostro de sufrimiento, recostado en una camilla apoyada sobre mármol. Es Amfortas, el rey enfermo. Una vez más debe descubrir el GRIAL que lleva el consuelo a sus hermanos y a él unos sufrimientos indecibles. Esta vez, sin embargo, rehusa cumplir con su divino oficio, pese a las súplicas de su padre Tlturel. Aprieta con su mano la herida abrasadora y con lamentos conmovedores implora la muerte redentora. Su profundo dolor resuena hondamente en el ánimo de Parsifal aunque el muchacho no logra entender con claridad la inmensa conmoción de su corazón. Las impresiones exteriores han sido demasiado fuertes y ello impide que se manifieste la conciencia de su piedad; siente, pero no entiende lo que siente; tiembla, pero no entiende porque tiembla. Después de la imperiosa intimidación de Titurel, Amfortas actúa finalmente en silencio. El GRIAL es descubierto, sobre la devota Congregación descienden densas tinieblas. Desde la cúpula del templo resuena una solemne bendición; un rayo deslumbrador cae sobre el cáliz levantado que se inflama de un color púrpura cada vez más intenso y resplandeciente. Todos los caballeros, embelesados, se ponen devotamente de rodillas; incluso Amfortas olvida su herida abrasadora. Poco a poco se esfuma el crepúsculo y el cáliz pierde su color. Unos jóvenes lo guardan nuevamente y la custodia y la cofradía se sienta para el ágape. Parsifal está aún en la puerta como embelesado. No se da cuenta del ademán de su guía que le convida a comer; ve solo el sufrimiento del rey. No oye los cantos solemnes de los caballeros; oye tan sólo el silencioso lamento del hombre martirizado. Con inconsciente dolor el adolescente mira fijamente la sala, mientras el rey y sus caballeros salen pausadamente al atrio. Sólo Gurnemanz se queda y, frustradas sus esperanzas, sacude con indignación al adolescente inmóvil, despertándole de sus sueños.
"¿Por qué te quedas aquí todavía? ¿Sabes lo que vistes?"
exclama el anciano furioso y cuando Parsifal sacude mecánicamente la cabeza, le empuja con ira fuera del Santuario cuyo portón se cierra con fragor, detrás del inocente. ¡Viejo miope! Cree que Parsifal es la parte culpable y no sabe que la cofradía y él mismo deben sufrir aún durante mucho tiempo antes de ver signos de la salvación que se alcanza con la pureza de corazón del inocente. Entre tantos sufrimientos han perdido el sentido de la compasión y han quedado atrapados por una soberbia piadosa. Así los caballeros tratan con evidente desprecio a Kundry siempre dispuesta al sacrificio, incluso Gurnemanz la protege sólo porque espera ayuda de su magia. Igualmente saca a Parslfal aunque lo ha reconocido como puro, simplemente porque no ha sabido satisfacer las exigencias egoístas del anciano. Sin embargo Gurnemanz sabe que fuera está al alcance de la perdición por Klingsor, quien se supera a sí mismo cuando encuentra una víctima inexperta.
Cabizbajo Parsifal se aleja del lugar de la salvación. Ya desapareció la indiferencia alegre de su juventud y sobre él grava una carga inexplicable. Ante sus ojos tiene la imborrable imagen de aquel desdichado ser que no quiere vivir y no puede morir. ¿Quién le ha producido la dolorosa herida? ¿Cuál es la causa de su atroz sufrimiento? ¡Y además aquel anciano! ¿Por qué su odio repentino y su ademán severo? Lleno de confusos pensamientos el adolescente se dirige hacia el bosque. Los pájaros gorjean dulcemente y un perfume embriagador de flores acaricia sus sentidos. Flores rozagantes bajan sus cabezas cuando pesa; en los rayos del sol se mecen las mariposas. Entre las ramas, blancas palomas se picotean cariñosamente. ¡Pero el aire es bochornoso! De nuevo se oyen raros sonidos aunque distintos a los de antes; llenos de pasional furor, estruendorosos y salvajes. Por sorpresa se arrojan sobre él unos hombres vestidos con ricos atuendos y armados con espadas. Parsifal se defiende con fuerza y coraje. Fulminante arrebata la espada al más próximo y la arroja lejos. A uno le arranca el brazo, a otro el muslo. Logra poner en fuga desordenadamente a sus enemigos. Sobre un alto muro orgulloso está el héroe y con asombro descubre un grandioso castillo rodeado de prados floridos. El jardín se anima rápidamente con una multitud de bellísimas muchachas que salen de las puertas y matorrales y se acercan corriendo al intruso. Las dulces niñas llaman consufamente a sus amantes quienes después de haberse encontrado con Parsifal habían huído en todas direcciones. Asombrado enormemente por aquella visión encantadora, el adolescente saltando el muro, consuela a aquellas beldades con amables palabras. Se olvidan rápidamente de los fugitivos caballeros y cada muchacha, ostentando una pícara sonrisa, se propone cautivar al fuerte joven. Rápidamente se adornan con flores y haciendo corro alrededor de él le acarician sus mejillas, quieren besarle y cada una se jacta de ser la más bella. Pero en vano suplican la limosna de su amor con tranquilidad las calma. Entonces se burlan de él y le dicen frío y estúpido, pero no por mucho tiempo. Es demasiado hermoso. ¡qué joven tan bello! Y como olas embriagadoras, el grupo nuevamente le rodea. No entiende sus intenciones y cuando se dispone a huir, de un matorral cercano surge una voz argentina que le llama: Parsifal, ¡quédate!
Por primera vez oye el nombre con que le llamaba su madre. ¡Hacía tanto tiempo que lo había olvidado! Escucha de nuevo la misteriosa voz, mientras las muchachas se alejan de mala gana. Las ramas se abren y dejan ver a una mujer de rara belleza, recostada sobre una alfombra de flores. Es... Kundry, transformada milagrosamente. El experto mago Klingsor la ha enviado, pues viendo desde el torreón al muchacho cuando llegaba, se ha dado cuenta de que sería muy difícil corromper aquel corazón infantil. Unicamente Kundry sabría trenzar las redes y por ello la había despertado para aquella obra de perdición. Lo había logrado con Amfortas “el puro guardián del GRIAL”, y ahora Parsifal tenía que caer víctima de sus adormecidos deseos. En vano la atormentada mujer se retorcía en poder del maestro. Sus propios deseos sensuales se acercaban vacilantes a los suyos. Sobre su vida pesaba la maldición del Salvador porque se burló de él durante el Via Crucis. La mirada indeciblemente triste del Señor no la deja morir mientras no encuentre otros ojos que sepan, con la misma clemencia, perdonar su crimen. Y así, sin paz, transita a través de los siglos, atrayendo a los hombres puros con su líbido desgarradora. De cada uno espera ella con ardor un cálido abrazo, más por otro lado teme sus excitados deseos ya que así no podrá acabar con la maldición. Débil fue Amfortas y débiles fueron todos hasta este momento. Ahora de nuevo pone manos a la obra y con palabras halagadoras tienta al joven que sospecha su desgracia. Ella lo sabe, “está protegido por el escudo de la ingenuidad”, debe llevarle hacia el pecado antes de que sea consciente de ello. Es por eso que despierta en su pecho el profundo dolor describiéndole con imágenes fieles el tormento infinito que sufrió su madre y revelándole que su fuga fue la que causó la muerte de la pobre Herzeleide. Aterrado con la noticia, el muchacho se deja caer a sus pies y tolera con abulia sus caricias. Le hace bien la aparente piedad de ella. Su suave brazo, sus dulces ojos le recuerdan a su madre muerta y alivian deliciosamente su profundo dolor. Las palabras se vuelven más y más halagadoras y sus caricias cada vez más tiernas. ¡Qué dulce perfume! ¡Qué ardiente su mirada! Ahora inclina su cabeza y sus labios voluptuosos encuentran los de él. Pero en ese instante una tremenda punzada sorprende al muchacho y la visión de Amfortas sufriendo ilumina la oscuridad de su alma. Le llevaba siempre en su corazón piadoso, pero la pasión naciente ofuscaría la piedad. Ahora entiende lo que atormenta al infeliz rey, y ese descubrimiento le otorga la fuerza de resistir las tentaciones de las que fue víctima el otro. Ahora intuye la misión divina de rescatar el Santuario de las manos culpables y todas las tentaciones demoníacas de la mujer no logran ahora derribarle. A través de la piedad el puro ingenuo se ha vuelto sabio, pero esa piedad se manifiesta ante todo por el ardiente deseo de querer ayudar. También ella, la seductora, será salvada si él redime a Amfortas y por eso ella, que conoce el camino, debería conducirlo al GRIAL pero Kundry no es todavía digna de juzgar la magnitud de su corazón, rehúsa con furor y maldice su futuro camino. También Klingsor que no esperaba semejante final para su obra, aparece e intenta destruir con la lanza sagrada a quien él odia. Arroja con vigor la lanza, pero la fuerza del mal no puede con el muchacho que aún no ha perdido su pureza. El arma sagrada queda suspendida en el aire sobre la cabeza de Parsifal, quien la toma enormemente fascinado y con la misma hace la señal de la cruz sobre el lugar embrujado. Con gran fragor se derrumba el edificio de la concupiscencia sensual y el fasto falaz queda hecho ruinas. Una vez más, Parsifal amonesta a Kundry, postrada, para que se arrepienta y luego corre con ardiente deseo hacia su meta.
Transcurren unos años, el adolescente llega a hombre antes de pisar otra vez el territorio sagrado. La maldición de Kundry le desviaba de su buen camino y un sin número de luchas hacían peligrar el precioso y no profanado Paladion que llevaba consigo. Sin embargo debe soportar el dolor hasta la última gota, antes de poder liberar a los demás de sus tormentos. Porque sólamente quien, en su propia persona, ha luchado experimentando atroces dolores puede considerar con piedad la miseria de los demás. Con su negra armadura Parsifal finalmente se va acercando al lugar de donde se había alejado años antes y aunque la primavera con su maravillosa fastuosidad, hace florecer árboles y prados, una tristeza profunda llena los corazones de los caballeros de la Congregación, tan duramente probados.
Hace ya tiempo que Amfortas no descubre el GRIAL porque no quiere soportar más su martirio y desea morir. “Quiere conseguir por la fuerza su propia muerte para que se acaben junto con su vida también sus tormentos”. Sin el sagrado consuelo disminuye la fuerza de los héroes y “macilentos y enfermos los caballeros vacilan sin coraje y sin guía”. El anciano Gurnemanz, muy viejo y canoso, espera tristemente, como ermitaño, la muerte que entretanto ya se llevó a Titurel, el héroe santo. El fiel guardián del GRIAL está cambiado, pero no solo por los años transcurridos. Bajo tanta miseria desapareció su pía soberbia. Ahora se siente un hombre como los demás, y esta cognición le sirve a él para atender con cariñosa piedad a Kundry ahora arrepentida.
Es Viernes Santo, “un día de gracia sin par”, cuando Parsifal pone nuevamente su pie en el territorio del GRIAL donde se hallan Gurnemanz y Kundry. Los dos se reconocen y es con honda emoción que el anciano descubre la lanza sagrada en la mano purísima, mientras la mujer, con el corazón constrito, desvía la mirada. Sin igual es el dolor del héroe enviado por Dios cuando sabe de la muerte de Titurel y de las penas de los hermanos, las penas de los demás ,su corazón ardiente las toma como propias. Agotado por la honda tristeza y el largo viaje es acompañado por Gurnemanz a la fuente sagrada cuya bendita agua alivia al extenuado peregrino. Sin armadura, le mojan los pies y la cabeza y como una vez hizo Magdalena, así la arrepentida Kundry le lava los pies secándolos luego con sus ondulados cabellos. Regocijo y beatitud recorren el cuerpo del héroe cuando Gurnemaz le unje solemnemente la cabeza pronunciando las augustas palabras:
“Así nos predijeron y así yo bendigo tu cabeza saiudándote como rey”.
Sin demora alguna Parsifal celebra su primer oficio como rey y bautiza con el agua bendita a Kundry que llora. Ahora la maldición ha sido expulsada y el rocío tibio de sus lágrimas se derrama sobre su corazón purificado. Toda la naturaleza florece con apacible encanto, y el día de la muerte del Señor se vuelve, bajo el rocío de las lágrimas del arrepentimiento, un día de paz beatísima.
Parsifal recuerda piadosamente a todos aquellos que han sido probados y roza la frente de Kundry con un beso solemne. Lejos tañen las campanas y recuerdan que el Santuario espera la redención. Así, por senderos ya conocidos, se dirigen los tres, exentos de pecado, hacia el lugar sagrado donde todavía un atormentado arrepentido clama auxilio. Aunque Amfortas ha prometido descubrir al GRIAL delante del ataúd del padre, por su ardiente deseo de morir rehúsa celebrar el oficio. Con desesperación irrefrenable rechaza la insistencia de los caballeros y les incita a que le atraviesen el pecho con sus espadas.
“¡Matad al pecador con su tormento, así os iluminará el GRIAL espontáneamente!”,
grita con estridente voz el mísero que por su gran tormento se vuelve blasfemo. Despavoridos, los hermanos se alejan del desequilibrado. En ese momento entra inadvertido Parsifal junto con sus acompañantes y toca la herida sangrante de Amfortas con la punta de la lanza. Como por un piadoso encantamiento el convaleciente se tambalea en los brazos de Gurnemanz que le sostiene y un delicioso alivio invade los corazones de los hermanos ya salvados. El rey está curado y purificado: ha expiado su culpa. Titurel que tantos tormentos había padecido por él, ha visto cumplida la súplica dirigida a Dios.
Parsifal, el más idóneo, celebra el oficio real de la Congregación de los Caballeros del GRIAL Durante su oración silenciosa se ilumina el GRIAL de una aureola sublime y derrama su luz reconciliadora sobre todos. Mientras Kundry cae exánime delante de Parsifal, en alto sobre la cabeza de él, está suspendida una paloma blanca y unas voces angelicales van perdiéndose con las solemnes palabras:
“Milagro de la salvación sublime: ¡Redención al Redentor!”.
Así termina la elevada canción de amor, la canción de elevado amor: Parsifal.



Los encantos del Viernes Santo, Parsifal, act. III - R. Wagner

(Fragmento en formato mp3)


PARSIFAL
Mi obra comienza así:
(Él se vuelve hacia Kundry todavía arrodillada
a sus pies y derrama agua sobre su cabeza.)
¡El bautizo recibe
y cree en el Redentor!
(Kundry inclina la cabeza hasta tocar el
suelo y llora con gran congoja. Parsifal se gira
y observa con dulce mirada el bosque y las
praderas luninosas a la luz de la mañana.)
¡Qué hermosa parece hoy la pradera!
He encontrado flores encantadas
que trepaban, ardientes, hasta mi cabeza:
pero jamás vi un conjunto igual
de plantas, flores y brotes;
sus perfumes nunca me parecieron tan deliciosos
ni nunca me hablaron tan cariñosamente.


GURNEMANZ
¡Es el encanto... del Viernes Santo, señor!


PARSIFAL
¡Oh, dolor! ¡El día del dolor más profundo!
¡En este día, todo lo que florece,
que nace, que revive,
debería afligirse, ay, y llorar!


GURNEMANZ
Tú mismo ves que no es así.
Las lágrimas nacen en los corazones contritos,
convertidas en sagrado rocío
que bendice las parderas y los bosques:
y así los reaviva.
Hoy alegres todas las criaturas
siguen los pasos del Redentor,
y le ofrecen sus rezos.
En la misma Cruz no pueden verlo:
pero al menos ven al hombre redimido;
pues el hombre está a salvo de culpa y vergüenza,
la sangre de Dios ofrecida con amor les absolvió.
Las plantas y las flores adivinan
que hoy ningún hombre las dañará,
Pues, así como Dios con su divina clemencia
sufrió en sus piedad por los hombres,
los hombres, con piadoso sentimiento
caminan entre ellas con paso ligero.
Por eso toda las criaturas agredecen
a todo lo que se abre y después morirá,
pues la naturaleza purificada
recobra su inocencia en este día.
(Kundry a alzado lentamente su cabeza hasta
mirar a los ojos a Parsifal, mirándolo con aire
de demanda grave y apacible.)


PARSIFAL
Yo vi cómo se marchitaban las alegres flores:
¿desearán ellas hoy también la gracia?
(a Kundry)
Tus lágrimas también son rocío bendito:
¡tú lloras...! ¡mira, todo ríe en las parderas!

Sunday, April 02, 2006

EL SENTIMIENTO DE LA MONTAÑA (part. I)

LA MONTAÑA ES MI REINO
EL GRAN OFICIO
Gaston Rébuffat


Estas agujas escapadas de la tierra, estas nieves eternas compañeras del cielo, estos raros y silenciosos desiertos de hielo, componen el terreno de la alta montaña. El aire aquí es puro, reinan el frío y el sol; algunos días su silencio total resulta casi angustiante, otros días en cambio ruge la tempestad. Es un mundo aparte, un mundo por encima del conocido; nada se mueve, nada vive. Las montañas que jalonan la Tierra son las formaciones más estériles e inútiles del planeta, excepto para los geólogos, los geógrafos, los constructores de embalses y para los que sueñan con grandes espacios. Con su desnudez absoluta, su pobreza extrema y su belleza misteriosa, estos domos de nieve y flechas de granito no existen más que para la felicidad del hombre. Las montañas, al igual que los océanos o los desiertos, son nuestros jardines salvajes, tan necesarios e indispensables como el agua o el pan; no solamente porque el aire resulte más puro que en las ciudades, sino porque ante todo constituyen lugares de plenitud, donde el hombre puede caminar, correr, detenerse, contemplar, trepar, navegar, tener hambre, tener sed, utilizar el vigor de su cuerpo, y hacer respirar su corazón y su alma. Frente al granito y al hielo, el ser humano es de porcelana; frente a la imagen de la eternidad, la imagen misma de la fragilidad. Y, sin embargo, pletórico de amor, voluntad y comprensión, ¡de qué no sería capaz! Cuando Bonatti escala una pared vertical no pesa nada para la báscula de la Naturaleza, apetas representa una brizna de hierba; algo parecido a Bombard con su lancha neumática en la mitad de un océano. Una ráfaga de viento o una ola, y desaparecen. No importa. Creo que si las peculiaridades de la época en que vivimos residen en la realización de inventos admirables, también deben vislumbrarse al asumir la inconmensurable riqueza, fuerza, generosidad y ansias de libertad del hombre desnudo, sin armas ni máquinas, solo o en grupo, frente a la gran naturaleza. ¿Existe algo más natural que la urgente necesidad humana de aprovechar esta riqueza? Cuando somos niños, subimos a los árboles y a los muros por el simple placer de escalar, para descubrir y ver desde más alto lo que está más lejos. ¿No es eso lo que los mayores llaman alpinismo? ¿Acaso hemos sabido conservar todavía ese instinto infantil? Nuestro placer es escalar, elevarnos en el cielo neutralizando la gravedad. Sin duda también existe el placer de sentir que se tiene la propia vida entre los dedos, que se controla la propia existencia. Algunos escaladores son muy sensibles a este sentimiento, yo muy poco. Me gustan las dificultades, pero hoy más que nunca detesto el peligro. "Qué valor tiene usted para hacer semejantes ascensiones", me dijo alguien al terminar la presentación de una de mis peliculas. Le respondí que escalar no me exigía valentía alguna -una afirmación completamente rigurosa- porque era parte de mi trabajo, un trabajo que había escogido y para el que estaba cualificado porque no tenía vértigo. Le expliqué, sin orgullo ni modestia, que los grandes alpinistas aman los grandes jardines, la vida y la amistad, y sienten por todo ello respeto, y no afición, al peligro. Para practicar el alpinismo hace falta entusiasmo: llevar una mochila, dormir más o menos bien, levantarse pronto, sentir el frío, tener hambre y sed, comenzar la actividad aceptando que no se puede interrumpir el juego cuando uno quiere, ni tan siquiera al límite de las fuerzas. Es tan hermoso y excepcional, especialmente en nuestra época, no tener que tratar más que con la roca, la nieve, el cielo, el sol y los vientos... Hace falta entusiasmo, pero también lucidez, ser consciente de la fuerza moral y física que se posee ante cualquier dificultad que nos supere. También existe el placer de escalar, pero por sí solo no basta. La escalada no constituye más que una parte de la ascensión, al igual que el escalador no es más que un montañero especializado. El placer del alpinismo proviene de una multitud de cosas y ante todo se encuentra ligado al sentimiento de la alta montaña: un determinado color del cielo, la sutileza del aire, la grandeza del paisaje que nos rodea y por el cual en realidad estamos allí. Constituiría un error pensar que la alta montaña es una lugar reservado a los alpinistas acróbatas. Muy al contrario, las montañas se ofrecen al alcance de todos: hombres y mujeres de cualquier edad, y la alegría de un motivado principiante, o de un fiel veterano, llegando a la cumbre de la Aiguille du Moine por su vía normal no resulta menos importante o menos noble que la de un alpinista confirmado que pisa la cima de los Drus, tras haber escalado el Pilar Bonatti. Simplemente, el alpinista es un hombre que conduce su cuerpo allá donde un día sus ojos se fijaron. Pienso que tenemos un corazón, un alma y unos músculos que forman un conjunto que se muestra feliz cuando se utiliza, lo que nos hace experimentar una hermosa alegría interior. Realizar correctamente unos movimientos, subir bien por una placa o una chimenea, intentar algo para lo que se está especialmente dotado, apenas exige esfuerzo, tan sólo imaginación. También agarres; adivinar... cada vez resulta más raro en una vida en la que todo se encuentra inexorablemente indicado, previsto, organizado, incluso para el ocio. "¡Organización del ocio", un concepto terrible! Además se experimenta la alegría de conseguir una "primera", de subir por donde nadie todavía ha subido. Así, el escalador "construye" su montaña, crea un conjunto de movimientos, modela la roca con sus dedos. Algunos días, el alpinista debe plantarle cara a los elementos cuando de improviso el viento del oeste trae, durante una larga ascensión, la tempestad. Si se está dispuesto a afrontarla, un gran montañero vivirá "grandes momentos". Pero hay que distinguir bien la noción de dificultad de la de peligro. Tan agradable como escalar cualquier paso extremadamente difícil sobre cualquier placa, desplome o fisura, resulta evitar comprometerse en actividades que podríamos no controlar. La ascensión más bella no merece hacer peligrar nuestra vida. De cualquier manera, la llegada a una cumbre jamás representa una victoria sobre la montaña sino sobre uno mismo. Gaston Rebuffat: La montaña es mi reino. Ed. Desnivel.



BALADA DE LAS MONTAÑAS

MISA EN LA MONTAÑA
J. M. Villalba Ezcay


"El emperador irá un día a la tumba,
pero nosotras, como altares eternos, está-
remos en pie hasta la consumación de los
siglos."
Diálogo entre el Niessen y el
Stockhorn.
RUDOLPH REBMAN, Berna, 1606.



Desde que un día radiante de agosto de 1659 se celebró la primera misa montañera sobre el ara de la cima de 3.537 metros de la Rochemelon en los Alpes Graianos, ha tenido para siempre más un encanto y significado especiales, la celebración del Santo Sacrificio en las montañas.
Esta persona ha asistido a muchas, su recuerdo es una de las páginas más emotivas de nuestra experiencia excursionista, y varios son los motivos que las pueden inspirar, bien la inauguración de un refugio o la bendición de una cruz cimera, bien la misa campamental, o bien la piadosa, celebrada "in situ" por un caído en la montaña; aparte está, claro es, de aquellas, bajo techado, que con carácter regular se celebran cada domingo en chalets o albergues de acceso normal.
Queremos presentar aquí este tema elevado y de fondo ricamente espiritual, si bien expresado en muy pobre prosa, unos apuntes de varias misas ofrecidas en las montañas de aquí y de allí, cuya poesía y belleza deseamos expresar con toda su perfección y con toda nuestra imperfección.


LA MISA DEL CAP DEL REC, CERDANYA,
EL 13 DE NOVIEMBRE DE 1955

"Quand nous aurons quitté ce sac et
cette corde."
CHARLES PEGUY: La Tapisserie
de Nôtre Dame.



Hemos visto erigir muchos refugios, esas ofrendas de ayuda y hospitalidad que nadie como nosotros -los hombres de saco y cuerda- sabe valorar; éste que hoy inauguramos como tal llevaba varios años existiendo como casa forestal. No lejos de aquí hemos vivido una noche de hieo que no llegó a ser fatal porque hallamos a ciegas la rudimentaria choza dels Esparvers. ¿Hay algo más consolador que la visión repentina de unas paredes -entre la niebla y la ventisca- cuando nos creíamos ya perdidos? La piedra y la argamasa duran más, mucho más, que los hombres, y así, los refugios que vemos bendecir, existirán mucho después de que nosotros hayamos dejado para siempre -como en la cita de Peguy- el saco y la cuerda, honrosos atributos de nuestro peregrinar montañero. Cuando cesa la nevada -la primera de este año-, el párroco de Lles dispone, bajo un abeto, el altar para la misa inaugural, y los fieles, bajo un cielo cárdeno, nos congregamos en el prado nevado. En la plática, el celebrante cita el Salmo 42: "...emitte lucem tuam": Envíame tu luz y tu verdad, para que ellas me conduzcan a la santa cima de tu montaña. Cuando os apartáis del mundo para buscar la verdad y la paz en las montañas del Señor, ¿qué mansión mejor que ésta que bendecimos ahora? Vuelve a nevar en finos copos silenciosos al arrodillarnos para el Canon, y la campanita del acólito suena amortiguada, mientras una rama del abeto se curva bajo su peso y espolvorea el altar de un frío y blanco incienso irreal; a mi derecha el cortante viento le vuela los dineros de la bandeja petitoria al diminuto monaguillo montañes que, con sus ojos azules y rubio mechón, ilustra un bello christmas bávaro en su roja sotana y blanca sobrepelliz. Y mientras siento en mis rodillas el frío beso de la nievo pienso en que es cierto que no hay mejor casa que ésta; en su Epístola XIV a San Gregorio Nacianceno, dice San Basilio: "Dios me ha hecho encontrar aquí cuanto deseaba, he radicado mi vida en la alta cresta de una montaña; ¿cómo podría cambiar este lugar por otro?"


EL CAMPAMENTO DE PLÁ BAGÁ, EL 28 DE JUNIO DE 1954

"Sálvame, Señor, ten piedad de mí y
guía mis pasos al camino llano."
Salmo XXV.



Sigue encapotado el cielo tras la lluviosa noche, el húmedo prado es un mullido tapiz esmeraldino donde está dispuesto el altar de rústicos troncos no lejos del declive que baja hacia la inmensa hondanada del Clapé; a unos metros de nosotros, las tiendas parecen muy pequeñas y vacías en este mundo aparte, rodeado de nubes y de silencio.
Mossén Víctor nombra a los santos del día -San Ireneo, obispo, y San Marcelo, mártir- y comienza el oficio. ¿Qué mejor ocasión de recogimiento que esta misa de hoy? Es la misa entre las nubes, los acólitos se mueven sin ruido y las palabras nos llegan como envueltas en algodón. Antes del "Sanctus" vuelve el silencio hondo y enorme, después de que una esquila suene, muy lejos y muy abajo, como contrapunto de esta inmensa quietud.
Al "Pleni sunt coeli et terra glória tua", la niebla, húmeda y gris, llega del abismo Oeste, asomando su cabeza oscilante y torpe, como la de un monstruo reptante e informe, de silencioso paso, que sintiese curiosidad por contemplar lo que estamos haciendo; el celebrante se vuelve para dirigirnos la palabra y ya sólo emergen del vapor su cabeza y sus vigorosos hombros.
Y he aquí que nos dice que el pecado nos envuelve como una vestidura opaca, lo mismo que esta niebla que ahora ahoga la montaña, pero ésta es inmutable y nada puede contra ella, y si nosotros somos eternos en el Señor, nada puede -si así lo queremos- el mal contra nosotros; y comenta un fragmento del Libro de la Sabiduría (Pr. 8, 22-35): "Cuando Dios preparaba los cielos y no existían aún los abismos profundos ni las saltarinas fuentes, ni las pesadas moles de las montañas, Yo ya existía en Él."
El más rico riclinatorio del más suntuoso palacio no vale lo que este áspero tronco echado sobre el prado ante el altar, cuya rugosa corteza se clava en las rodillas a través de la gruesa pana del pantalón de escalada. En él se recibe al Señor cuando la niebla es más densa y la vela encendida del acólito parece una pupila pequeñita, amarillenta y moribunda, dentro del cucurucho de papel que la protege del viento.
Y sigue aislándonos a unos de otros -como un iconostasio irreal- mientras pasan los minutos inefables de la postcomunión, momento inigualable en que se siente pequeño el pequeño hombre que se cree grande. Minutos suficientes para que después, de pronto y como gloriosa sorpresa, un viento tenso profundo -el aliento de Dios-, frío y repentino, desgarre el cendal espeso y gris y nos muestre -al tiempo del "Ite, missa est"- las cercanas cimas del dentellado Moixaró verdoso, joven retoño de la vieja Tossa d`Alp, cuya testa venerable y calva resplandece bajo un sol triunfante.
"Domine, non sum dignus...!" Nada es el hombre ante las montañas y los siglos, pero le dignifica su humildad al saber que será un día polvo, y aún estas cimas catarán tus alabanzas, ¡oh, Señor de los altos cielos!



AL MONTAÑERO AUSENTE
J. M. Villalba Ezcay
(In memoriam Bartolomé Puiggros)




"El frio y la tiniebla cubrirían el mundo
y el alma se hundiría en la noche
Si los dioses no enviasen de vez en cuando
A jóvenes así, para reanimar.
La marchita vida de los hombres de hoy"
Friedrich Hölderlin
DER TOD VON EMPEDOCLES 1838


Días atrás fui gentilmente invitado a una "Taula Rodona" por AGRU E.C.C. en su 10º aniversario. El, tema, "Cos i Anima del Muntanyisme", motivó un acto a alto nivel, con escogidos ponentes, muy agradable, ameno y profundo y ,al final, fuimos obsequiados con un libro de montaña: una edición muy cuidada, de lujo, con profusión de croquis y magníficas fotografías, resumen de las casi doscientas salidas, a lo largo y a lo ancho de diecisiete años, de un montañero caído: Bartolomé Puiggros.
Es el "compte rendu", con datos y croquis de ejemplar minuciosidad, desde la primera salida a los nueve años con su padre, hasta la penúltima en 1975 en la Norte del Pedraforca.
El título "Les Muntanyes que vaig estimar - Records d'un muntanyenc caigut", me causó honda impresión. Cuánto amor, cuánta veneración, qué tesoro de fidelidad, qué derroche de esfuerzo material para enaltecer el recuerdo por parte de unos padres, de unos compañeros de Grupo, de una Entidad...!
¿Qué clase de joven, qué montañero había de ser este, para inspirar tal afecto y tal veneración?
No le conocí antes, sólo sabía -dos años atrás- de su tránsito, caído en acción, como soldado de la roca!
Pero a través de sus escritos, de sus afectos, del relato de sus ascensiones, he ido conociéndole y respetándole y, como sea que dentro de doce días se cumple el segundo aniversario de su marcha de entre nosotros, deseo que mí pobre pluma escriba algo poco valioso pero muy sincero en memoria suya.
Contemplo, mientras escribo, su fotografía... Ojos grandes, acostumbrados a las lejanías, al sol brillante y cegador de los neveros, a la hondura violeta de los abismos. Una mirada límpida y arrogante, dirigida ¿cómo no?- a lo alto, una cara juvenil a pesar de sus recios y varoniles rasgos y de la negra barba.
Adivino un alma ardiente, idealista en pugna con la materia, una llama que arde sin consumirse...!
Un espíritu así sólo puede habitar en el cuerpo de un montañero, hoy. Antes hubiese vestido la acerada armadura bajo la blanca capa del Templario.
Como pie a su efigie, hay una frase suya, diamantina y sobrecogedora: "El muntanyisme... era quelcom tan sagrat que, per força, els homes que el practiquessin, havien d'ésser una mena de mig sants"!.
Sigo leyendo sus cosas y sintiendo cada vez mayor respeto por este místico de la montaña; entre otras, aquella meditación solitaria sobre la nieve y bajo las estrellas, aquella noche de Diciembre de 1970 en la Agulla de l'Estany.
!Cuántas cosas compartimos! .!Cuántas cosas iguales hemos hecho!.
!Llevar consigo las grabaciones para oír a los clásicos en la platea de la pureza!. Rachmaninoff, d'Indy, la Alpina de Richard -Strauss, Liszt, Purcell, César Franck, la Walkyria, el Parsifal, Tristán... Su sentido de la belleza, del color, de la armonía, de la serenidad románica, trasunto todo ello de la delicadeza de un alma escogida, admiradora de la hermosura de esta sagrada Marca Hispánica. !
También hallo en él un fino sentido del humor cuando llama "gripe" a su desplome en el Avenc del Club, y cuando hace la "primera mundial con yeso ortopédico al Matagalls". Pero nada puede disimular un sentido de la vida tan trascendental y heroico que, en las altas horas de fiebre y delirio -en ocasión de su estancia en clínica bajo shock- le hace proferir esas exclamaciones propias de situaciones de trinchera que él no había vivido en la realidad.
Y su gesto horrorizado al toparse con las motocicletas de trial en los Pics de la Vaca, es trasunto de los nuestros -los de la vieja guardia de hace años- ante la profanación montañera de los Bárbaros de Occidente de la Edad Mecánica.
!Sí!. No sólo este sucio mundo urbano de la planicies no era para él, sino que la montaña, los espacios abiertos, el cielo y el sol, eran su único y verdadero habitat.
Para él, las alturas eran aquella tan bella estrofa de Shelley:
"Some world '- where music and moonlight - and feeling - are one".
Allí en ese su mundo, donde sensibilidad, música y claro de luna son una sola cosa, se olvidaba de esta tierra baja de hoy, de la oleada desatada de instintos, de la exaltación de la grosera materia, de la glorificación del apetito animal, de la bestialidad de las pantallas, de la humillación y la profanación de las esencias sagradas de nuestra Santa Madre Europa bajo las ruedas y las hélices de los nuevos mongoles...!
El hombre tiende a lo alto, sus medios son miserables, las cuerdas de violín están hechas con tripas de gato, pero Bach existe, y la Gran Fuga existe a pesar de nuestras limitaciones.
En un tiempo los santos y los mártires subían cantando a la arena desde los hipogeos, para ascender a través de las fauces de las fieras, a la gloria de Dios, ante los ojos de unas multitudes aullantes y babeantes no muy distintas de las de hoy. Y aquellas santas catacumbas austeras son hoy solamente albañales y sumideros.
Hay una obra catalana, sólo comparable en magnitud, y para mí superior a "Guerra y Paz" de Tolstoy: es esa maravilla de delicadeza y catalanidad que se llama "Incerta Gloria" de Joan Sales que, tristemente, muchos catalanes vociferantes ignoran, como ignoran los inmensos tesoros de humanismo de esta divina tierra que no es mía por nacimiento. Entre la inmensidad de mártires y de imágenes de esta riquísima obra, sólo comprensible para unos cuantos elegidos con sensibilidad y corazón, hay una frase que viene al dedo al montañero, al escalador espiritualizado, al que los filisteos critican por temerario, cuando esos mismos no critican al neurótico de ciudad que aporta su tributo a la masacre de la carretera en el holocausto vulgar y semanal:
"Ningú no exposa la seva vida si no creu en alguna. cosa per la qual val la pena morir, i aquesta cosa ¿que pot ésser sino l'Esperit?".
Amic Bartomeu: llegint les teves descripcions, esguardant els dissenys d'escalades i ascensions que tan be coneixo, he reviscut la meya llunyana joventut. D'ara endavant, servaré com quelcom molt preciós i valuós el llibre del teu inapreciable historial de xicot muntanyenc, sensible i senyorivol; el llibre amb aquella maravellosa fotografia de encapsalament amb els dos amics damunt de la superficie gelada d'aquell estany de Monges que tots coneixem tan be, al sud del Montarto.
I trobo que no hauries de dir "Les Muntanyes que vaig estimar"; jo diria "Les Muntanyes que estimo", car, per a nosaltres els escaladors i muntanyencs tots, no parles en preterit, car sempre t'escoltarem en present!.
Tota la netedat de la teva vida, tot l'idealisme deIs teus actes, tota aquella "incerta gloria", aquella "The uncertain glory of an April day" shakesperiana del teu darrer jorn, de la teva darrera ascensió, han estat pagades a un preu molt alt: res ni ningú en aquest mon, pot compensar el dolor i la solitut deIs teus pares. Jo els diria, molt humilment, moltrespectuosament-car jo també vaig portar a la muntanya almeu fill quan era molt petit - que, en el mateix cas voldria per a mi que el Senyor Deu Totpoderós em donés un xic de la seva noblesa, del seu esperit cristia i d'aquella resignació cristiana, d'aquella sobrietat excelsa que ennobleix i dignifica els grans dolors, de que ella han fet gala.
I, molt calladament, els recordaria aquella estrofa, vellades del 1913, de "Le Patriote Chretien": Heureux ceux qui sont morts – Dans un dernier haut lieu - Hors de tout l'appareil – Des grandes funérailles".
Vaig sentir una estranya angoixa al saber que, al exemplar del Butlletí d'AGRUECC inmediatament anterior al teu traspàs, havies fet inserir, com en una premonició sobrenatural, com un avis que soIs els predestinats com tu poden sentir, aquell petit poema meu que vaig escriurer a la memoria d'un altre jove germa escalador que caigué – fa ja molts anys- a les Agulles, el primer.
No .anaves errat en el teu amor, no!. Es alla dalt on som com cal, on s'hi esta be, com a aquells versets de l'Evangeli segons Sant Marc, 9, 3-6: "I s'els endugué dalt d'una muntanaya alta. I aleshores, Pere digué a Jesús: Mestre, dóna bo d'estar aquí. Si voleu, faré tres cabanes".
"Sic iter ad astra!". Aquest és el cami de l'alçaria, la via a la Casa del Senyor que ens digué: Vaig a desposa-vos un lloc i, aixi, a on Jo estigui, podreu estar-hi també vosaltres".
I tu, Bartomeu, el meu amic molt estimat, ets ja a Casa, plegant cordes i guardant ferros a la motxil.la, demanant plaça al Refugi i guardant-nos lloc a taula amb el Guardià, car son vells i feixucs i no grimpem tan dépressa com tu!.